El Avispero (47 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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—Ya lo estoy —insistió él.

—¿Comparado con qué? —West se puso en marcha—. Mañana no recordarás nada de esto.

Brazil recordaría durante el resto de su atormentada existencia cada segundo de lo sucedido. Bostezó y se frotó las sienes.

—Sí, es probable que tengas razón —asintió, pensando que para ella no había significado nada. Para él tampoco.

—Claro que la tengo —dijo West, y esbozó una sonrisa.

Pero notó la indiferencia de Andy. Al final era otro típico tío aprovechado. ¿Y qué era ella, al fin y al cabo, sino una mujer de mediana edad, fuera de forma, que desde su graduación en la universidad no había estado nunca en una ciudad más grande o más excitante que aquella en la que había trabajado? Andy sólo intentaba tomarle la medida, hacer las primeras pruebas de rodaje con un coche antiguo y pasado de moda con el que podía permitirse cometer errores. A la mujer le entraron ganas de frenar en seco y hacerlo bajar para que fuera andando. Cuando se detuvo en el aparcamiento del pulcro complejo de apartamentos y esperó a que él se apeara, West no le dirigió una sola palabra amistosa ni de complicidad.

Brazil se quedó plantado junto al coche, con la mano en la puerta, mirando a la conductora.

—Entonces, ¿a qué hora, mañana?

—A las diez —respondió ella, concisa.

Andy cerró de un portazo y se alejó con paso rápido, dolido y desconcertado. Todas las mujeres eran iguales. Cálidas y maravillosas en un momento dado, excitadas y cariñosas al siguiente, y de pronto se ponían melancólicas y distantes y se arrepentían de lo sucedido. Brazil no entendía cómo él y West habían podido tener un momento especial como aquél en la parada de camiones y ahora volvía a ser como si ni siquiera se tutearan. Ella lo había utilizado, estaba claro. Para ella era una relación vacía y barata, y Brazil estaba seguro de que aquél era su modo de actuar habitual. West era mayor que él, poderosa y experimentada, por no hablar de su atractivo, y tenía un cuerpo que a Andy le provocaba un intenso dolor. West podía jugar con quien ella quisiera.

También podía hacerlo Blair Mauney III. Ése era el temor de su esposa. Polly Mauney estaba preocupada por lo que podía encontrarse su marido cuando viajara a Charlotte el día siguiente, en el vuelo 392 de USAir, sin escalas desde Asheville, donde vivían los Mauney en una casa encantadora de estilo Tudor, en Biltmore Forest. Blair Mauney III procedía de una familia adinerada y acababa de llegar del club después de un difícil partido de tenis, una ducha, un masaje y unas copas con los amigos. Mauney tenía tras él varias generaciones de banqueros, una actividad que había iniciado su abuelo Blair Mauney, quien había sido padre fundador de la American Trust Company.

Blair Mauney, Jr., padre de Blair Mauney III, era vicepresidente cuando el American Commercial se fusionó con el First National de Raleigh. Así se puso en marcha un sistema bancario de nivel nacional al que pronto siguieron más fusiones, hasta la formación, finalmente, del North Carolina National Bank. Así continuó la actividad hasta que, con la crisis de las cajas de ahorros de finales de los ochenta, varios bancos que no habían sido comprados fueron ofrecidos a precio de saldo. El NCNB se convirtió en el cuarto más importante del país y fue rebautizado como USBank. Blair Mauney III conocía los detalles de la notable historia de su respetado banco. Sabía qué cobraban el presidente, el director general, el vicepresidente y principal responsable financiero y los directores de divisiones.

Él era vicepresidente primero del USBank en las Carolinas, y el trabajo lo obligaba a viajar a Charlotte periódicamente. Mauney iba encantado porque procuraba estar lejos de su esposa y de sus hijos adolescentes siempre que podía. Sólo sus colegas de los despachos más importantes comprendían las tensiones que sufría. Sólo sus colegas entendían el miedo que acechaba en el corazón de cada alto directivo del banco a que un día Cahoon, que no dejaba pasar una, informara a grandes trabajadores como Mauney que habían perdido el favor de la corona. Mauney dejó la bolsa de tenis en la cocina recién remodelada y abrió la puerta del frigorífico para sacar otra cerveza Amstel Light.

—¿Cielo? —llamó a su esposa mientras destapaba la botella.

—Sí, cariño. —La mujer entró con paso enérgico—. ¿Qué tal ha ido el tenis?

—Hemos ganado.

—¡Bravo! —Polly le dirigió una sonrisa radiante.

—Withers ha cometido veinte doble faltas, por lo menos. —Dio un trago a la cerveza—. También ha hecho montones de faltas de pie, pero éstas las hemos dejado correr. ¿Qué estáis comiendo?

Apenas dirigió la mirada a Polly Mauney, con quien llevaba veintidós años casado.

—Espaguetis a la boloñesa, ensalada y pan de siete cereales.

Como siempre hacía y seguiría haciendo, la mujer metió la mano en la bolsa de tenis y sacó de ella unos pantalones cortos, una camiseta, unos calcetines y un suspensorio apestoso, empapados en sudor.

—¿Queda algo de pasta?

—Mucha. Enseguida te preparo un plato, cariño.

—Más tarde, quizá. —Blair procedió a unos estiramientos—. Cada vez estoy más tenso. Tú no crees que sea artritis, ¿verdad?

—Claro que no. ¿Quieres que te dé un masaje, cariño? —se ofreció ella.

Mientras él se adormilaba durante el masaje, su mujer le comentó lo que había dicho su cirujano plástico cuando le había preguntado por un tratamiento con láser para quitarse unas arruguitas de la cara y por un tratamiento de láser de cobre para eliminar la peca de la barbilla.

Polly Mauney se había espantado cuando el cirujano plástico había dejado bien sentado que ninguna fuente de luz podía sustituir al bisturí. Así de fatal se había puesto.

—Señora Mauney —le había dicho el cirujano plástico—, no creo que se sienta satisfecha con los resultados. Las arrugas más problemáticas son demasiado profundas.

El médico las siguió con la yema del dedo índice, rozando la piel con mucha delicadeza. Ella se relajó, rehén de aquella suavidad. La señora Mauney era adicta a ir al médico. Le gustaba que la palparan, que la examinaran, que le hicieran análisis y estudios, que le efectuaran un seguimiento adecuado después de una intervención o de cualquier cambio en la medicación.

—Bien, si es eso lo que me recomienda —le había contestado al cirujano plástico—. Y supongo que usted se refiere a un estiramiento facial…

—Efectivamente. Y de la zona de los ojos. —El doctor recurrió a un espejo para mostrársela.

Encima y debajo de los ojos, el tejido empezaba a hincharse un poco y a volverse fláccido. Era algo irreversible, y la señora Mauney fue informada de que ni la frecuencia en lavarse la cara con agua fría, ni las rodajas de pepinillo, ni la reducción de la ingesta de alcohol o de sal representarían una diferencia significativa.

—¿Qué me dice de los pechos? —inquirió a continuación.

El cirujano plástico retrocedió un paso para observarlos.

—¿Qué opina su marido? —le preguntó por fin.

—Creo que le gustarían aún más grandes.

El médico se echó a reír. ¿Por qué no decía abiertamente lo que todos sabían? A menos que fuera pedófilo o gay, a cualquier hombre le gustaban más grandes. Sus pacientes lesbianas pensaban igual. Se sentían más relajadas en el tema, o lo fingían, si su amada no tenía mucho que ofrecer.

—No podemos hacer todo esto de una vez —previno el cirujano a la señora Mauney—. Los implantes y el estiramiento de rostro son dos intervenciones muy diferentes y necesitamos espaciarlas para dar tiempo suficiente para que curen.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella.

23

Hasta que llegó a su casa y se encerró a pasar la noche, a West no se le ocurrió que tenía que conectar el despertador. Uno de los pocos lujos de su vida era, tal vez, no tener que levantarse de la cama los domingos por la mañana hasta que el cuerpo se lo pedía. El cuerpo… o
Niles.

Después se tomaba su tiempo para hacer café y leer el periódico, mientras imaginaba a sus padres camino de la iglesia baptista de Dover, no lejos de la Chevon o del salón de belleza Pauline's, donde a su madre le arreglaban el cabello cada sábado, a las diez de la mañana. West siempre llamaba a sus padres en domingo, normalmente cuando estaban sentados a la mesa para cenar y deseaban que la casa no estuviera vacía.

—Bien —murmuró para sí, y cogió una cerveza mientras
Niles
se acomodaba en el alféizar de la ventana situada sobre el fregadero—. De modo que ahora tengo que levantarme a las ocho y media, ¿será posible?

Intentó imaginar qué estaría mirando
Niles.
Desde aquella parte de Dilworth, West no tendría ningún recordatorio de la ciudad que protegía de no ser por los treinta pisos superiores del edificio del USBank que se alzaban brillantes sobre la valla, aún inacabada, de la casa de West. Últimamente el gato se había vuelto de lo más raro. Cada noche se aposentaba en el mismo sitio con la mirada perdida en el exterior, como si fuera ET echando de menos su casa.

—¿Qué miras? —West pasó las uñas por el lomo sedoso y rubicundo del felino, que siempre había reaccionado a aquella caricia con un ronroneo.

Esta vez no respondió. Continuó mirando fuera, como si estuviera en trance.

—¿Niles?
—West empezaba a estar preocupada—. ¿Qué sucede, cariño? ¿No te sientes bien? ¿Tienes una bola de pelo en las tripas? ¿Estás enfadado conmigo otra vez? ¿A que es eso? —Soltó un suspiro y bebió un trago de cerveza—. Me encantaría que fueras más comprensivo,
Niles.
Trabajo mucho y hago todo lo que puedo para proporcionarte un hogar seguro y agradable. Sabes que te quiero, ¿verdad? Pero tienes que hacer un esfuerzo por ser más tolerante. Paso ahí fuera todo el día. —West señaló la ventana—. Y tú, ¿qué? Tú estás aquí. Éste es tu mundo. Esto significa que tu perspectiva no es tan amplia como la mía, no es justo que te enfades si no estoy aquí. Quiero que lo pienses un poco en serio, ¿de acuerdo?

Las palabras de su dueña eran mera cháchara, un zumbido de insectos, un runrún de sonidos que surgía de la radio de la mesilla de dormir.
Niles
no prestaba atención, con la vista fija en el desamparado rey Usbece.
Niles
había sido convocado. Una catástrofe acechaba el reino de los usbeceanos, y
Niles
era el único que podía ayudar porque era el único que prestaba oído. Todos los demás miraban al poderoso rey y se burlaban de él en sus pensamientos y entre ellos, convencidos de que el benévolo monarca no oía nada.

Ellos, el pueblo, habían querido el advenimiento del rey. Habían apreciado sus centros de cuidados infantiles y sus frescos, sus oportunidades profesionales y su riqueza. Después se habían vuelto celosos de su omnisciencia, de su todopoderosa y valiosísima presencia. Allí y en otros puertos lejanos había gente codiciosa que tramaba un derrocamiento que sólo
Niles
podía evitar.

—En cualquier caso —West abrió otra cerveza mientras su extraño gato continuaba mirando la noche fijamente—, lo sigo hacia el sur por la interestatal 77 casi a ciento cincuenta, ¿te imaginas? Creo que ya deberían haberlo encerrado.

Tomó otro trago de Miller Genuine Draft y se preguntó si debería comer algo. Por primera vez desde que tuvo la gripe, hacía varios años, West no tenía hambre. Se sentía ligera y extraña por dentro. Y despierta. Recordó la cantidad de cafeína que había tomado a lo largo del día y se preguntó si sería ése el problema. Pero no se trataba de eso. Era cuestión de las hormonas, decidió, aunque sabía que la fiera ya había dejado de rugir, y de hecho había permanecido callada la mayor parte del día, refugiada de nuevo en su guarida hasta que la luna estuviera de nuevo en posición.

El rey Usbece era un monarca de pocas palabras, y
Niles
tenía que prestar mucha atención para oír lo que decía. La salida y la puesta de sol eran los momentos en que el rey se mostraba más locuaz, cuando las ventanas emitían destellos blancos y dorados en una tormenta ígnea de palabras sentenciosas. Por la noche,
Niles
estaba pendiente sobre todo de la luz roja que guiñaba el ojo desde lo alto de la corona, un reclamo que le decía una y otra vez «guiño-guiño-guiño». Tras una pausa apenas perceptible, tres guiños más, etcétera. Así habían transcurrido las noches durante semanas, y
Niles
sabía que aquel código lo dirigía hacia un enemigo de tres sílabas cuyos ejércitos marchaban en aquel mismo instante sobre la Ciudad de la Reina que gobernaba aquel rey.

—Bien, ya que estás tan amistoso —dijo West al gato en un tono mordaz—, voy a hacer la colada.

Niles
se desperezó sobresaltado y la miró fijamente con un bizqueo mientras una tormenta de fuego similar estallaba en llamas en su cabeza. ¿Qué era lo que había dicho el rey? ¿Qué, qué, qué? Horas antes, aquella misma tarde, cuando
Niles
había estado observando cómo el rey le enviaba señales por el sol, ¿no le había enviado el monarca un mensaje agitado, con la luz dando vueltas en torno al edificio, adelante y atrás, adelante y atrás, de forma muy similar a como funcionaba la gran caja blanca de la dueña cuando se dedicaba a hacer la colada? ¿Era una coincidencia? A
Niles
no se lo parecía.

Saltó del alféizar al mármol de la cocina y siguió a su ama al cuarto de la lavadora. Se le erizó el pelo del lomo cuando la mujer metió la mano en los bolsillos de los pantalones y sacó dinero antes de darles la vuelta y arrojarlos con el resto de la ropa al tambor de la lavadora. Otros destellos de lucidez estallaron en el cerebro de
Niles,
y el felino se frotó frenéticamente contra las piernas de su dueña y la mordisqueó y se afiló las uñas en su pantorrilla, en un intento por avisarla.

—¡Maldita sea! —West se quitó al gato de encima—. ¿Pero qué coño te pasa?

Brazil volvió a tumbarse en el saco de dormir instalado en el suelo de su nuevo apartamento de una habitación, sin amueblar. Tenía dolor de cabeza y parecía que no había agua bastante para colmar su sed. Había pasado dos días bebiendo cerveza y aquello lo asustaba.

Probablemente su madre había empezado de la misma manera, y ahora él seguía su mismo camino. Conocía suficiente de los avances en investigación genética como para deducir que quizás había heredado la tendencia de la madre a la autodestrucción. Brazil quedó profundamente deprimido ante tal reflexión y sintió vergüenza de su comportamiento. Se dio perfecta cuenta de que West sólo había intentado aplacar a un muchacho ebrio, y decidió que aquello no se volvería a repetir.

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