—Y déjeme decirle algo, jueza —continuó la señora Martino—. Reconozco los juegos cuando los veo y cada vez que usted podría dejar que estas pobres señoras tan ocupadas se marcharan, se niega a hacerlo y dice: no, imposible, no, hummm. —Sacudió la cabeza, abrió las piernas y agitó los brazos—. ¿Por qué quiere hacer eso a gente que ayuda, a gente que intenta que las cosas sean distintas? Es una desgracia, eso es exactamente lo que es.
Cuando lo trajeron de la cárcel, John Martino iba vestido de naranja Mecklenburg y pantalones. Alzó la mano derecha y juró decir la verdad una vez más en su vida. Hammer se había enderezado en su asiento, llena de sincera admiración por la señora Martino, que no tenía ninguna intención de que nadie la hiciera callar, y de hecho, en ese momento que había aparecido su hijo, justo empezaba a hablar. West se preguntaba fascinada cómo la jueza Vaca iba a librarse de aquel desastre. ¡Ja! West contuvo la risa, y de repente se sintió al borde de la histeria y súbitamente acalorada. El ayudante del fiscal sonrió y el reportero Nicks se puso a escribir frenéticamente en su bloc de notas.
—¿Quiere que me siente, jueza? —La señora Martino se acercó más al estrado y se llevó las manos a las firmes caderas—. Mire, le diré una cosa. Haga lo que debe. Vea el caso de Johnny ahora mismo. Escuche a ese capullo mentiroso, ladrón y culpable. Y luego deje marchar a esas buenas señoras que hacen el bien para que salven más vidas, más gente que no puede ayudarse a sí misma, y nos libren del mal.
—Voy a ver el caso, señora —intentó explicar la jueza Bovine—. Eso es lo que vamos a…
Pero la señora Martino tenía muy claro cómo quería que fueran las cosas. Se volvió y echó una mirada a Johnny.
—Y díganme ahora —abrió los brazos como si quisiera abarcar toda la sala—, ¿hay alguien aquí que pretenda pasar delante de estas señoras? —Miró alrededor y percibió el silencio. No vio alzarse ninguna mano—. ¡Hablen ahora! —exclamó—. Bien, ¿queremos dejar libres a esas señoras?
La sala prorrumpió en vítores y aplausos. La gente entrechocaba la mano por Batman y Robin, que no podían hacer otra cosa que mirar entusiasmadas.
—Johnny Martino, ¿cómo se declara de diez acusaciones de robo a mano armada? —preguntó a gritos el ayudante del fiscal.
La juez Bovine apretó los dientes, y una manga de la toga se agitó, vacía e inútil, cuando presentó sus objeciones, con las piernas cruzadas.
—Culpable —murmuró Johnny.
—¿Qué dice la acusación? —susurró la jueza, apurada.
—El señor Martino tomó un autobús Greyhound el 11 de julio a las trece horas diez minutos —dijo el ayudante del fiscal a modo de resumen—. Atracó a diez pasajeros a punta de pistola antes de ser reducido y detenido por la jefa Judy Hammer y por la ayudante de la jueza, Virginia West.
—¡Batman! —gritó alguien.
—¡Robin!
Los vítores se reanudaron. La jueza Bovine no podía aguantar más. Habría llamado al sheriff para que interviniera pero tenía unos asuntos más apremiantes. Había sido educada y cortés, había mostrado buenos modales… y había perdido el control de la sala. Eso era lo primero. Alguien tenía que pagarlo. Bien podía ser el hijo de puta que había causado todo aquello al subirse a aquel puñetero autobús.
—El estado acuerda sentenciar al acusado por diez delitos —anunció la jueza rápidamente y sin ningún intento de teatralidad—. El acusado ya es reincidente y recibirá por cada uno de los diez cargos una sentencia de setenta a noventa y tres meses, con un total de setecientos a novecientos treinta meses. El tribunal hará un descanso hasta la una. —Recogió la toga con una mano y salió corriendo mientras el señor Martino comprobaba las matemáticas de la jueza.
El reportero Nicks volvió a toda prisa a South McDowell Street, donde se podía oír en el 96,9 el programa de noticias y «favoritos de siempre». Era poco frecuente que su emisora diera primicias, noticias espectaculares, avances o filtraciones, como para dar a entender que un público de música country no votaba ni se preocupaba de la delincuencia o de querer a los camellos de crack en la cárcel. El asunto era que ningún funcionario municipal, ningún «garganta profunda», se había molestado nunca en pensar en Nicks cuando algo se torcía. Era su día de suerte y bajó de su Chevelle del 67 con tantas prisas que tuvo que volver atrás dos veces para recoger el cuaderno de notas y para cerrar las puertas.
El sensacional drama cortesano de los cruzados con capa sentados en el banquillo mientras el bufón del juez los hacía objeto de bromas encrespó las ondas. El asunto rebotó de centro emisor en centro emisor a lo largo de las dos Carolinas. Don Imus la recogió, la embelleció como sólo él sabía hacerlo, y Paul Harvey contó el resto de la historia. Mientras Hammer iba y venía a la unidad de cuidados intensivos especiales sin apenas enterarse de nada, West conducía por las calles de Charlotte en busca de Brazil, a quien no había visto desde el jueves. Y ya era sábado por la mañana.
Packer estaba de nuevo fuera con el perro cuando llamó West. Se puso al teléfono, malhumorado y perplejo. Tampoco había oído nada de Brazil. En Davidson, la señora Brazil roncaba en el sofá de la sala de estar, dormida como de costumbre ante la tele, que retransmitía el servicio religioso de la iglesia baptista de Northside. El teléfono sonaba machacón en la mesilla auxiliar, junto a un cenicero rebosante y una botella de vodka. West pasaba ante el edificio Knight-Ridder cuando apagó el móvil con gesto de frustración.
—¡Maldita sea! —masculló—. ¡Andy! ¡No hagas eso!
La señora Brazil apenas abrió los ojos. Creía haber oído algo y consiguió incorporarse un par de centímetros. Un coro con estolas azules y doradas lanzaba alabanzas al Señor. Tal vez era aquello lo que había oído. Alargó la mano para coger el vaso y éste tembló violentamente mientras la mujer apuraba el trago que había iniciado la noche anterior. La señora Brazil se dejó caer de nuevo en los viejos y apelmazados cojines del sofá y la poción mágica le calentó la sangre y la transportó a aquel lugar nada especial. Tomó otro trago y se dio cuenta de que andaba escasa de carburante y no quedaba nada abierto, salvo el Quick Mart. Pasado el mediodía podría conseguir cerveza o vino, seguramente. ¿Por dónde andaba Andy? ¿Había estado entrando y saliendo mientras ella dormía?
Cuando llegó la noche, West se quedó en casa y no quiso saber nada de nadie. Tenía una opresión en el pecho y era incapaz de permanecer mucho rato sentada en una postura o concentrada en algo. Raines llamó varias veces. La mujer no quiso descolgar cuando oyó su voz en el contestador. Al parecer Brazil se había esfumado, y West apenas podía concentrarse en otra cosa. Aquello era una locura. Sabía que el reportero no cometería ninguna estupidez. Pero volvieron a acosarla los horrores que había visto en su vida profesional.
Había trabajado en sobredosis de drogas y en suicidios por arma de fuego que sólo se habían descubierto cuando los cazadores habían vuelto a los bosques. Evocó imágenes de coches cubiertos por las aguas clandestinas de lagos y ríos hasta que el deshielo primaveral y las lluvias persistentes habían dejado a la vista a quienes habían tomado la decisión de no seguir viviendo.
Incluso Hammer, con todos sus problemas y preocupaciones, había contactado con West en varias ocasiones para expresar su inquietud por lo sucedido a su joven voluntario desaparecido. Hasta el momento, el fin de semana de Hammer había transcurrido en la habitación de la unidad de cuidados intensivos y había mandado a buscar a sus hijos mientras el padre se adentraba cada vez más en los recovecos más umbríos. Seth contempló a su esposa con ojos apagados cuando ella entró en la habitación. Permaneció callado.
Seth no coordinaba pensamientos completos, sino que percibía retazos de recuerdos y de sensaciones no expresadas que podrían haber formado un compuesto coherente si hubiera sido capaz de articularlos. Pero estaba débil, sedado e intubado. Durante los raros momentos de lucidez a lo largo de unos días que no podía mensurar, cuando podría haberle dado a Hammer suficientes indicios como para interpretar sus intenciones, el dolor lo clavaba a la cama. Siempre lo vencía. Seth contemplaba entre lágrimas a la única mujer a la que había amado. Estaba muy cansado. Muy afligido. Había tenido tiempo para pensarlo.
«Lo siento, Judy. Desde que me conociste, no he podido evitar nada de esto. Lee mis pensamientos, Judy. No puedo expresarlo. Estoy tan agotado… No dejan de cortarme pedazos, y no sé lo que queda. Te he castigado porque no podía recompensarte. Y ahora, mira. ¿De quién es la culpa, después de todo? Tuya no. Ojalá me cogieras de la mano.»
Hammer estaba sentada en la misma silla y contemplaba a su marido, con quien llevaba treinta y seis años. Tenía las manos atadas a los lados para que no pudiera arrancarse el tubo de la tráquea. Estaba de costado y tenía un color engañosamente bueno, que no se debía a nada que él hiciese sino al oxígeno, y a su mujer aquello le resultó irónicamente típico. Seth se había sentido atraído por su fuerza y por su independencia; después la había aborrecido por su manera de ser. Quiso tomarle la mano, pero lo vio tan frágil e inflexible, tan atado con tubos, vendajes y correas, que no se atrevió.
Se inclinó hacia él y apoyó la mano en su antebrazo mientras los ojos apagados de Seth parpadeaban y miraban con aire soñoliento y lacrimoso. Hammer estaba segura de que, en su subconsciente, su marido sabía que estaba allí con él. Pero era improbable que registrara gran cosa. Bisturíes y bacterias habían arrasado sus posaderas y ahora gangrenaban los muslos y el abdomen. El hedor era horrible, pero Hammer ya no lo notaba.
—Seth —dijo con voz serena e imperiosa—, quizá no me oyes, pero si por casualidad puedes hacerlo, quiero decirte varias cosas… Tus hijos están de camino. Cuando lleguen esta tarde, vendrán directamente al hospital. Están bien. Yo me quedo aquí. Todos estamos apenados y llenos de preocupación por ti.
Él pestañeó, con la mirada perdida, pero no se movió y continuó respirando oxígeno mientras los monitores registraban la presión sanguínea y el pulso.
—Siempre he cuidado de ti —continuó Hammer—. Siempre te he querido a mi manera, pero hace tiempo que me di cuenta de que te sentías atraído hacia mí para poder cambiarme. Y yo me sentía atraída hacia ti porque pensaba que seguirías siendo igual. Ahora me parece una idea bastante ridícula. —Hizo una pausa y notó una palpitación cuando los ojos de Seth le devolvieron la mirada—. Hay cosas que podría haber hecho de otra manera y mejor. Debes perdonarme, y debo perdonarme a mí misma. Debes perdonarme, y perdonarte a ti mismo.
Él no estaba en contra de tal cosa y deseaba tener el medio de indicar lo que pensaba y sentía. Su cuerpo era algo desconectado, roto, plagado de bacterias. Pulsó interruptores en su cerebro y no sucedió nada. Todo ello porque bebía demasiado en la cama, jugando con una pistola para castigarla.
—Continuemos a partir de aquí —dijo la jefa Judy Hammer y contuvo las lágrimas con el pestañeo—. ¿Te parece bien, Seth? Dejemos todo esto atrás y aprendamos de ello. Avancemos. —Le costaba expresarlo—. La razón de que nos casáramos termina por no tener importancia, apenas. Somos amigos, compañeros. No existimos para procrear ni para perpetuar interminables fantasías sexuales entre nosotros. Estamos aquí para ayudarnos a llegar a viejos y a no sentirnos solos. Como amigos.
Hammer cerró la mano en torno al brazo de Seth.
En los ojos de éste aparecieron unas lágrimas. Fue la única señal que dio y su esposa se desmoronó. Hammer estuvo llorando durante media hora mientras los signos vitales de Seth se debilitaban. Los estreptococos A rezumaban toxinas en torno a su alma, y no importaban en absoluto todos aquellos antibióticos e inmunoglobulinas y vitaminas que suministraban a su rollizo huésped. Para la enfermedad que tenía, Seth era un pollo asado. Era carroña en la autopista de la vida.
Randy y Jude entraron en la habitación de la unidad de cuidados intensivos especiales de su padre a las seis y cuarto y no llegaron a verlo consciente. Probablemente Seth no se enteró de que los tenía en torno a su lecho, pero bastó con saber que venían.
West pasó ante el Cadillac Grill, el Jazzbone's, y finalmente se encaminó a Davidson tras decidir que Brazil podía estar oculto en su propia casa y que no atendía al teléfono. Se detuvo en el erosionado camino particular de la casa y le chocó que allí sólo se viera el feo Cadillac. West se apeó del coche policial. Las hierbas crecían en las grietas de la pared de ladrillos que la condujo a la puerta principal. Llamó al timbre varias veces y después lo hizo con los nudillos. Por último, exasperada, dio unos enérgicos golpes en la puerta con la porra.
—¡Policía! ¡Abran!
Así estuvo un rato, hasta que se abrió la puerta y asomó, con su mirada nublada, la señora Brazil. La mujer se agarraba al marco para mantener el equilibrio.
—¿Dónde está Andy? —preguntó West.
—No lo he visto. —La señora Brazil se llevó una mano a la frente con los ojos entrecerrados, como si el mundo fuera perjudicial para su salud—. Estará en el trabajo, supongo —murmuró.
—No, y no ha aparecido por allí desde el jueves —respondió West—. ¿Está segura de que no ha llamado ni ha dicho nada?
—Yo estaba durmiendo.
—¿Y el contestador? ¿Lo ha comprobado?
—Tiene cerrada su habitación. —La señora Brazil quería volver al sofá—. No puedo entrar.
Pese a que no llevaba encima su cinturón de herramientas, West seguía siendo capaz de entrar en casi todas partes. Desmontó la cerradura y a los pocos minutos estuvo dentro de la habitación de Brazil. La señora Brazil volvió a la sala y depositó su cuerpo hinchado e intoxicado en el sofá. No quería entrar en la habitación de su hijo. Él no la quería allí de ninguna manera y por eso le había impedido entrar durante años, desde que la acusara de cogerle dinero del billetero que guardaba bajo los calcetines. También la había acusado de revolver entre los papeles de la escuela. La había culpado de que se cayera su trofeo del campeonato estatal de tenis para menores de dieciocho años, que había quedado abollado y con la figurilla rota.
La luz roja del contestador parpadeaba junto a la cama doble de Brazil, perfectamente hecha con su sencilla colcha verde. West pulsó el botón de reproducir, contempló los trofeos de bronce y de plata de las estanterías y diversos premios académicos y creativos que el joven no se había molestado nunca en enmarcar sino que había colgado de las paredes con chinchetas. Bajo una silla había un par de zapatillas de tenis Nike de piel, con las punteras gastadas, una de costado y otra plana; West experimentó una sensación dolorosa al verlas. Durante un momento se sintió dolida, inquieta e incómoda. Evocó la manera de mirarla de Brazil con aquellos ojos azules que no se apartaban nunca. Recordó su voz por la radio del coche y su manera peculiar de probar el café con la punta de la lengua, lo cual no era una manera demasiado inteligente de determinar si algo estaba demasiado caliente, como ella le había dicho repetidas veces. Las primeras tres llamadas del contestador eran de alguien que colgaba sin dejar mensajes.