No estaba, sin embargo, tranquilo Echenique. Había que alejarse de la carretera, de los sitios transitables donde la curiosidad pudiese acechar. De momento necesitaba todo el sigilo del contrabandista que llevaba en la masa de la sangre…
Pronto arregló la cosa con Noemí. Una prima de ésta, viuda y vieja, vivía en Bozate, junto a las ruinas del mutilado caserón de Ursúa. A los pocos días quedó instalado un cuartito coquetón, dentro del lujo que podía permitirse la dueña. El balcón, enorme, daba a un sendero silencioso; frente a él alzábase la cama espléndida, traída de Bayona, una cómoda y la pililla de agua bendita. En la pared lucía una estampa de Santiago Apóstol, descabellando a la morisma con una espada mayor que su cuerpo. Sobre la cómoda había retratos de Noemí y Sara cuando aún eran mozas; otro más moderno de Rut y el de Pedro Mari vestido de pelotari, con la cesta al brazo y veinticinco años menos…
Así no había peligro; todo se reducía a subir desde Lamiarrita por la falda de la montaña y meterse en Bozate. Todas las razas oprimidas son discretas, y el bozatarra lo es en grado sumo, sin contar con que ningún baztanés osaría entrar en el barrio maldito. Podían, pues, vivir libres y felices los amantes hasta el sábado, en que furtivamente volvía a caer Pedro Mari en Elizondo. Los domingos iba como un burgués más de la secta devorante a cenar fuerte en la tabernucha agote. Allí ni palabra de su doble vida, ni siquiera a Pello, su íntimo.
¡Qué encanto y qué dulzura tenía Bozate en estas horas de amor! Rut le aguardaba con el balcón entreabierto. Noemí les traía la cena, y en tanto la viuda, vieja y sorda, se acostaba a la vez que las gallinas del cercano corral. Bozate entero era suyo. Dormía el hormiguero agote, iluminado por una luna azulada que iba bañando las casitas bajas, refugiadas en lo hondo del barrio proscrito como lágrimas petrificadas. Caprichosa y voluble, deteníase demasiado en el regazo alegre de los balcones coronados de mazorcas, huyendo del viejo torreón de Ursúa y de las callejas ancestrales, para bañar los prados y la carretera con la fina tonalidad de un desnudo clásico…
Salían a dar una vuelta. En la plazoleta central del pueblo, sentados en el único banco pequeño y rústico, pasaban largas horas. Rut recordaba su infancia, triste y dolorosa; Pedro Mari la oía con ese sosiego docto adquirido en veinte años detrás del mostrador.
—Yo he sido siempre una descastada: no tengo ningún cariño al pueblo —solía decir la muchacha—. De pequeña nunca jugué con las demás chicas; me llamaban «la musida», porque me gustaba andar sola. Si alguna vez mi madre me llevaba al mercado de Elizondo tenía que darme unos
zartakos
para despabilarme ¡Cómo me quedaba mirando a los viejos tratantes, tan listos tan ocurrentes, tan chistosos! Yo quería aprender a hablar, ser graciosa como ellos, y sobre todo tener la gravedad del alcalde o mejor del párroco de Arizcun. Luego fui a la escuela, sin faltar un solo día; con lluvia, con nieve, me daba igual. Las monjas nos trataban bien; pero las chicas de Arizcun eran terribles. Ellas tenían sus secciones a la derecha, y nosotras las agotas a la izquierda; muchos días iba yo solamente; en Bozate casi nadie quiere ir a la escuela. Tenía que salir la última; ahora, en leer y escribir era la primera, y eso lo sabían las monjas y me bastaba a mí para seguir sufriendo a las mocosas de Arizcun, que me pellizcaban en cuanto podían…
Rut, la de los hermosos cabellos de lino, la de los ojos claros como hilos de luna, seguía salmodiando las eternas quejas del barrio maldito. Y Pedro Mari, duro de corazón, sentía que algo se iba derritiendo allá dentro, y una infinita piedad, una dulzura nueva nacía en él, ante la agote espigada y triste que le entregaba su alma y su cuerpo con sinceridad de esclava sumisa…
—Aquí en esta plaza —continuaba Rut— he pasado muchas rabietas Toda la semana vivíamos pensando en la tarde de fiesta y los mozos no venían. Se iban a Maya o a Elizondo a buscar mozas que no fuesen agotas. Teníamos que bailar solas la soca danza y los zorcicos que tocaba Asiain, el chunchunero que ha enseñado a todos los músicos del valle. Y a las mozas casaderas les pasaba igual, querían bailar en otros pueblos, por lo mismo que les estaba prohibido. ¡Qué ratos más tristes! No quisiera volver otra vez a ser chicuela, no…
—Son las costumbres estúpidas del valle —replicaba Echenique—. Todo eso desaparecería trayendo aquí dinero, mucho dinero. No hay otra solución.
—No sé, no sé —dudaba Rut—; debe de haber algo más, aunque yo no lo veo. ¿En qué os distinguís los de Arizcun de nosotros? En nada. Sabemos cantar y hacer versos en vascuence; somos más finos, más rubios, mejores músicos, y sin embargo, en cuanto un agote sale carretera adelante va pregonando que es de Arizcun; en cuanto tiene dos reales se va a Sumbilla o a Irún; jamás dirá que es de Bozate. Nosotros mismos reconocemos nuestra inferioridad. Nos humilláis a cada paso y a pesar de ello os admiramos. De chiquillas, al bailar aquí, soñábamos en ser grandes para ir a otros pueblos y bailar con los que no fueran agotes. También los mozos dan dinero para que les dejen rondar con los de Arizcun, y cuando llegan las fiestas, como no les permiten bailar en la plaza, se quedan los tres días en el pueblo sin salir de casa. Somos mansos, somos tristes, somos un pueblo que sólo sabe llorar…
—No; es que sois pobres —insistía Pedro Mari—, y los pueblos pobres no tienen nunca orgullo. Vanidad, sí; vanidad la tienen también los sacamuelas, los danzantes y los cómicos. El orgullo es cosa de ricos. Si Bozate tuviera acumulado el dinero de Elizondo se habrían concluido los rencores, y acabaríais por tener todos escudo con su tablero de ajedrez en las casas. ¿Pero qué vais a hacer si en Bozate no hay un solo propietario?
—Tú hablas así porque eres bueno —decía enternecida Rut—. Tú no nos has querido mal nunca. En Pamplona lo conocí. Allí empecé ya a quererte sin saberlo; me parecías de la casta de los tratantes, de los alcaldes y de las autoridades. Algunas noches hasta soñé contigo, ¡Lo que yo sufrí cuando me marché de tu casa! Porque tú me favorecías, me tratabas como a una persona mayor, en cambio tu mujer me odiaba; habría acabado por matarme, ¡Qué sabéis vosotros lo que piensa una chica pequeña cuando la han hecho sufrir mucho! Sé que soy mala, sé que soy traidora a mi barrio, y sin embargo te quiero. Te quiero como no quise nunca a los mozos que se me acercaron antes. En cuanto supe que venías, vine; luego, entre mi madre y tú habéis hecho lo demás…
Se retiraban muy tarde. Al mediodía, Pedro Mari, después de comer salía a dar una vuelta, sin trasponer el barrio. Rut madrugaba y corría a la taberna para ayudar a su madre y hacía su vida ordinaria; sólo al oscurecer subía al pueblo. A pesar de que en Bozate estaban bien libres y sin peligro, los dos tenían aire de conspiradores y no se atrevían a salir juntos hasta bien entrada la noche. Esta vida duraba cinco o seis días, al cabo de los cuales Pedro Mari reaparecía en Elizondo, magnífico y risueño, con la honesta satisfacción de las gentes emprendedoras cuyos negocios marchan bien.
Y he aquí cómo el amor prosaico y vulgar de un baztanés y una agote, gracias a las sombras del misterio, convertían en ragantes y románticas las aproximaciones carnales. La maldición de todo un valle pesaba sobre Pedro Mari; mas él no la veía, a pesar de la luna que iba por los senderos hilando en su rueca azul unas trenzas largas y pálidas, tan semejantes a las otras trenzas de lino, que él gozaba en deshacer lentamente…
La vida, de un recio mazazo, despertó por completo a Echenique. Rut estaba encinta. Había que dejar a un lado el maleficio de la luna, la dulzura de las charlas nocturnas —músicas de pájaro que ya tiene nido— y el romántico rincón de la vieja plazoleta. Se imponía pensar en algo práctico. Un baztanés, y más siendo de Arizcun, no iba a quedarse en la estacada, ni a echarse a llorar como Rut…
Durante varias días los indianos de la fonda de Lázaro notaron que Echenique andaba distraído y haciendo vanos esfuerzos para ocultar su preocupación. Más todavía se alarmaron sus vecinos de mesa al verlo un tanto inapetente, aunque nadie le hizo pregunta ninguna. Cada indiano soporta valerosamente su fardo de tristezas y sabe hacerse cargo de la vida siendo ante todo discreto. Únicamente el dueño de la fonda comentó ante los íntimos: «Algún negocio le ha salido mal a Pedro Mari. Como los carabineros no han hecho alijo estos días, será que le han engañado los franceses o así; pero él se repondrá. Bueno es Pedro Mari…»
El baztanés, en tanto, buscaba solución a su conflicto inútilmente; delante, la pared infranqueable de los odios seculares; detrás, su amor, cada vez más impetuoso. Y daba vueltas al caso como un preso en su celda. Al último se decidió a consultar el caso con Pello Joshepe; juntos contrabandeaban, juntos se habían enriquecido y, en fin de cuentas, él tuvo la culpa de su enredo con Rut por llevarle a la taberna. Nada de quebraderos de cabeza; ya encontrarían entre los dos la solución. Ánimo y a buscar a Pello Joshepe…
La entrevista fue épica. Mientras Echenique confesaba sus escabrosas andanzas entre los brazos de Rut, con la frase austera de un Tácito, su compinche medía a grandes zancadas la habitación, oyendo en silencio. Cuando Pedro Mari concluyó de hablar, el peripatético contrabandista se paró en seco.
—¿Es eso todo? —inquirió sorprendido—. No veo hasta ahora conflicto ninguno. Sigue con ella; no eres el primer baztanés que se ha arrimado a una agote; eso lo hemos hecho muchos…
—Es que Rut va a tener un hijo —arguyó Echenique.
—¿Y qué? Alguna pequeña hermana de Rut bien pudiera ser mi hija también. Y no ha pasado nada…
—No me quieres entender, Pello. Si yo hubiese querido arreglar las cosas con unos duros, no te habría buscado. Quiero que mi hijo sea mío, legalmente, legítimamente mío…
—¿Estás loco? —habló el contrabandista mirando a su amigo como se mira al hombre a quien van a encerrar—. ¿Has pensado tú en casarte con esa mujer?
Se hizo un largo silencio. Echenique, demasiado interesado en el asunto, lo rompió al fin.
—Tú ya sabes, Pello, que yo no tengo edad para andar haciendo dos vidas. Ni hay por qué tampoco. Soy libre y rico; quiero arreglar esto en forma; quiero…
—Cállate y déjame pensar. Claro que puedes hacer lo que se te antoje. Yo no soy hombre de prejuicios, y sin embargo no me hubiese casado nunca con una agote. Ahora, eso no quiere decir nada. Mi consejo es que lo pienses despacio, y si te empeñas en casarte vayas a vivir a San Sebastián o a Pamplona.
—No, eso sí que no. Toda la vida anduve aperreado trabajando para volver rico a mi terruño. Aquí me entierran y aquí he de vivir…
—Pero eso es una terquedad, Pedro Mari. Una terquedad que te ha de costar muchos disgustos. ¿Qué necesidad tienes de amargarte el pan? No te comprendo, francamente.
—Te vas a reír, Pello, si te digo la verdadera razón. Siempre he compadecido a los agotes; es una tremenda injusticia lo que hacemos con ellos. Si hubiera media docena de hombres ricos que se atrevieran a hacer lo que yo, se habrían concluido los odios. Y quiero demostrarlo…
—Sí, vamos; vas a echártelas de Redentor. Allá tú; ya sabes el final que te espera. Yo he hecho cuanto está en mi mano por evitarlo; sigo creyendo que es una barbaridad lo que intentas…
—Yo no lo veo así. Dame una razón: ¡qué inconveniente serio puede haber en que yo viva aquí? ¿Que ningún baztanés se ha casado con una agota? Pues yo seré el primero, y ya se irán acostumbrando. En último caso, a las malas, veremos quién puede más…
Seguía Pello Joshepe sus paseos preocupado e intranquilo. Acostumbrado a dominar a su amigo siempre, le daba qué pensar su energía y firmeza de ahora. Bien conocía él lo que son los odios aldeanos, y además no estaba enamorado para engañarse como Pedro Mari. Había que pensar despacio, ya que la cosa no tenía remedio…
De pronto, el contrabandista tuvo una idea:
—Oye —preguntó a su amigo—, ¿no es el mes que viene cuando corresponde nombrar alcalde del Valle?
—Sí; creo que sí. ¿Por qué?
—Hombre, se me ha ocurrido un plan. Hay que trabajar mi candidatura sin que se vea el juego. El domingo reclutaremos algún voto en casa de Noemí; tú le hablas a Lázaro, que es concejal también, y si salgo alcalde hablaremos. ¡Quién sabe! ¡A lo mejor, resultamos todos Redentores!…
La candidatura de Pello fue muy bien acogida por los concejales. Se trataba del hombre más rico de Arizcun, y esto en el Baztán da categoría, sabiduría, bondad y prestancia. Por su parte, Pedro Mari trabajó activamente —siempre bajo cuerda— la candidatura de su socio. Salió, pues, Pello nombrado alcalde con gran satisfacción de todo el vecindario.
Bueno será advertir que en el Baztán se tiene en muy alta estima la función corporativa. El alcalde del Valle es un pequeño virrey. Los pueblos poseen muchos bienes comunales, abundante dinero en caja y no pocas donaciones particulares. Así es que se elige siempre al más rico y al más sagaz. Aquí no puede ser alcalde ningún abogadete ambicioso, ningún monterilla audaz, ninguna larva caciquil. Para ser alcalde en estos pueblos se necesitan de cien mil duros para arriba, y la alcaldía es cargo que cuesta dinero. Acaso el triunfo del Pirineo sobre la llanura estribe en este resorte minúsculo.
Pello Joshepe, millonario y contrabandista, reunía méritos sobrados. Pronto comprendió Echenique los planes de su amigo. Si apoyado en su vara de alcalde no lograba deshacer aquel odio milenario, lo dejaría seguramente maltrecho. Los dos conspiradores tuvieron otra entrevista en la casona hidalga de Pello Joshepe, que dio por resultado la entrada de un nuevo elemento: el párroco de Arizcun. La Sociedad contaba ya con su Moisés legislativo y su Aarón sacerdotal.
A pesar de tan buenos augurios, los cómplices de Echenique dudaban del resultado. Veían resbaladizo el terreno que Pedro Mari consideraba seco de odio. Sobre todo Pello aconsejaba cautela, ir despacio…
—Tú no haces más que dar pasos en falso —decíale a su socio—. Quédate en Elizondo y no aparezcas por aquí. Tenemos que andar con tiento para no perder el prestigio y la confianza de las gentes. Lo que nosotros no hagamos no lo consigues tú; conque déjanos.
El párroco asentía. También él habíase sumado con entusiasmo a la idea de Pello, aunque los motivos eran bien distintos. El flamante alcalde favorecía a Echenique por fraternidad de compinche. Treinta años de contrabando les habían hecho quererse más que si fuesen hermanos. En cuanto al párroco, estaba cansado de ver aquellos amancebamientos de baztaneses con agotas hermosas. Mucho odiar a la maldita raza, pero a la primera ocasión se abarraganaban soezmente. En el mismo Arizcun, los casos eran frecuentes. Del actual alcalde, más valía no hablar; conocía las armoniosas curvas de la raza aborrecida, con más seguridad que los senderos del Gorramendi que conducen a Francia. Precisaba acabar con aquello; la Iglesia no podía tolerar estos ayuntamientos ilícitos. Y el buen sacerdote sumábase entusiasmado a aquella labor subterránea…