El Avispero (19 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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—¿Qué? —preguntó Brazil, desconcertado—. ¿Cómo…?

Pero el coche patrulla ya se alejaba.

—No importa a quién releve en tráfico —decía Goode mientras se rendía a la comida con la esperanza de que ésta se rindiera a ella—. No lo quiero. Es un espía; de la CIA, del KGB, llamadlo como queráis.

—Pero ¿qué tontería es ésta? —West puso a un lado el plato—. Por el amor de Dios…

Hammer no dijo nada y echó una ojeada al restaurante para ver si reconocía a alguien. El crítico de libros del
Observer
y un redactor de la casa almorzaban allí, pero no juntos. Hammer no se fiaba de ninguno de ellos. Judy Hammer no había pasado ni un minuto con Andy Brazil, pero consideró que tal vez no fuese mala idea. Sonaba interesante.

Cuando aparecieron a paso lento las carrozas fúnebres, de un negro brillante y llenas de candelabros encendidos, Brazil observó su formidable aproximación mientras pugnaba por mantener cerrada su calle secundaria y seguía indicando a los coches que dieran media vuelta. La inacabable comitiva fúnebre pasó con precisión y dignidad mientras cientos de personas que esperaban a los cofrades y sus ciclomotores tomaban refrescos, miraban y agitaban la mano. No era aquello precisamente lo que esperaban cuando habían salido de casa por la mañana para disfrutar de un poco de entretenimiento gratis, pero allí estaban e iban a aceptar lo que les cayera.

En el interior de una limusina negra Lincoln Continental con el interior de cuero blanco, televisión y vídeo, el hermano del difunto y la viuda, vestidos de domingo, miraban por las ventanillas de cristales ahumados. Estaban impresionados por la cantidad de gente que llenaba la calle para presentar sus respetos. Muchos habían traído comida, bebidas, niños y banderitas americanas. Todos agitaban las manos y daban vítores, como tenía que ser cuando uno cruzaba al otro lado y acudía a los brazos amorosos de Dios.

—No tenía idea de que Tyvola tuviera tantos amigos —comentó el hermano, lleno de asombro mientras devolvía los saludos.

—Y ha acudido toda esa policía. —La viuda también devolvió los saludos, con timidez.

Brazil hizo sonar el silbato y estuvo a punto de ser arrollado por un anciano en un Dodge Dart, que al parecer no entendía que un policía con los brazos al frente y mostrando ambas palmas era una sugerencia para que el conductor detuviese su vehículo. No parecía que la caravana ininterrumpida de limusinas, coches y carrozas fúnebres —todas negras con candelabros encendidos— enviase ningún mensaje directo a Howie Song, el ocupante del Dart. Para entonces Song ya tenía medio coche en el cruce, con una cola de vehículos pegados unos a otros detrás de él. No podía retroceder un palmo si antes no lo hacían los demás.

—¡No se mueva! —advirtió Brazil al impaciente anciano, que tenía la radio conectada al máximo volumen con música de
country and western.

Brazil colocó tres conos de tráfico delante del Dart, pero en el instante en que se apartó para indicar a los demás coches que retrocedieran, los conos salieron despedidos como bolos. Song accedió al bulevar en su Dart, convencido de que los vehículos fúnebres, lentos y pesados, lo dejarían cruzar para llegar a la tienda de herramientas.

«Eso es lo que tú te crees», pensó Chad Tilly, director de la funeraria Tilly Family, que tenía fama por su edificio con aire acondicionado, sus lujosos salones para velatorios y sus ataúdes de calidad. Por desgracia su gran anuncio en las páginas amarillas quedaba justamente debajo de otro de Control de Hongos y Mohos. La secretaria de Tilly siempre le decía a la gente que llamaba que, pese a que en el negocio funerario tenían parecidas preocupaciones, no podían resolverle los problemas de humedades en el sótano o de las bombas de sumidero, por ejemplo.

Tilly había sido chófer en más comitivas fúnebres de las que podía recordar. Era un hombre de negocios que no había conseguido sus anillos y sus buenos trajes a base de esfuerzo. No sólo no permitió que aquel pequeño delincuente a bordo del destartalado Dodge azul pasara entre la comitiva sino que cogió el transmisor de radio y levantó la antena del coche.

—Flip —dijo a su segundo en la empresa.

—Le recibo, jefe.

—Frena aquí mismo —le ordenó Tilly.

—¿Está seguro?

—Siempre lo estoy —dijo Tilly.

Toda la hilera de coches negros se detuvo, con los intermitentes conectados. Ahora, el Dart no podía cruzar el bulevar y Song quedó momentáneamente perplejo. Se detuvo también, demasiado rato como para que un policía abriera la puerta y sacara del coche al viejo gruñón.

Tilly volvió a la radio.

—Flip, adelante —ordenó, riendo para sus adentros.

No puede decirse que Hammer estuviera entretenida mientras se retocaba el lápiz de labios después del almuerzo y oía cómo sus dos jefas ayudantes se lanzaban pullas.

—Yo estoy a cargo de Patrullas —proclamó Goode en el salón del Carpe Diem, como si el nombre del restaurante se aplicara a ella—. Y ese Brazil no subirá a mis coches. Sólo Dios sabe qué dirá en el periódico. Si tanto entusiasmo te inspira, que vaya con tu gente.

Hammer sacó la polvera y miró el reloj.

—En Investigaciones nunca llevamos acompañantes. Nunca —replicó West—. Va contra la política del departamento y siempre ha sido así.

—¿Y lo que propones, no? —preguntó Goode.

—Acompañantes y voluntarios llevan subiendo a las patrullas desde que estoy aquí —le recordó West con voz tensa.

Hammer sacó la cartera y estudió la cuenta.

—Me pregunto si hay algún asunto personal en todo esto —continuó Goode.

West sabía perfectamente a qué se refería aquella desgraciada. Todo el departamento había tomado debida nota de que Andy Brazil era un hombre bastante atractivo, y West nunca había tenido fama por sus citas o salidas con pareja. La teoría que circulaba en aquellos momentos era que había encontrado un chico objeto ya que no podía conseguir un hombre. Hacía tiempo que había aprendido a no prestar oídos a tales chismorreos.

—La principal cuestión —decía Goode— es que los voluntarios no suelen ir como compañeros de una jefa ayudante que no ha efectuado una detención ni ha puesto una multa en quince años. Probablemente el joven no está nada seguro en las calles con alguien como tú.

—Hemos manejado algunas situaciones mucho mejor que los de Patrullas —aclaró West.

Hammer ya había oído suficiente.

—Verás lo que vamos a hacer —dijo—. Virginia, voy a autorizar que patrulles con él. Es una idea interesante. Podemos aprender algo nuevo. Probablemente yo debería haber hecho lo mismo hace mucho tiempo.

Dejó dinero en la mesa. West y Goode hicieron lo propio. Hammer taladró con la mirada a Goode.

—Tú harás cuanto puedas por colaborar —le dijo Hammer.

La mujer se levantó con frialdad y se volvió hacia West para una última observación.

—Espero que no haya problemas. Recuerda que tu rango no está clasificado.

—El tuyo tampoco —le dijo Hammer a Goode—. Puedo despedirte sin motivo. Simplemente, así. —Chasqueó los dedos. Le habría gustado que Goode se hubiera dedicado a cualquier otra profesión. Tal vez a pompas fúnebres.

9

Chad Tilly habría podido emplear a otro agente de entierros en aquel preciso momento. Había superado brillantemente en la maniobra al Dodge Dart y al viejo conductor camicace con su música de
country and western.
El director de la funeraria había ganado aquella ronda sin esfuerzo, pero Tilly también tenía experiencia en que cuando se relajaba y no vigilaba era cuando le daban una buena patada en el trasero. Tilly volvió a tentar su suerte cuando decidió liar un cigarrillo y ocuparse de la radio al mismo tiempo.

Tilly no advirtió la presencia del chico rubio de uniforme, desarmado, que de pronto detenía la comitiva y obligaba a la limusina de cabeza a salirse de la calzada al tiempo que aparecía en el horizonte nada menos que una carroza fúnebre con aspecto de carroza del Cuatro de Julio. Aquello era asombroso, increíble. Tilly pisó el freno y en aquel mismo instante quedó de relieve la impericia de su ayudante para cerrar como era debido la compuerta trasera del coche fúnebre. El ataúd de color cobre con gruesos acolchados interiores de satén golpeó el tabique interior y rebotó en sentido contrario como una bala de aleación ligera. El ataúd y su ocupante se deslizaron a la calzada y continuaron su marcha, pues quiso la suerte que la comitiva se encontrara, en aquellos momentos, en una pequeña cuesta.

Brazil no estaba preparado para afrontar una situación semejante y acudió a la radio en un abrir y cerrar de ojos mientras una segunda carroza aparecía a la vista. Aquello era horrible. Y sucedía en su cruce. Podían responsabilizarlo a él. Con las axilas empapadas de sudor y el corazón fuera de control, intentó contener el desastre mundial. Hombres de trajes oscuros y numerosos anillos y coronas de oro en los dientes salían airados de las limusinas y perseguían un reluciente ataúd de metal galvanizado que huía bulevar abajo. ¡Oh, Señor, no! Brazil hizo sonar el silbato y detuvo todo el tráfico, carrozas inclusive. Echó a correr tras el ataúd, que seguía su viaje en solitario. La gente miraba al policía que corría tras él. Los espectadores lo animaban.

—Yo lo cogeré —gritó Brazil a los hombres trajeados, y aceleró la carrera.

La persecución a pie fue breve, el orden quedó restablecido, y un atildado caballero que se identificó como señor Tilly dio las gracias formalmente a Brazil, para que todos lo oyeran.

—¿Puedo hacer alguna cosa más para ayudar? —planteó Brazil, el policía dedicado a la comunidad.

—Sí —dijo con un vozarrón el director de la funeraria—. Saque esas malditas carrozas de nuestro camino.

Las carrozas se apartaron para dejar sitio, y nadie se movió un centímetro durante una hora entera. Ningún espectador se fue a casa, e incluso llegaron más cuando se difundió la noticia. Fue el mejor Día de la Libertad de la historia de Charlotte.

Goode, jefa de Patrullas, no compartía semejante entusiasmo pues el control del tráfico era responsabilidad suya, y la historia de un ataúd fugitivo no era precisamente lo que quería oír en los noticiarios de la tarde. Era un asunto que se proponía resolver en persona, pero eso no sería hasta que oscureciese. A continuación recogió su bolso de piel fina y suave y se encaminó al aparcamiento, en el que tenía una plaza reservada por la que la ciudad pagaba diecinueve dólares al mes. Prefería conducir su coche personal para ir y volver del trabajo, y subió a su Miata negro.

Abrió el bolso, sacó el frasco de Obsession y se perfumó estratégicamente. Después se cepilló los dientes en seco, se retocó el peinado y puso el coche en marcha atrás, encantada con el ronroneo del motor debajo de ella. Se encaminó a Myers Park, el barrio más antiguo y más rico, donde las enormes mansiones de techos de pizarra recogían sus faldas de adoquines en torno a ellas para no ser salpicadas por los elementos más sucios de la ciudad.

La iglesia metodista de Myers Park era de piedra gris y se alzaba en el horizonte como un castillo. Goode no había acudido nunca a un servicio en aquel templo, pero conocía muy bien el aparcamiento porque rendía culto en él con regularidad.

Brent Webb, en su descanso después del noticiario de las seis, se hallaba dentro del Porsche que ronroneaba bajo un gran magnolio en un rincón del fondo. Apagó el motor mientras su otro yo se ponía en marcha. Se apeó del coche, miró a un lado y a otro como si se dispusiera a cruzar la calzada y se deslizó en el interior del Miata de Goode.

Rara vez hablaban, salvo que ella tuviera una primicia que él debiera conocer. Los labios de ambos tocaron, chuparon, mordieron, sondearon e invadieron, como hacían sus lenguas y sus manos. Se llevaron el uno al otro más lejos de lo que habían hecho nunca, cada vez más primitivos y especiales, cada cual frenético por el poder del otro.

Webb tenía fantasías secretas de Goode en uniforme, blandiendo las esposas y el arma. A ella le gustaba verlo en televisión, cuando estaba sola en casa, y saborear cada una de las sílabas con las que él aludía a ella y la citaba en secreto ante el mundo.

—Supongo que estás al corriente del problema del ataúd. —Goode apenas podía hablar.

—¿Qué? —Webb nunca sabía nada que no fueran informaciones robadas o filtradas.

—Nada, nada.

Los dos respiraban profundamente mientras las Pointer Sisters saltaban en la radio. Se sobaron en el asiento delantero, maniobrando en torno al cambio de marchas lo mejor que pudieron. Tras el parabrisas frontal, el perfil iluminado de los rascacielos de la ciudad quedaba cercano y el edificio del USBank Corporate Center constituía un símbolo muy claro del buen humor de Webb. Éste desabrochó el sujetador de la mujer sin saber, como siempre, por qué se molestaba en hacerlo; luego imaginó la corbata de Goode, su cinturón de policía, y su excitación fue en aumento.

La agente Jenny Frankel también estaba excitada porque era joven y aún sentía entusiasmo por su trabajo. Buscaba los problemas, rogaba que se presentaran, casi lo suplicaba, de modo que cuando advirtió la presencia de dos coches detenidos en un remoto rincón del aparcamiento de la iglesia metodista de Myers Park, siguió el impulso de investigarlos. Para empezar, el ensayo del coro había sido el día anterior y los Alcohólicos Anónimos no se reunían hasta el jueves. Además había camellos por todas partes. Amenazaban con apoderarse del lugar. Y una mierda, se decía ella. La agente estaba decidida a rescatar la ciudad, a devolverla a los hombres y las mujeres honrados y trabajadores, aunque fuera lo último que hiciese en la vida.

Entró en una zona en sombras y detuvo el coche, lo bastante cerca como para advertir un movimiento en el asiento delantero del Miata negro último modelo que, por alguna razón, le resultó vagamente familiar. Frankel sospechó por la longitud de los cabellos que las siluetas móviles correspondían a dos hombres. Marcó los números de matrícula en el terminal del departamento de Vehículos a Motor y esperó pacientemente mientras los dos tipos se besaban, se acariciaban y se chupaban. Cuando en la pantalla del terminal apareció la información del departamento de Vehículos a Motor sobre la jefa ayudante Goode y Brent Wood, Frankel se apresuró a abandonar la zona. Frankel no le comentó a nadie lo que había visto esa noche; sólo a su sargento, con quien salía a tomar una copa varias veces por semana. El sargento también se lo dijo sólo a una persona, y así continuó el asunto, discretamente.

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