El asedio (80 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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El problema está a babor del bergantín abordado; o más bien allí donde, tras caer por esa banda a sotavento, Pepe Lobo ve ahora los fogonazos de cañones y fusilería que dispara el falucho corsario, fondeado muy cerca. En la oscuridad, Lobo
no
puede ver bien su propia arboladura; pero el resplandor del místico incendiado, que sigue derivando con el viento, y los fogonazos intermitentes de los cañonazos de la
Culebra,
muestran la jarcia cada vez más picada y la lona que traslucha o se tensa arriba, en el fuerte viento: desgarrada en parte la gran vela mayor, trabado el pico a medio palo, y sin otra maniobra útil que la trinqueta. En la cubierta llena de cabuyería enredada y astillas, recortados en el brutal contraluz de los cañonazos, los tripulantes de la balandra intentan ayustar brazas y drizas rotas para mantener la capacidad de maniobra, mientras los artilleros limpian, cargan y asoman de nuevo por estribor las cuatro piezas dispuestas con doble bala. Pepe Lobo recorre la batería empujando a los remisos, ayudando a tirar de los palanquines que trincan las cureñas.

—¡Disparad!... ¡Disparad!

Llora pólvora quemada, y sus gritos se ahogan en el estruendo del combate. Están muy próximos al falucho enemigo, que sigue fondeado y haciéndoles un fuego muy vivo. Tres cañones de 6 libras y una carronada de 12 a cada banda, como sabe Pepe Lobo. La carronada tira con metralla, y a esa distancia sus disparos tienen efectos devastadores en la cubierta de la balandra. A cada impacto que recibe, el casco se estremece con sacudidas que hacen oscilar la arboladura, cuyos obenques bailan rotos y sueltos. Hay demasiados hombres tirados en cubierta: los que caen muertos o heridos y los que se agazapan, aterrados, intentando protegerse de los tiros y astillazos que zumban por todas partes. Lobo se alegra de haber largado al mar la lancha antes de entrar en la ensenada, pues a bordo se habría convertido, bajo los impactos, en astillas mortales para quien estuviese cerca.

—¡Si queréis volver, seguid disparando!

Más fogonazos. Tras cada estampido, los cañones rebrincan retenidos por sus bragueros. Empieza a sentirse la falta de gente. El trozo de abordaje para el
Marco Bruto
dejó las piezas sin hombres suficientes, incluso antes de empezar el combate. Los que aún pelean, tosen y secan sus ojos lagrimeantes mientras mascullan obscenidades al tirar de los palanquines y poner de nuevo los cañones en batería. Lobo se une a ellos, desollándose las manos en las trincas, tirando con desesperación. Después acude a popa sorteando tablazón rota y cuerpos caídos. Una sensación confusa, de falta de control y desastre inminente, empieza a hacerle perder la serenidad. El viento se lleva la humareda de los disparos con rapidez, y puede distinguir, cada vez más próxima, la esbelta silueta negra del barco fondeado, con su banda de estribor punteada de fogonazos de artillería y relampaguear de mosquetes. Por suerte, piensa atropelladamente, está demasiado cerca, y las baterías de la costa no se deciden a disparar, temiendo darle al falucho.

—¡Caña a la banda! ¡Todo a la banda!... ¡Si nos trabamos con él, no saldremos de aquí!

Uno de los timoneles —o su despojo, troceado como en el tajo de un carnicero— está tirado contra el trancanil de babor. El Escocés empuja la barra hacia el lado opuesto, con todas sus fuerzas. Pepe Lobo intenta ayudarlo, pero resbala en la tablazón cubierta de sangre. Cuando se incorpora, una bala de cañón golpea el casco a la manera de un gigantesco puñetazo, con un crujido seco, tajando en la cubierta una brecha larga, semejante a un hachazo. Lobo, que ha caído de nuevo, cierra los ojos y los abre en pocos segundos, aturdido. Al resplandor de los fogonazos y del místico que deriva incendiado, ve que la caña oscila libremente, de un lado a otro, y que el Escocés gatea debajo con las tripas a rastras, pisándoselas con las rodillas, mientras chilla como un animal. Poniéndose en pie, el capitán lo aparta de un empujón y coge la barra, pero ésta no responde. La
Culebra
está sin gobierno. En ese momento, simultáneamente, ocurren varias cosas: un cohete con bengala asciende desde la costa, iluminando la ensenada; al mismo tiempo, la vela mayor de la balandra se rifa de arriba abajo, el palo cae con un chasquido largo, de árbol tronchado, y mientras de lo alto llueven cabos, zunchos, motones, lona y astillas, el costado del barco cruje y se inmoviliza contra el del falucho enemigo, trabándose la jarcia rota del uno en el otro.

Ya no hay órdenes que dar. Ni a quien dárselas. Impotente, con la última luz de la bengala que se apaga en el cielo, Pepe Lobo ve morir al contramaestre Brasero cuando intenta retirar los restos de drizas, escotas y vela que han caído sobre los cañones: un tiro de metralla le lleva media cabeza. De barco a barco, borda con borda, la gente se fusila a quemarropa con fuego de mosquete, trabuco y pistola. Dejando la barra del timón, Lobo se vuelve hacia el cofre del coronamiento, saca el arma cargada que tiene allí y empuña un alfanje. Mientras lo hace, oye estampidos lejanos y mira por encima de la borda, en dirección al mar, donde distingue piques de espuma desmoronándose. Las baterías francesas empiezan a disparar desde la playa. Por un momento se pregunta si intentan darle a la
Culebra,
pese a que sigue aferrada con el falucho. Entonces, en el contraluz cada vez más débil del místico incendiado que sigue alejándose, ve pasar muy despacio y muy cerca de la balandra moribunda la silueta oscura del
Marco Bruto,
largada al viento la gavia de trinquete y tensas las escotas, con una figura delgada e impasible erguida en la popa, en la que cree reconocer a Ricardo Maraña.

Indiferente, el capitán corsario se vuelve hacia lo que queda de su barco. Lo irreparable del desastre le devuelve la calma. Sólo advierte ya fogonazos, humo y ruido entre un enredo de lona, cabos rotos y cuerpos mutilados, crujido de tablas que se parten, zumbar de balas y metralla, gritos y blasfemias. La entena de mesana del falucho enemigo ha caído también sobre la balandra, aumentando la confusión de la cubierta, donde cada destello del combate reluce sobre un barniz rojo, espeso y brillante. Se diría que un dios borracho acabara de verter allí innumerables cubos de sangre.

Un tiro de carronada con metralla barre la popa, chasquea al pegar en la tablazón del tambucho y levanta una nube de astillas. Entumecido por un frío repentino, Pepe Lobo mira abajo con asombro y palpa sus calzones ensangrentados: el líquido es caliente, pegajoso, y sale a borbotones regulares, igual que si lo echase fuera una bomba de achique. Vaya, se dice. Era eso, entonces. Curiosa forma de vaciarse. Y éste es el modo en que ocurre, concluye mientras le fallan las fuerzas y se apoya en el tambucho destrozado. No se acuerda de Lolita Palma, ni del bergantín que Ricardo Maraña ha puesto a salvo. Sólo piensa, antes de caer, que ni siquiera le queda un palo donde izar bandera blanca.

18

La niebla incomoda mucho a Rogelio Tizón. El sombrero y la levita, abotonada hasta el corbatín, gotean humedad, y cuando se pasa una mano por la cara siente mojados el bigote y las patillas. Reprimiendo el deseo de fumar, el policía maldice entre dientes, largo y prolijo, entre bostezo y bostezo. En noches como ésta, Cádiz parece sumergirse a medias en el mar que la rodea, como si no estuviera definida la línea que separa el agua y la tierra firme. En esa penumbra difusa, agrisada por un estrecho halo de luna que marca el contorno de los edificios y los ángulos de las calles, la bruma moja el empedrado y los hierros de rejas y balcones, y la ciudad parece un barco fantasma varado en la punta de su arrecife.

Como de costumbre, Tizón ha preparado la trampa con cuidado. Los fracasos anteriores —se trata del tercer intento en lo que va de mes, y el octavo desde que empezó todo— no le han hecho bajar la guardia. Sólo queda un farol encendido iluminando un trecho del muro encalado del convento de San Francisco, que se prolonga hasta la esquina de la calle de la Cruz de Madera. Allí, la turbiedad de la niebla ligera y baja se espesa en una penumbra indecisa, con rincones en sombras. Desde hace casi media hora, tras pasar un buen rato a este lado de la plaza, el cebo se mueve por aquella parte. Los cazadores están convenientemente distribuidos, cubriendo las inmediaciones: son seis agentes, Cadalso entre ellos, jóvenes casi todos y de buenas piernas, provistos cada uno de pistola cargada y silbato para pedir ayuda en caso de persecución o incidencias. También el comisario lleva la suya: el cachorrillo de dos cañones, listo para disparar, bajo el faldón de la levita.

Hace poco sonaron tres explosiones lejanas por la parte de San Juan de Dios y la Puerta de Tierra; pero ahora el silencio es absoluto. Guarecido en un portal próximo a la esquina del Consulado Viejo, Rogelio Tizón se quita el sombrero y apoya la cabeza en la pared. Estar inmóvil con esta humedad nocturna le roe los huesos, mas no se atreve a moverse por no llamar la atención. Se haría demasiado visible. El halo de luna y el farol encendido en el muro del convento dan una tenue claridad entre rojiza y gris a este lado de la plaza, multiplicándola en los millones de gotitas de agua suspendidas en la atmósfera. Resignado, el comisario cambia el apoyo de su peso de una pierna a la otra. Ya voy estando, piensa con irritación, demasiado viejo para todo esto.

No ha vuelto a haber crímenes desde la noche en que Rogelio Tizón persiguió al asesino hasta perder su rastro. No está seguro de la causa. O aquél se asustó con el incidente, o la intervención posterior del comisario, al actuar en los lugares de caída de las bombas y disponiendo artificialmente las presas —también la de esta noche es una prostituta joven—, puede haber trastornado su manera de actuar. El extraño esquema de sus cálculos y previsiones. A veces se atormenta Tizón pensando que quizás el criminal no vuelva a intentarlo nunca; y esa idea lo sume en una desolación exasperada y furiosa. Pese al tiempo transcurrido, a la inutilidad del esfuerzo, a la suma de noches en vela tendiendo redes que a la madrugada retira vacías, su instinto le repite que está en el buen camino, que la perversa sensibilidad del asesino coincide en cierto modo con la suya, y que uno y otro andan cruzándose constantemente, como líneas inevitables en el extraño mapa de la ciudad que ambos comparten. Enjuto el rostro, enfebrecidos los ojos por las constantes vigilias y litros de café, crispado por la obsesión que se ha convertido en móvil principal de su trabajo y su vida, Tizón vive desde hace tiempo mirando alrededor, desconfiado, agresivo, olfateando el aire a la manera de un sabueso enloquecido, a la busca de señales sutiles cuyo código sólo conocen él y el asesino. Que tal vez ronda por ahí, pese a todo, mirando los cebos de lejos pero sin decidirse a meter la cabeza en el resorte que lo atrape. Taimado y cruel, al acecho. Y tal vez, incluso —puede que esta misma noche—, vigila a los vigilantes y sólo espera a que bajen la guardia. O quizá, concluye otras veces el policía, la partida de ajedrez se esté jugando ya a un nivel distinto, de desafío mental. De inteligencias sutiles, enfermas. Como dos jugadores de ajedrez que no necesitaran mover las piezas sobre el tablero para desarrollar las siguientes jugadas de la partida que los empeña. En tal caso, puede que sea sólo cuestión de tiempo que uno de los adversarios cometa el error. Esa eventualidad, en lo que a él se refiere, asusta a Tizón. Nunca tuvo tanto miedo de fracasar. Sabe que no podrá mantener la situación indefinidamente; que los lugares sensibles de la ciudad son demasiados. Hay un exceso de azar en todo esto, y nada impide al asesino actuar en uno mientras él acecha en otro. Sin contar con que el artillero francés que colabora al otro lado de la bahía puede cansarse del juego y abandonarlo en cualquier momento.

Ruido de pasos en el pavimento húmedo. Rogelio Tizón se aprieta contra el interior del portal, disimulando más su presencia. Dos sujetos con marsellés y montera pasan bajo la luz brumosa del farol del convento y se alejan en dirección al cruce de la calle de la Cruz de Madera con la del Camino. Tienen andares de majos jóvenes y van a cuerpo. Imposible ver sus caras. El comisario los sigue con la vista hasta que desaparecen por el otro lado: allí donde, hace dos semanas, Tizón se quedó inmóvil una noche, mirando en torno, atento a la ausencia de sonido y a la delgada cualidad del aire, en el centro de una de esas imaginarias campanas de vacío donde el comisario penetra con la satisfacción íntima, perversa, de quien ve confirmado el otro espacio secreto de la ciudad. La traza geométrica, invisible para los demás, del plano que comparte con el asesino.

Ahora le parece ver moverse a una mujer entre la niebla. Sin duda se trata del cebo, que camina, siguiendo sus instrucciones, hacia esta parte de la plaza: una joven de diecisiete años reclutada por Cadalso en la Merced, de la que el comisario ni siquiera se ha preocupado de averiguar el nombre. Al cabo de un instante confirma que es ella. Viene despacio, siguiendo el muro del convento para hacerse ver en la luz, como se le dijo que hiciera, antes de volver atrás, a la zona de sombra. Su caminar hastiado, profesional, desazona al policía. Esto no va a funcionar, se dice mientras observa la silueta de la muchacha acentuar sus contornos en la penumbra brumosa. La idea lo hiere como un golpe en la cara. Ya es todo demasiado evidente, maldita sea. Demasiado burdo. A estas alturas, por repetida, la táctica equivale a poner medio queso entero a la vista en una ratonera: a poco que haya rondado por la ciudad en noches anteriores, el asesino sabrá lo suficiente para no picar el anzuelo. De nuevo, piensa Tizón, tengo acorralado mi rey en una esquina del tablero, y las carcajadas del otro resuenan por la ciudad. Ni vórtices, ni bombas. Debería irme a la cama de una vez, y acabar con todo. Estoy cansado. Harto.

Por un momento considera salir del escondite, encender un cigarro, estirar las piernas y sacudirse la niebla perra que araña sus huesos. Sólo la paciencia profesional lo retiene. Hábitos resignados del oficio. La muchacha ha llegado bajo el farol, y tras quedarse allí un rato da la vuelta para desandar camino. De la niebla que espesa al fondo de la plaza se ha destacado una sombra. Tizón, alerta, advierte que se trata de un hombre que camina solo, a lo largo del muro del convento; y que según se aproxima a la mujer se aparta a un lado, cediéndole el paso. Lleva sombrero redondo y un capotillo oscuro, corto. Se cruza con la muchacha sin mirarla ni cambiar palabra y sigue adelante, acercándose al portal donde se encuentra oculto el policía. En ese momento, cuando aún no ha llegado a su altura, suena lejos, hacia la calle de la Cruz de Madera, un grito masculino ronco y violento, en el que el comisario cree reconocer la voz de Cadalso. Un instante después vibra el pitido agudo de un silbato, seguido por otro, y por otro. Estupefacto, Tizón observa a la mujer, que se ha detenido, iluminada todavía por la luz difusa del farol, mirando hacia el sector oscuro. Qué diablos ocurre, se pregunta. Por qué el grito y los silbatos. Al fin, reaccionando, abandona su escondite y sale apresurado, empuñando el bastón. Entonces ocurren dos cosas: cuando lo ve aparecer, la muchacha —que sabe de su presencia a este lado de la plaza— viene hacia él, asustada. Al mismo tiempo, el hombre que estaba a punto de cruzarse con Tizón agacha la cabeza y sale corriendo. Por un brevísimo instante, el comisario se queda perplejo. Es su instinto de policía el que elige de modo automático, centrando la atención en el hombre que corre. Y entonces, en dos o tres zancadas, lo reconoce. Corría igual la noche de la cuesta de la Murga, con Tizón a la zaga: veloz, silencioso y baja la cabeza. El descubrimiento paraliza un momento al comisario: tiempo suficiente para que el otro pase cerca y siga corriendo calle abajo, entre la niebla, calado el sombrero y con el capotillo corto ondeando a su espalda como las alas de una rapaz nocturna. Entonces, olvidándose de los silbatos y de la muchacha, el policía saca el pistolete, echa atrás el doble percutor, apunta con toda urgencia y oprime uno de los dos gatillos.

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