Goode estaba llena de confianza y de orgullo y no vio motivo para ponerse el uniforme o un traje que sugiriese respeto y consideración hacia su afligida jefa. Así pues volvió al centro vestida con el pantalón corto de color caqui y la camiseta que había llevado todo el día mientras esperaba a Webb, el cual estaba ocupado en sus trabajos en el jardín, vigilado de cerca por su esposa en los últimos tiempos. Goode aparcó el Miata en el lugar que tenía asignado y se mostró más arrogante de lo habitual con todas las personas con las que se encontró mientras cogía el ascensor hasta el tercer piso, en el que tenía un despacho bien montado a poca distancia de la suite que pronto sería suya.
Cerró la puerta y empezó su rutina habitual de marcar el número de Webb y colgar si se ponía alguien que no fuese el guapo reportero. En su teléfono de la policía, Goode tenía un sistema que codificaba señales y con el que los identificadores de llamada no servían de nada. Se disponía a colgar el aparato tras oír la voz de la mujer de Webb cuando la puerta de su despacho se abrió de repente y entró la jefa Hammer, hecha una furia. La primera reacción de Goode fue de asombro al advertir lo atractiva que estaba su jefa con el conjunto gris. Su segunda y última reacción fue la de pensar que Hammer no parecía estar de luto mientras avanzaba con paso decidido hasta el escritorio y cogía la placa de bronce con el nombre de la jefa ayudante.
—Estás despedida, Goode —le dijo en un tono de voz que no admitía replica—. Entrégame la insignia y la pistola. Y quiero que vacíes el escritorio ahora mismo. Déjame que te ayude a empezar.
Hammer tiró la placa a la papelera. Se volvió sin mirarla y salió de la oficina. Hammer era una furia avanzando por los pasillos de su departamento y sin embargo se mantuvo amigable en sus saludos y asentimientos con la cabeza a los agentes con los que se encontraba. La radio ya había divulgado la noticia de la muerte de su marido, y los miembros del Departamento de Policía estaban abrumados de dolor y mostraban un respeto recién descubierto por su jefa. Pese al trance por el que había pasado, se había presentando en el departamento y no iba a dejarlos en la estacada. Cuando un sargento vio que Goode salía disimuladamente hacia su coche con su despacho metido en cajas y bolsas, todo el mundo lo celebró en las zonas de actuación de Adam, Baker, Charlie y David y en la sección de Investigaciones y Apoyo. Los policías entrechocaron las manos unos con otros en el aparcamiento y en la sala de Asignación de tareas. El capitán de guardia encendió un puro pestilente en su despacho de no fumadores.
Brazil recibió la buena nueva por el busca mientras estaba en el aparcamiento cambiando el aceite del coche. Entró y marcó el número particular de West.
—Bond no volverá a molestarte. —West intentó mantener la frialdad pero estaba profundamente orgullosa de sí misma—. Y Goode no volverá a robarte los artículos de esa desgraciada para filtrárselos a Webb.
Brazil quedó perplejo y extasiado.
—¡No puede ser!
—Sí. Ya está hecho. Hammer ha despedido a Goode, y Bond se encuentra en un estado de parálisis.
—¿Era Bond quien hacía las llamadas? —A Brazil aquello le resultaba incongruente.
—Sí.
El periodista sintió una extraña decepción al saber que no era una persona más dinámica y atractiva quien tenía tales ideas respecto a él.
West se dio cuenta de ello y le comentó:
—No estás enfocando este asunto como es debido.
—¿Enfocando qué? —disimuló.
—Andy, veo cosas como ésta continuamente, no importa si es un hombre o una mujer quien lo hace, pero las mujeres no suelen descararse, de modo que por lo menos puedes agradecer eso —explicó ella—. Aquí no hablamos de sexo ni de sentirse atraído por alguien de una manera normal. Aquí hablamos de control y de poder, de degradación. Es una forma de violencia, realmente.
—Todo eso ya lo sé —replicó él.
Pero seguía deseando que su agresora verbal hubiera sido alguien un poco más atractiva, y no pudo evitar preguntarse qué tenía él para provocar a gente como el chiflado del túnel de lavado y ahora a Brenda Bond. ¿Por qué? ¿Acaso emitía señales que les hacían pensar que podían aprovecharse de él? Seguro que nadie se atrevía a hacer una cosa así a West o a Hammer.
—Tengo que marcharme —dijo West, y Brazil se quedó decepcionado y furioso.
Volvió al cambio de aceite, ahora con prisas por terminar. Tenía una idea.
West también tenía una. Llamó a Raines, lo cual era totalmente inesperado y anormal. West no lo llamaba nunca a él ni a nadie, excepto a Brazil, y todos los que la rodeaban lo sabían y lo daban por hecho. Raines tenía la noche libre y le proponía pasar un vídeo de escenas divertidas de los deportes que acaba de salir y que había alquilado para el fin de semana. West pensaba en la pizza. Decidieron compartir sus respectivos planes sin problemas y Raines se dirigió a casa de West en su Corvette Stingray trucado, perfectamente equipado, negro sobre negro con faros antiniebla, techo de cristal ahumado y adhesivos en la ventanilla. Por lo general, West lo oía llegar desde lejos.
Brazil pensó que debería encontrar una manera de demostrar aprecio a West por haber resuelto la crisis de su vida. También se imaginó a ambos celebrándolo, ¿por qué no? Aquél era un gran día para los dos. Ella lo había librado a él de Bond y Webb, y el Departamento de Policía entero se había librado de Goode. Brazil apresuró la marcha hasta el Hop-In más próximo y escogió la mejor botella de vino que pudo encontrar en el frigorífico, un Dry Creek Vineyard 1992 Fume Blanc por nueve dólares y cuarenta cinco centavos.
Ella se sentiría sorprendida y complacida, y quizás él podría acariciar a
Niles
un rato. Quizá pudiese pasar un poco más de tiempo en casa de West y saber algo más de su vida. Tal vez ella lo invitara a ver juntos algún programa de televisión y a escuchar música, y los dos bebieran el vino en el salón, charlando y contando anécdotas de su juventud y de sus sueños.
Brazil se encaminó hacia Dilworth, rebosante de felicidad ante la perspectiva de que sus problemas se habían resuelto y de que tenía a una amiga como ella. Pensó en su madre, se preguntó qué haría y se alegró de que ya no pareciera tener tanta influencia sobre él. Ya no sentía que las decisiones de su madre se debían a lo que él hiciera o dejase de hacer por ella.
En la sala de estar de la casa de West, las luces estaban apagadas y la televisión conectada. Ella y Raines estaban en el sofá comiendo una Pizza Hut de tres pisos. Raines estaba suspendido en el borde de su asiento, con una Coors Light y enfrascado en su nueva cinta. Sin duda era la mejor que había conseguido; ojalá West le dejara verla sin distracciones. Ella estaba encima de él y lo besaba, lo mordisqueaba y pasaba los dedos por sus cabellos negros, rizados y abundantes. Lo estaba poniendo nervioso realmente y actuaba de forma impropia en ella.
—¿Qué coño te ha entrado? —dijo con aire ausente.
Raines intentó seguir mirando el vídeo mientras le acariciaba el cabello con el mismo entusiasmo creativo con el que
Niles
sobaba la moqueta.
—¡Vaya mate! ¡Ha hecho añicos el tablero! ¡Oh, mierda! ¡Ahhh! ¡Fíjate en eso! ¡Dios! ¡Justo al poste! ¡Qué pena…! —Raines se recostó en su asiento.
Los cinco minutos siguientes eran de imágenes de hockey sobre hielo. Al portero le metían un
stick
entre las piernas. Una pastilla rebotó en dos protecciones faciales y fue a golpear a un árbitro en la boca. Raines estaba entusiasmado. Nada le gustaba más que los deportes y las heridas, sobre todo si las dos cosas iban juntas. Con cada tragedia se imaginaba entrando en la cancha con su equipo médico y la camilla: Raines al rescate. West estaba desabrochándose la blusa. Se lanzó sobre él otra vez y le devoró la boca, desesperada. Raines dejó la pizza a un lado.
—¿Otra vez las hormonas? —Nunca la había visto tan frustrada.
—No lo sé.
West siguió desabrochándose botones y corchetes.
Se liaron a fondo en el sofá mientras
Niles
se mantenía en su santuario encima del fregadero. No era un gran amante el Hombre Neumático, como
Niles
llamaba a Raines, después de fijarse en algún anuncio de radiales en la hoja de papel de periódico de la caja donde hacía sus necesidades. El Hombre Neumático era ruidoso hasta lo ofensivo y nunca mostraba calor o aprecio por
Niles.
En algunas ocasiones, el Hombre Neumático había echado a
Niles
del sofá, y ésa habría sido una de tales ocasiones si
Niles
hubiera puesto a prueba su suerte, lo cual no hizo. Contempló con adoración a su distante y triste rey. «Yo te ayudaré, no temas. Mi dueña sabe lo del blanqueo de dinero. Es muy poderosa y te protegerá a ti y a todos los usbeceanos.»
Niles
sacudió una oreja al detectar otro ruido de motor. Éste era un ronroneo agradable y profundo que reconoció enseguida. Era el Hombre Piano, aquel humano simpático que pasaba los dedos por el espinazo y el costillar de
Niles
justo detrás de las orejas, hasta que el animal caía rendido de puro placer. El coche hizo vibrar los cristales de la ventana.
Niles
se desperezó, excitado porque el Hombre Piano parecía estar reduciendo la marcha detrás de la casa, donde había aparcado otras veces, en las escasas ocasiones en que se había detenido allí por la razón que fuera.
West y Raines no estaban en condiciones de recibir visitas cuando sonó el timbre de la puerta. En aquellos momentos Raines se encontraba totalmente concentrado en lo que hacía y se hallaba a escasos minutos, como mucho, de la victoria. Que alguien se atreviera a pasar por allí sin previo aviso era muy desconsiderado y molesto. Raines experimentó una furia asesina mientras se retiraba a su extremo del sofá, sudoroso y jadeante.
—Maldito hijo de puta —farfulló rabioso.
—Yo me encargo —dijo West.
Se levantó, cerró corchetes, subió cremalleras, abrochó botones y echó a andar mientras se peinaba con los dedos. Estaba hecha un desastre y cuando el timbre volvió a sonar, confió en que no fuera la señora Grabman, que vivía dos puertas más allá. La señora Grabman era una mujer agradable, bastante mayor, pero solía dejarse caer por allí todos los fines de semana que West estaba en casa para ofrecerle unas verduras de su huerto, como excusa para chismorrear y quejarse de alguien sospechoso del vecindario. West ya tenía una larga ristra de tomates maduros en la cocina y dos cajones llenos de calabacines, judías verdes, calabazas y pepinos en el frigorífico.
Preocupada por la seguridad, aunque nunca se había decidido a instalar una alarma antirrobo, West gritó desde el otro lado de la puerta:
—¿Quién es?
—Soy yo —se identificó Brazil.
Esperaba al pie de los peldaños del porche, con la botella de vino en una bolsa de papel marrón. Había creído que el viejo Corvette negro aparcado en la calle pertenecía a algún chico del barrio. No se le había pasado por la imaginación que Danny Raines pudiera conducir nada que no fuera una ambulancia. West abrió la puerta y Brazil se ruborizó al verla. Le ofreció la botella de vino.
—Pensé que al menos deberíamos hacer un brindis… —empezó a decir.
West le aceptó el vino con mano torpe, muy consciente de la reacción del joven a sus cabellos desordenados, a las marcas rojas del cuello y a la blusa a medio abotonar. La sonrisa de Brazil se desvaneció mientras sus ojos barrían la escena del crimen. Raines apareció detrás de la mujer y miró a Brazil desde lo alto de los peldaños.
—Eh, tío, ¿sabes una cosa? —Raines le dedicó una sonrisa—. Me gustan tus artículos…
Brazil volvió a su coche a la carrera como si alguien lo estuviera persiguiendo.
—¡Andy! —gritó West a su espalda—. ¡Andy!
Bajó los peldaños corriendo mientras el BMW de Brazil salía con un rugido a la calle iluminada por el sol poniente. Raines siguió a West de vuelta al salón. Ella se acabó de abotonar la blusa y se arregló el peinado con mano temblorosa. A continuación dejó el vino sobre una mesa donde no tuviera que verlo y recordar quién se lo había regalado.
—¿Qué problema tiene ese gilipollas? —quiso saber Raines.
—Es un escritor temperamental —murmuró ella.
A Raines no le interesaba. A West y a él todavía les quedaban varios asaltos por disputar y la agarró por detrás, la sobó, la restregó contra sí y le introdujo la lengua en la oreja, pero el intento quedó en nada pues ella se desasió y se separó de él.
—Estoy cansada —le espetó.
Raines puso los ojos en blanco. Ya había tenido suficiente de cortes y vacilaciones.
—Bien —le dijo mientras sacaba la cinta del reproductor de vídeo—. Déjame preguntarte sólo una cosa, Virginia. —Dio unos pasos hacia la puerta, furioso, y se detuvo para fijar sus ojos llameantes en los de ella—. Cuando estás comiendo y suena el teléfono, ¿qué haces después de colgar? ¿Vuelves a la mesa, o también te olvidas del resto de la comida? ¿Lo dejas porque has tenido una pequeña interrupción?
—Depende de lo que esté comiendo —replicó West.
Brazil cenó tarde en Shark Finn's, en Old Pineville Road, junto a Bourbon Street. Tras salir a toda velocidad de casa de West, había dado una vuelta en el coche, cada vez más furioso, hasta detenerse cerca de la casa de Tommy Axel en la urbanización Fourth Ward, con la puerta delantera color rosa subido. Posiblemente no había sido una de sus movidas más sensatas; Brazil advirtió la presencia de algunos hombres que lo observaban cuando se acercó a la puerta desde el aparcamiento.
Brazil no fue especialmente amistoso con ellos ni con Axel.
Lo que Axel consideraba una primera cita y Brazil hacía como venganza se inició en el bar Shark Finn's Jaws Raw, de cuyo techo colgaba un pez vela atrapado en una red, que protestaba con la boca abierta y unos ojos vidriosos y prominentes. Las mesas de madera no tenían mantel y el suelo de tablas estaba sin barnizar. Había caras talladas en cocos y estrellas de mar enroscadas, y cristales ahumados. Brazil bebía una cerveza Red Stripe y se preguntaba si estaría volviéndose loco y qué conducta impulsiva e insensata lo había llevado allí, a aquel lugar en aquel momento.
Axel estaba gastándose el dinero en él, viviendo una fantasía, y temía que la visión se desvaneciera si apartaba la vista aunque sólo fuera un segundo. Brazil estaba convencido de que otros comensales que daban cuenta de ostras vivas y se emborrachaban habían descubierto las intenciones de Axel y malinterpretaban las suyas. Era una lástima pues muchos de los presentes eran camioneros y creían que el destino supremo era dejar embarazadas a las mujeres, tener armas y matar maricones.