El Avispero (40 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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—Mungo se esconde mucho —explicó West—. Por lo general evita cualquier lugar donde pueda estar la policía o la prensa. Y me parece que tampoco lee demasiado.

Hammer había asentido. En realidad, podía comprender aquello y se mostró fría. Hammer no estaba dispuesta a reaccionar violentamente a las confusiones y los errores sinceros de otros, tanto si eran de Horgess, de Mungo o incluso de West, que en realidad no había cometido ningún error como no fuera el de haber elegido a Mungo para aquel trabajo.

—¿Quieres que la destruya? —había preguntado West mientras Hammer sacaba la cinta del reproductor—. Preferiría no hacerlo, claro. En esa cinta aparecen prostitutas conocidas, la Azúcar, la Doble de Patatas, la Dedos de Mantequilla, la Estrella Fugaz, la Rapidísima, la Gota de Limón, la Veneno.

—¿Estaban todas ahí? —Hammer se quedó perpleja cuando abrió la sala de conferencias.

—Se confunden con la gente. Hay que saber dónde mirar.

—Nos aferraremos a eso —había decidido Hammer.

Raines se reía tan fuerte que West estaba furiosa consigo misma por haberle contado el resto de la historia. El sanitario tenía la cabeza apoyada en la mesa y se tapaba la cara con las manos. Ella se secó la frente con una servilleta, sudorosa y ruborizada, como si estuviera en el trópico. El grupo empezaría a tocar enseguida y el Jack Straw's cada vez estaba más lleno. Vio entrar a Tommy Axel, al que reconoció por su foto del periódico. Llevaba con él a otro chico y los dos vestían de un modo muy parecido a Raines, con ostentación. ¿Por qué casi todos los gays eran tan guapos? West pensaba que no era justo. No sólo eran hombres en un mundo de hombres, con todas las ventajas, sino que además su ADN se las había apañado para apropiarse de las cosas buenas que también tenían las mujeres, como la elegancia y la belleza.

Claro que los gays también tenían algunas de las cualidades negativas. Eran solapados, les gustaba jugar, eran unos coquetos compulsivos, eran vanidosos y consumistas. Al fin y al cabo, esas cosas tal vez no tenían nada que ver con el sexo. Tal vez no existía nada como lo que se entiende por sexos, por géneros. Quizá, a nivel biológico, las personas eran sólo vehículos, como los coches. Le habían contado que en el extranjero había coches con el volante al otro lado. ¿Sexos distintos? Quizá no. Tal vez coches distintos solamente, cuya conducta común sólo estaba determinada por el espíritu del que se sentaba al volante.

—Ya he tenido bastante —le susurró West a Raines.

Apuró su primera Sierra Nevada y empezó otra nueva. Aquella noche podía pillar un colocón. Conducía Raines.

—Lo siento, lo siento. —Raines respiró hondo y quedó agotado—. Me parece que no te encuentras nada bien —dijo con una de sus expresiones de preocupación—. Hace un poco de calor aquí dentro.

West se secó de nuevo la cara y tenía toda la ropa húmeda, pero no de la forma que a Raines le hubiese gustado. West sentía la pesadez en su mitad inferior; la diosa de la fertilidad le recordaba cada mes, con creciente claridad, que se le acababa el tiempo. La ginecóloga de West le había advertido repetidas veces que a partir de aquella edad empezaría a tener problemas. Ella, la doctora Alice Bourgeois, hablaba de castigo cuando no había hijos ni ninguno en camino. «Nunca subestimes la biología», decía siempre la doctora Bourgeois.

West y Raines pidieron hamburguesas con queso, patatas fritas y otra ronda de bebida. Ella se secó de nuevo el rostro y empezó a sentir frío. No estaba segura de poder comer nada más, y menos otro encurtido frito. Miró al grupo, que continuaba sus preparativos, y a la gente de las otras mesas. Se quedó callada un buen rato y escuchó a una pareja cercana que hablaba una lengua extranjera, tal vez alemán.

—Te veo preocupada —dijo Raines, el intuitivo.

—¿Recuerdas cuando esos turistas alemanes fueron asaltados en Miami? ¿Qué significó eso para la industria? —preguntó ella.

Como hombre, Raines se lo tomó de manera personal. Había visto los cuerpos de los asesinatos de la Viuda Negra; al menos algunos de ellos. Era impensable que te apuntaran con una pistola a la cabeza y te volaran los sesos. ¿Y qué decir de los ultrajes a los que habían sido sometidos esos tipos antes de morir? ¿Cómo podía saber nadie, realmente, que no les habían bajado los pantalones, que no los habían violado, tal vez, y luego pintado con el spray? Quién iba a saber si el asesino llevaba condón. West había dicho las palabras justas para desalentar a Raines. En aquellos momentos él también se sentía cabreado.

—Así que se trata de la industria turística, ¿no? —dijo él, apoyándose en la mesa y gesticulando—. ¿Quieres que me olvide de los tipos a los que sacaron de sus coches, les volaron los sesos y les pintaron un mensaje en los huevos con spray?

West se secó de nuevo el rostro y sacó de la riñonera un frasco de Advil.

—No es un mensaje, es un símbolo.

Raines cruzó las piernas. Se sentía en peligro. La camarera les trajo la cena. Raines cogió la botella de ketchup mientras doblaba una patata frita entre los labios.

—Me da asco —dijo.

—Tendría que dárselo a todo el mundo. —West no podía mirar la comida.

—¿Quién crees que lo hace? —Mojó unas cuantas patatas fritas en un charco rojo.

—Tal vez un transexual. —West estaba empapada en un sudor frío. El cabello le caía en la frente y en la nuca como si hubiese estado corriendo.

—¿Qué? —Raines alzó la mirada, al tiempo que mordía su goteante hamburguesa.

—Transexual. Mujer una noche, hombre la siguiente, según el estado de ánimo —dijo ella.

—Oh, como tú. —Tendió la mano para coger el plato de mayonesa.

—Maldita sea. —West dejó el suyo a un lado—. Debo de estar a punto de empezar.

Raines dejó de masticar y puso los ojos en blanco. Sabía qué significaba aquello. Los primeros rasgueos de las guitarras eléctricas destrozaron el runrún de las conversaciones, y las baquetas de la batería redoblaron una y otra vez. Los platillos chocaron sin cesar mientras Axel alargaba el pie, rodeaba con éste el tobillo de Jon y pensaba en Brazil por millonésima vez en ese día.

Packer también pensaba en Brazil mientras sacaba al perro por la puerta trasera, como un pequeño y nervioso balón de fútbol que se dirigía al mismo arce japonés.
Dufus
tenía que mear en el mismo sitio, se había acostumbrado a ello y necesitaba encontrar sus olores. No importaba que el árbol estuviera lejos de la casa y que hubiera empezado a llover. Packer soltó al perro de mirada estrábica en el mismo lugar baldío, junto a la misma raíz retorcida. Packer jadeaba mientras miraba la reverencia que
Dufus
hacía a la Reina.

—¿Por qué no levantas la pata como un hombre? —murmuró Packer mientras unos ojos desorbitados lo miraban tras un hocico rosa con manchas rosadas—. ¡Maricón! —añadió el periodista.

El gastado buscapersonas de Packer había sonado muy temprano aquella tarde mientras cortaba el césped de su casa en su día libre. Era Panesa, que lo llamaba para decirle que el alcalde había admitido que, tal como estaban las cosas, ni siquiera él iría al centro de noche. ¡Aquello era increíble! Seguramente el periódico iba camino de ganarse el Pulitzer por una serie que marcaba una diferencia en la sociedad, que modificaba la historia. ¿Por qué diablos todo aquello había tenido que ocurrir cuando Packer se había ausentado de la sala de redacción? Había pasado allí treinta y dos años y, en el instante en que había decidido tomarse la vida con cierta filosofía y prevenir aquel ataque cardíaco que lo acechaba desde el umbral de la ventana de su existencia, aparecía Andy Brazil.

Ahora era el momento de echar a correr por el patio para que los intestinos de
Dufus
se movieran y soltaran lo que, en opinión de Packer, habría sido una humillación para cualquier criatura viviente, a excepción, tal vez, de algún pequeño gato doméstico.
Dufus
no perseguiría a Packer, ni haría sus necesidades, y aquello no era ninguna novedad. El redactor jefe del
Observer
se sentó en las escaleras de su porche trasero mientras el perro de su mujer mordisqueaba estiércol y paja hasta que fuera momento de soltar sus fútiles regalos. Packer suspiró, se puso en pie y entró de nuevo en la casa, en la que había aire acondicionado, con
Dufus
pegado a sus talones.

—Aquí está mi niño bonito —dijo Mildred en un arrullo, al tiempo que el perro saltaba y la lamía hasta que ella lo levantó del suelo y lo acunó entre sus brazos amorosamente.

—Ni lo menciones —dijo Packer mientras se sentaba en su sillón reclinable y encendía el televisor.

Al cabo de tres horas seguía sentado allí. Comía bocaditos de pollo mojados en salsa de barbacoa Roger's. Abrió ruidosamente una bolsa de patatas y también las mojó en la salsa. Después de varias Coronas con lima, había olvidado la ventana y el infarto colgado de su alféizar. Mildred estaba viendo
Vacaciones en casa
otra vez porque creía que era un reflejo de su vida conyugal. A saber por qué. En primer lugar, Packer no tocaba el órgano, ella no llevaba peluca ni fumaba, y no vivían en un pueblo pequeño. A su hija nunca la habían despedido, por lo menos de una galería de arte no, eso seguro. Nunca había trabajado en ninguna, probablemente porque era daltónica. Tampoco tenían un hijo gay, que Packer supiera o se hubiera ocupado en averiguar, y cualquier insinuación en sentido contrario que hiciera su esposa al respecto se perdía directamente en el Triángulo de las Bermudas de su incomunicación marital. El redactor jefe no le hacía caso, y el tema quedaba cerrado. Punto.

Con gesto autoritario, Packer apuntó con el mando a distancia. Subió el volumen, y el ubicuo Webb miró la cámara de una manera que Packer supo que significaba problemas.

—¡Mierda! —exclamó Packer, accionando la palanca de su asiento al tiempo que se incorporaba.

«… hoy, en un momento de rara, por no decir chocante franqueza —explicó Webb con su sincera expresión—, el alcalde Charles Search ha dicho que debido a los asesinatos múltiples de la Viuda Negra, ha descendido un veinte por ciento el beneficio de los hoteles y restaurantes, y que él tampoco se sentiría seguro conduciendo de noche por el centro. El alcalde ha suplicado a los ciudadanos que ayuden a la policía a atrapar al asesino que ha matado sin piedad a cinco…»

Packer ya estaba marcando un número de teléfono. La bolsa de patatas fritas le cayó del regazo y el contenido quedó esparcido sobre la alfombra.

«… un individuo al que el FBI ha calificado de psicópata sexual, un asesino múltiple que no se detendrá…», proseguía Webb.

—¿Oyes eso? —exclamó Packer cuando Panesa se puso al teléfono.

—Lo estoy grabando —dijo, en un tono homicida que Packer rara vez oía—. Esto tiene que acabar.

20

Brazil nunca veía televisión porque su madre monopolizaba el aparato que tenía en casa, y no frecuentaba los muchos bares deportivos de Charlotte, en los que había pantallas en todos los rincones. No sabía nada de lo aparecido en el noticiario de las once aquel martes por la noche, y nadie lo había llamado por el busca ni lo había molestado. Todo estaba tranquilo mientras corría por la pista de Davidson en completa oscuridad, casi a medianoche, sin ningún otro sonido que su propia respiración y los pies golpeando el suelo. Por complacido que estuviera con sus sorprendentes e imparables éxitos periodísticos, no podía decir que fuera feliz.

Otras personas estaban consiguiendo gran parte del mismo material que él. A Webb, por ejemplo, independientemente de lo informativo o conmovedor que fuera el reportaje, lo que de verdad le importaba era que fuera una primicia. A decir verdad, sin embargo, últimamente Brazil no conseguía primicias. Lo parecía porque todo lo que escribía acababa siempre en primera plana y cambiaba la opinión pública y movía muchos hilos. A Brazil le habría gustado pasar el resto de su vida escribiendo artículos de ese estilo, y nada más. En realidad los premios no importaban demasiado. Pero era una persona realista. Si uno de esos días se adelantaba a todos sus colegas en una cita, una revelación o un escenario del crimen, tal vez dejarían de pagarle por escribir.

Llegado ese punto, podría hacerse policía, pensó, y su mente volvió de nuevo a West, que lo había desplazado de un terreno seguro y lo había mandado a un oscuro, enrevesado y punzante matorral que le dolía y lo frustraba cuanto más intentaba salir de él. Corrió más deprisa, ceñido a los postes de las porterías, pasando ante gradas vacías colmadas con los recuerdos de juegos, la mayor parte perdidos, durante noches de otoño en las que normalmente había estado estudiando o caminando por el campus lleno de escarcha bajo las estrellas que pretendía describir como nadie había hecho hasta entonces. Clavaba la barbilla en la sudadera, camino de la biblioteca o de algún rincón escondido de la sala de estudiantes, para terminar un trabajo de clase o un poema, sin querer que lo vieran las parejas que pasaban.

Aunque West no hubiera querido jugar a tenis, no tenía por qué ponerse tan dura, a no ser que lo aborreciese. «Olvídalo.» Le persiguió la voz de West pronunciando aquella despiadada palabra, y se puso a correr más deprisa. Los pulmones empezaban a arderle, se encendían por los bordes mientras sus piernas se estiraban para llegar más lejos y el sudor dejaba marcas en la pista. Intentó dejar atrás aquella voz y a la persona a quien pertenecía, mientras la ira le impulsaba por la noche y más allá de la línea de cincuenta yardas. Cuando redujo la marcha, las piernas no lo sostuvieron y cayó en la hierba fría y mojada. Se tumbó boca arriba, jadeante, con el corazón a punto de salirle por la boca. Tuvo la premonición de que iba a morir.

Virginia West se sentía igual. Estaba tumbada en la cama, con las luces apagadas, y una botella de agua caliente junto al cuerpo mientras las contracciones la preparaban para un parto, cuando no había razón que lo justificara. Desde que tenía catorce años se había puesto de parto cada mes, con algunos episodios peores que otros. En ocasiones, el dolor la dejaba tan débil que tenía que abandonar la escuela, una cita o el trabajo e irse a casa, soltando alguna mentira sobre lo que le ocurría, entre toma y toma de Midol. Después de que un malhumorado Raines la hubiera dejado de aquel modo, West había tomado cuatro Motrines, un poco demasiado tarde. ¿No le había dicho la doctora Bourgeois que tomase doscientos miligramos de ibuprofén cuatro veces al día, tres días antes de que empezaran los problemas, para poder prevenirlos? «Y cuidado con los cortes y con las hemorragias nasales, ¿eh, Virginia?» Como era habitual, West había estado demasiado ocupada para preocuparse de algo tan trivial como su salud.
Niles
reconoció la emergencia cíclica y respondió enroscándose a su lado para darle calor. Estaba contento de que no se fuera a ningún sitio y de no tener que compartir la cama con nadie más.

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