El Avispero (41 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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La jefa Judy Hammer tenía morbosas premoniciones y también se encontraba junto a una cama, en la unidad quirúrgica de cuidados intensivos del Carolinas Medical Center. El estado de Seth era grave y no parecía mejorar, sino todo lo contrario. Hammer estaba conmocionada. Llevaba bata, mascarilla y guantes, y estaba sentaba a su lado. En las venas de su esposo entraban grandes dosis de penicilina, clindamicina e inmunoglobulinas destinadas a contrarrestar la fascitis necrosante. Era una infección rara, relacionada con alguna otra infección del organismo, y tenía un curso fulminante, según las observaciones personales de Hammer y las notas que había tomado cada vez que hablaba el doctor Cabel, el especialista en enfermedades infecciosas.

Todo aquello estaba en cierto modo relacionado con los estreptococos betahemolíticos del grupo A y con el
Staphylococcus aureus
, dos microorganismos habituales en la vida diaria de los que Hammer sólo entendía que aquellos hijos de puta microscópicos se estaban comiendo vivo a su marido. Mientras tanto, el contenido de oxígeno en sangre de Seth había descendido por debajo de lo normal y el centro médico era presa del pánico. El personal había convertido a Seth en un VIP, la prioridad máxima, y los especialistas iban y venían. Hammer no podía conseguir que fueran sinceros con ella. Mientras miraba la cara laxa y febril de su marido y olía a muerte a través de la mascarilla que llevaba, no podía pensar.

Durante la guerra de Secesión, los cirujanos habían diagnosticado la enfermedad de su marido como una simple gangrena, y ningún curioso término latino cambiaba la realidad de la carne que se volvía negra y verde en el lugar de la herida, luego en los miembros y finalmente, pudría viva a la persona entera. El único tratamiento para la fascitis necrosante eran los antibióticos, la cirugía y la amputación. Anualmente fallecía una tercera parte de las trescientas a quinientas personas que contraían la enfermedad en Estados Unidos, según los datos que Hammer había encontrado en estudios a través de America Online.

No había descubierto nada sobre la enfermedad que la consolase o que le diera esperanzas. Las bacterias mortales habían aparecido en escena hacía pocos años, tras causar la muerte a once personas en el Reino Unido: «UN BICHO ASESINO ME HA COMIDO LA CARA», gritaba el
Daily Star.
«BACTERIA MORTAL QUE SE ALIMENTA DE CARNE», proclamaba otro periódico sensacionalista. Según había descubierto Hammer en Internet, aquella enfermedad había matado a Jim Henson, de los Teleñecos, y se creía que era una forma virulenta del estreptococo que había provocado la escarlatina en el siglo XIX. En algunos casos la fascitis necrosante se extendía demasiado rápido y los antibióticos no podían hacer nada y se temía que Seth pasara a engrosar la estadística fatal. Su condición de VIP le había asegurado un tratamiento agresivo desde su ingreso por lo que el problema no estaba en el hospital sino en su estado general.

Seth tenía una nutrición escasa y lo mantenían clínicamente deprimido. Tenía un historial de bebedor y arteriosclerosis vascular. Había recibido un trauma con el resultado de una herida abierta y un cuerpo extraño que no habían podido extraer. Según el doctor Cabel, Seth estaba inmunodeprimido y perdía cuatrocientos gramos de carne cada hora. Esto no incluía las capas que perdían los cirujanos cuando cortaban hasta el siguiente nivel de tejido sano y sangrante, que enseguida se volvía negro y verde, pese a todos los esfuerzos y plegarias. Hammer estaba inmóvil en su silla y revivía todas las palabras que le había dicho a su marido, todas las cosas que habían sido violentas o desagradables. En aquel momento no tenía importancia ninguno de los fallos de su marido.

Todo aquello era culpa suya. Había sido su 38 especial, su cartucho Remington +P de punta hueca. Era ella la que le había dado la orden de que sacara la pistola de debajo de la sábana y se la entregara inmediatamente. Había sido Hammer quien le había dado el ultimátum sobre su peso y quien sólo había creído a medias que la dolencia que sufría su marido no era casualidad sino una enfermedad funcional. Seth se derretía ante sus ojos, medía tres centímetros menos cada hora, y las rebanadas eran cada vez más ligeras después de cada intervención quirúrgica. Aquél no era el plan de pérdida de peso que había deseado para él. Su marido la estaba castigando por todos aquellos años que había vivido a su sombra, que había sido el viento bajo sus alas, su inspiración y su seguidor número uno.

—¿Jefa Hammer?

Advirtió que alguien le hablaba y sus ojos se posaron en el doctor Cabel, que llevaba bata verde, gorro, mascarilla, guantes y unas fundas para los zapatos. No tenía más años que Jude. «Que Dios me ayude», pensó Hammer con un hondo y callado suspiro mientras una vez más se levantaba de la silla.

—Si me permite estar con él un minuto —le dijo el doctor Cabel.

Hammer salió al pasillo, aséptico y brillante. Vio enfermeras, médicos, familiares y amigos en otras habitaciones en las que había más sufrimiento tendido en camas hidráulicas y unos aparatos controlaban la fuerza vital que mantenía su lucha. Se quedó inmóvil, aturdida, hasta que volvió el doctor Cabel e introdujo el gráfico de Seth en una bolsa colgada en la parte posterior de la puerta.

—¿Cómo está? —Hammer hizo la misma pregunta, bajándose la mascarilla a la altura del cuello.

El doctor Cabel no se quitó la suya. No corría riesgos, y en casa nunca se duchaba ya sin enjabonarse de pies a cabeza con un jabón antibacteriano. Cerró la puerta de la habitación de Seth con expresión preocupada. Hammer no era tonta y no le interesaban más eufemismos, evasivas y circunloquios. Si el médico creía que podría ocultarle la verdad sobre aquella nueva enfermedad infecciosa, ella estaba a punto de darle una lección.

—Vamos a operarlo de nuevo —dijo el médico a Seth—. Lo cual es muy normal, llegado este punto.

—¿Y qué punto es éste, exactamente? —quiso saber Hammer.

—Segundo día de gangrena progresiva causada por estreptococos —respondió el doctor—. La necrosis es visible más allá de los márgenes del desbridamiento original.

Si bien el doctor Cabel respetaba a la jefa Hammer, no tenía ganas de tratar aquel asunto con ella y miró a su alrededor en busca de alguna enfermera, pero no vio ninguna. Todas estaban ocupadas en otros lugares.

—Tenemos que empezar —dijo.

—No tan deprisa —le hizo saber Hammer—. ¿Qué va hacer exactamente con la intervención?

—Cuando empecemos lo sabremos mejor.

—¿Y no se aventura a emitir un pronóstico? —Hammer lo habría abofeteado.

—En esta fase, por lo general la herida se desbrida de nuevo hasta el tejido sano y sangrante. Probablemente lo irrigaremos con una solución salina y cubriremos la herida con vendas Nu-Gauze. Seguiremos con la terapia del oxígeno hiperbárico dos veces al día, y recomiendo que toda la alimentación se haga por vía parenteral.

—Complejos vitamínicos, ¿no?

—Bueno, sí. —Estaba muy sorprendido por su habilidad de relacionar las cosas.

Hammer llevaba años comprando vitaminas y no vio nada raro en aquella sugerencia. El doctor Cabel hizo ademán de alejarse, pero ella lo cogió por la bata verde.

—Vayamos al grano —dijo—. Seth ha tenido una infección séptica de garganta una decena de veces en la vida. ¿Por qué ahora se ha convertido en esto? Aparte de su lamentable sistema inmunológico.

—No es exactamente lo mismo que causa la infección séptica de garganta.

—Eso está claro.

La mujer no iba a dejarlo marchar. En esos momentos el doctor Cabel sentía pena por Seth pero de un modo distinto. Vivir con aquella mujer era para agotar a cualquiera. Habría que imaginarla pidiéndole café o que alguien se fiara de su palabra. Cuando todo lo demás falló, el doctor Cabel recurrió a un lenguaje que sólo comprendían los de su supercasta.

—Es muy posible que el estreptococo haya adquirido una nueva información genética, que haya incorporado genes. Esto puede ocurrir mediante una infección causada por un bacteriófago.

—¿Qué es un bacteriófago? —Hammer no se rendía.

—Un virus que puede incorporar su ADN al de una bacteria huésped —dijo—. Existe la hipótesis de que aproximadamente en un cuarenta por ciento de infecciones invasoras recientes, alguna mutación MI del grupo de estreptococos A parece haberlos dotado de la capacidad para adquirir material de un fago. Todo esto según la OMS.

—¿La OMS? —preguntó Hammer—. ¿Qué demonios es la OMS?

—La Organización Mundial de la Salud. Tienen un laboratorio de referencia de estreptococos. En resumen, todo esto puede estar relacionado con un gen que codifica una toxina llamada superantígeno, que muchos creen que está relacionada con el síndrome de shock tóxico.

—¿Mi marido tiene lo mismo que puede cogerse con un tampón? —preguntó Hammer alzando la voz.

—Un primo lejano.

—¿Y desde cuándo amputan por eso? —preguntó mientras la gente que pasaba miraba con curiosidad a las dos personas vestidas de verde que discutían en aquel pasillo limpio y bien iluminado.

—No, no. —Tenía que alejarse de aquella mujer, de modo que él, licenciado en inglés, le soltó unas frases de Shakespeare—. Señora, con lo que tiene su marido, la cirugía es el tratamiento más efectivo. «Sea sangrienta, valiente y decidida» —añadió el médico—.
El rey Lear.

—Macbeth
—dijo Hammer, a la que le gustaba mucho el teatro, mientras el doctor Cabel se marchaba apresuradamente.

Se quedó hasta que entraron a su marido en el quirófano y luego se marchó a casa. A las nueve de la noche se dejó caer en la cama, demasiado fatigada y afligida para seguir consciente de una manera eficaz. Ella y su jefa ayudante, en sus respectivas casas, una con gato y la otra sin gato, pasaron el resto de la noche entre sueños agitados.

Brazil arrancó hojas y las lanzó por todas partes, sobre sus pies, debajo de ellos, de nuevo encima, en su costado, en el estómago. Finalmente se tumbó boca arriba, mirando la oscuridad mientras escuchaba el murmullo del televisor a través de la pared. Su madre se había dormido de nuevo en el sofá.

No dejaba de pensar en lo que West había dicho. Tenía que irse de allí, buscarse un apartamento. Sin embargo, cada vez que daba unos cuantos pasos por aquel terrible y excitante camino, chocaba con el mismo espantapájaros que lo hacía salir huyendo en dirección contraria. ¿Qué tenía que hacer su madre? ¿Qué le ocurriría si la dejaba sola? Tendría que seguir haciéndole la compra, pasar de vez en cuando a ver cómo estaba, arreglarle cosas y hacerle recados. Brazil estaba preocupado mientras se debatía en la cama, escuchando los misteriosos murmullos de lo que posiblemente sería una película de terror de las tres de la mañana. Pensó en West y se deprimió de nuevo.

Brazil decidió que, en definitiva, West no le gustaba. No era una mujer amable y radiante como Hammer. Algún día encontraría a alguien como Hammer. Disfrutarían y se respetarían el uno al otro, jugarían a tenis, correrían, harían pesas, cocinarían, repararían los coches, irían a la playa, leerían buenas novelas y poesía, y lo harían todo juntos, excepto cuando necesitasen espacio. ¿Qué sabía West de todo aquello? West construía vallas y cortaba el césped con un triciclo cortacéspedes porque le daba pereza utilizar uno de los que se empujaban, y eso que su jardín no tenía más de un quinto de hectárea. También tenía unos desagradables hábitos alimenticios. Fumaba. Brazil se volvió de nuevo, dejando caer los brazos a ambos lados de la cama, lleno de tristeza.

A las cinco se rindió y volvió a la pista para correr. Hizo unos catorce kilómetros y hubiese podido hacer más, pero se sintió aburrido y se fue al centro de la ciudad. Era extraño. Había pasado de la fatiga a la hiperactividad en cuestión de días. Brazil no recordaba otro momento de su vida en que su química se hubiera alterado de aquella manera. En un momento dado estaba exhausto, y poco después se encontraba lleno de energía, sin explicación aparente. Consideró la posibilidad de que sus hormonas estuvieran pasando por una fase concreta, que esperaba que fuese normal en una persona de su edad. Era cierto que si el hombre no cedía a sus impulsos entre los dieciséis y los veinte años, la biología lo castigaría.

Eso era lo que le había dicho exactamente su médico de cabecera. El doctor Rush, cuya consulta estaba en Cornelius, había advertido a Brazil de ese mismo fenómeno cuando había pasado una revisión médica en su primer año en Davidson. El doctor Rush, al advertir que Brazil no tenía padre y necesitaba consejos, dijo que muchos hombres jóvenes cometían trágicos errores porque sus cuerpos estaban en función de procrear. Aquello, había dicho el doctor Rush, no era más que un retroceso a las épocas coloniales en las que los dieciséis años era más de la mitad de las esperanzas de vida de los hombres, siempre y cuando los vecinos o los indios no los matasen primero. Visto desde esa perspectiva, los impulsos sexuales, aunque primitivos, tenían todo el sentido, y Brazil tenía que hacer todo lo posible para actuar sobre ellos.

Brazil cumpliría veintitrés años en mayo, y los impulsos no habían disminuido con el paso del tiempo. Se había mantenido fiel al doctor Rush, que según las habladurías del pueblo no era fiel a su esposa ni nunca lo había sido. Brazil pensó en su sexualidad mientras efectuaba varios
sprints
cortos antes de volver a casa. Le parecía que el amor y el sexo estaban relacionados, pero tal vez no era así. El amor lo volvía dulce y considerado. El amor lo incitaba a fijarse en las flores y a querer cogerlas. El amor forjaba su más hermosa poesía mientras que el sexo vibraba en poderosos y telúricos pentámetros que nunca enseñaría a nadie ni dejaría que se publicaran.

Volvió deprisa a casa y tomó una ducha más larga de lo habitual. A las ocho y cinco estaba en la cola de la cafetería del edificio Knight-Ridder. Llevaba el buscapersonas en el cinturón de los vaqueros, y la gente miraba con curiosidad a la joven estrella del periodismo que jugaba a ser policía y siempre estaba solo. Brazil eligió un Raisin Bran con arándanos mientras la radio transmitía el popular e irreverente programa de Dave y Dave que pasaban por la WBT.

«En unas declaraciones de anoche que corrieron como un reguero de pólvora —decía Dave con su profunda voz radiofónica—, se ha sabido que ni siquiera nuestro alcalde se atrevería a ir de noche al centro de la ciudad.»

«¿Para qué tendría que ir?», preguntó Dave con agudeza.

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