—Es trabajo para la Real Armada, no para nosotros.
Haciendo acopio de sangre fría, Lolita se encara de nuevo con los ojos verdes. El hombre la mira de tal modo que por un instante no sabe qué decir. Por Dios, piensa. Quizá se trata de cómo lo veo hoy. De lo que le estoy haciendo, o quiero que haga. De lo que me propongo hacerle a él, a su barco y a su gente.
—La Armada no va a ocuparse de asuntos particulares —responde ella al fin, con una calma perfecta—. Como mucho, si lográsemos sacar la balandra de la ensenada, algunas cañoneras de la Caleta se acercarían para cubrir desde fuera la retirada... Pero nadie me garantiza nada.
—¿Ha estado en Capitanía?
—Hablé con Valdés en persona. Y eso es lo que hay.
—Pues la
Culebra
es un corsario, no un buque de guerra... Ni el barco ni mi gente están preparados para lo que usted pide.
Han salido al viento de la explanada, junto a la glorieta y el jardincillo medio seco contiguo a los polvorines. Un poco más lejos está la muralla, con sus garitas y cañones envueltos en la claridad violeta que se extingue despacio. El mistral húmedo y salino agita el encaje de la mantilla sobre el rostro de Lolita.
—Oiga, capitán. Le he contado lo de los veinte mil pesos que transporta el
Marco Bruto,
pero hay algo que todavía no he dicho... A las primas habituales que les corresponderían a ustedes por represarlo, añadiré el diez por ciento de esa cantidad.
—¿Cuarenta mil reales?... ¿Habla en serio?
—Completamente. Dos mil pesos limpios. Eso aumentaría en un quinto lo que sus hombres han ganado hasta ahora. Sin contar la parte legal de la represa, como digo.
Silencio valorativo. Prolongado. Ella advierte que Pepe Lobo curva los labios para silbar, pero no lo hace.
—Es importante, por lo que veo —dice el corsario.
—Vital. No creo que Palma e Hijos pueda salir adelante sin reponer esa pérdida.
—¿Tan mala es la situación?
—Angustiosa.
Inesperada, sincera, casi brutal, su propia respuesta la sorprende. Por un instante retiene el aliento, aturdida, sin decidirse a apartar sus ojos del hombre que la mira muy serio. Quizá haya sido un error hablar así, concluye alarmada. Llegar tan lejos. Lo cierto es que ni a don Emilio Sánchez Guinea ni a su hijo Miguel habría hecho nunca semejante confesión. Usado esa palabra. Ni con ellos, ni con nadie. Lolita Palma posee demasiada prudencia y demasiado orgullo. Y conoce su ciudad. En un momento intuye que Pepe Lobo se da cuenta de todo ello, como si estuviera leyendo dentro de su cabeza. Extrañamente, eso la tranquiliza.
—Sería un suicidio meterse ahí —dice el corsario, después de un rato en silencio.
Están parados en el antepecho de la muralla —como la noche de Carnaval, piensa Lolita— y Lobo se ha vuelto a mirar, igual que ella, la enfilación que, por encima del agua que la marea y el viento remueven en la piedra de los Cochinos, apunta en línea recta a las luces aisladas, temblorosas y tenues en la distancia, que empiezan a encenderse tras la punta de Rota, al otro lado de seis millas de agua rizada en borreguillos de espuma.
—Con este viento duro —continúa el marino—, la única maniobra posible sería arrimarse al castillo francés de Santa Catalina y bajar luego muy cerca de la playa-Significa ponerse tres veces a tiro de los cañones.
—No hay luna. Eso da cierta ventaja.
—También inconvenientes. Riesgos. Como tocar a oscuras en las piedras de las Gallinas... Esa orilla es muy sucia.
Apoya el marino ambas manos en el remate de la muralla como si lo hiciera en la tapa de regala de su barco. Está mirando la bahía, observa Lolita, en actitud similar a la que seguramente adopta cuando está a bordo de la
Culebra.
Su expresión es recelosa y absorta, cual si no diese nada por supuesto ni en el mar ni en la tierra. Como si nunca se fiara de nada, ni de nadie.
—Además —prosigue Lobo—, una vez en el sitio habría que abordar el bergantín y reducir a la gente que tenga... Eso no puede hacerse sin ruido. Descontando que el falucho estará fondeado cerca, y va bien armado: dos carronadas de doce libras y cuatro cañones de a seis... Usted pretende que yo meta la balandra y a mi gente bajo los cañones de las baterías de tierra, aborde el bergantín y quizá me bata con el falucho...
—Exacto. Por el amor de Dios, se dice Lolita escuchándose de nuevo. No sé dónde obtengo la frialdad de juicio, pero bendita sea. Toda esta necesidad que me permite hablarle así. La calma que impide que me arroje contra él, obligándolo a abrazarme de nuevo.
El corsario asiente ahora despacio, inclinando mucho la cabeza. Parece llegar a alguna clase de conclusión desconocida para ella.
—No sé qué opinión tiene de mí. Pero le aseguro...
Se calla, o más bien deja morir la frase en un suspiro vago, insólitamente masculino. A Lolita Palma, la voz y el silencio posterior del hombre le erizan la piel. El suyo es un estremecimiento doble: deseo físico y esperanza egoísta. Como un relámpago, ésta se impone sobre aquél, y al cabo sólo queda la avidez de la pregunta mezquina, inevitable.
—¿Puede hacerse?
Pepe Lobo ríe ahora. Suave, contenido, aunque sin intentar disimularlo. Se diría que alguien invisible acaba de contarle algo gracioso, en voz tan baja que Lolita no llegó a oírlo. Esa risa le da esperanza y la sobrecoge al mismo tiempo. Nadie que no haya oído reír al diablo, piensa de pronto, podría hacerlo así.
—Puede intentarse —murmura el corsario—. El mar tiene esas cosas... Unas salen bien, y otras no.
—Es lo que le pido. Que lo intente.
El baja la mirada hacia el chapoteo del agua, ya casi oscura al pie de la muralla, donde la espuma que el viento bate entre las rocas da a éstas una singular fosforescencia.
—Concédame que es demasiado pedir.
—Se lo concedo.
El corsario sigue mirando las hilachas de espuma luminosa. De todos los hombres del mundo, se dice de pronto Lolita, de todos cuantos conocí y conoceré, es al que mejor conozco. Y sólo me abrazó una vez.
—¿Por qué habría de hacerlo?
Ella tarda en responder, pues aún sigue asombrada por lo que acaba de descubrir. El poder inaudito del que por primera vez es consciente. Todo tan simple, ahora. Tan obvio que la aterra su propia ingenuidad: haberse estrechado sin reservas aquella noche —vieja ya, imposible hoy— contra el pecho del corsario, sintiendo el olor de su cuerpo y, bajo las manos que tanteaban asombradas y torpes, la espalda recia, masculina. Tan firme y sólida como nunca pudo imaginar. Ajena ella, hasta hoy mismo, a las temibles consecuencias que ese breve instante imponía al hombre que mira el mar con la cabeza baja.
—Porque se lo pido.
Lo dice con firmeza, pero también con economía de palabras y entonación. Consciente de que cualquier paso en falso puede hacer que Lobo levante la vista, la mire de un modo distinto, volviendo en sí del sueño de espuma fosforescente, y todo se pierda sin remedio en la noche violácea que empieza a prolongarse en las sombras bajas de la muralla.
—Pueden matarme —murmura él con sencillez conmovedora—. A mí y a toda mi gente.
—Lo sé.
—No sé si ellos querrían hacerlo... Nadie puede obligarlos. Ni siquiera yo.
—Eso también lo sé.
—Usted...
Ha alzado el rostro y la mira con la postrera luz; pero es demasiado tarde para él. Aunque al escuchar esa última palabra Lolita Palma vacila un segundo en su propósito tenaz, siente de inmediato afianzársele la audacia. Y guarda silencio. Sólo viento y rumor de resaca en las piedras.
—Condenación —susurra Pepe Lobo.
A Lolita le parece asombrosa la precisión seca de la palabra. Por eso sigue callada. No son dulces todas las victorias, está pensando. No las que son como ésta.
—Nunca supo nada de mí —dice el corsario.
No es un lamento, observa ella. Sólo una apreciación técnica. Triste, como mucho. O resignada.
—Se equivoca. Lo sé todo sobre usted.
Ha hablado con mayor dulzura de la que desea. Comprenderlo hace que se detenga un instante. Indecisa. De nuevo el brevísimo flaqueo conmovido, tierno por un momento. Demasiado lejos para oler su cuerpo, esta vez.
—Todo —repite, más seca.
Ahora reflexiona sobre lo que ha dicho ella misma, para concluir que es completamente cierto.
—Por eso he venido —añade enseguida—. Porque sé cuanto necesito saber.
Observa que él aparta la mirada. Evitando su rostro, o tal vez rehúye mostrar el suyo.
—Y yo necesito pensarlo... Hablar con mi tripulación. No puedo decirle nada ahora.
—Lo comprendo. Sí. Pero no hay mucho tiempo.
Un chasquido. Él golpea fuerte con las dos manos sobre el remate de la muralla. La doble palmada resuena en la piedra desnuda.
—Escuche. No puedo prometérselo. Tampoco puede exigir que lo haga.
Lo mira Lolita intensamente, casi con sorpresa. Hombres estúpidos, se dice. Incluso él.
—Ya le he dicho que sí. Que puedo.
Retrocede, al ver que da un paso brusco hacia ella.
—Una vez me besó, capitán.
Lo ha dicho como si el recuerdo bastara para tenerlo a raya. Ríe otra vez el marino, pero de modo distinto a como lo hizo antes. Ahora es más fuerte y amargo. A Lolita le desagrada esa risa.
—Y eso —dice él— le da derecho a disponer de mi vida.
—No. Eso me da derecho a mirarlo como lo miro ahora.
—Maldita sea su mirada, señora. Maldita sea esta ciudad.
Da otro paso en su dirección y ella retrocede de nuevo, desafiante. Se quedan de ese modo, inmóviles, uno frente al otro. Observándose casi en penumbra.
—En otro lugar del mundo, yo...
Pepe Lobo se interrumpe de repente. Como si la luz, al extinguirse, le arrebatara las palabras, derrotando cualquier argumento presente o futuro. Sin duda tiene razón, piensa ella conmovida. Y se lo debo.
—También yo —responde con suavidad.
No hay cálculo en eso. Su voz ha sonado queda, como un gemido sincero que se deslizara mansamente entre ambos. Ya no puede ver los ojos del otro, pero comprueba que mueve la cabeza, descorazonado.
—Cádiz —le oye decir en voz muy baja.
—Sí. Cádiz.
Sólo entonces se atreve y lo toca, con el ademán tímido de una niña que se aventurase cerca de un animal encolerizado. Apoya en el brazo del hombre una mano ligera, como si no pesara. Y nota bajo los dedos, a través del paño de la casaca, estremecerse los músculos tensos del corsario.
Plano del puerto de Cádiz levantado por el brigadier de la Real Armada don Vicente Tofiño de San Miguel.
Pepe Lobo se encuentra de pie, inclinado sobre la representación impresa de la bahía, calculando distancias con un compás de puntas abierto en la medida de una milla, tomada de la escala que figura en la parte superior derecha. A la luz de una lámpara de cardán atornillada en el mamparo, la carta náutica está desplegada en la mesa de la estrecha camareta, bajo la lumbrera cuyos cristales cubre una delgada capa de sal. Eso enturbia la visión del cielo estrellado, limpio de nubes, que gira muy despacio sobre el eje de la Polar, más allá de la prolongada botavara con la vela baja, aferrada, y el único palo de la balandra. Crujen suavemente mamparos y baos cada vez que una ráfaga más intensa del viento noroeste que sopla afuera, silbando en la jarcia, tensa el cabo de fondeo y la
Culebra
se sacude con un estremecimiento vivo, borneando lentamente a babor y estribor, sobre el ancla que reposa en tres brazas de arena y fango, enfilada entre la punta del espigón de San Felipe y las piedras de los Corrales.
—La gente está reunida arriba —dice Ricardo Maraña, que acaba de bajar desde cubierta por la escala del tambucho.
—¿Cuántos faltan?
—Acaba de llegar el contramaestre con ocho hombres más... Sólo quedan en tierra seis.
—Podría ser peor.
—Podría.
Acercándose a la mesa, Maraña echa un vistazo a la carta. Las puntas del compás, girando entre los dedos de Pepe Lobo, recorren sobre el grueso papel la distancia exacta —tres millas— que separa la balandra de la batería francesa situada al extremo oriental de la ensenada de Rota, en el fuerte francés de Santa Catalina. Desde allí, la costa describe hacia poniente un doble arco de cinco millas que forma la ensenada: del fuerte al pequeño cabo de la Puntilla, y de éste a la punta de Rota. El capitán de la
Culebra
ha trazado un círculo a lápiz sobre cada una de las seis baterías ocupadas por los franceses que defienden esa costa: además de Santa Catalina, con sus piezas de largo alcance, están marcadas en la carta las de Ciudad Vieja, Arenilla, Puntilla, Gallina y los cañones de 16 libras que los imperiales tienen instalados en el muellecito de Rota, delante del pueblo.
—A esa hora nos favorecerán la oscuridad y la marea —explica Lobo—. Podemos hacerlo amurados a babor, ciñendo hasta el bajo de la Galera... A partir de ahí daríamos bordos para arrimarnos a la Puntilla y bajar después pegados a la playa, atentos a la sonda, ganando todo el barlovento posible. La ventaja es que nadie espera enemigos por ese lado... Si alguien nos ve, tardará en darse cuenta de que no somos franceses.
El primer oficial sigue inclinado mirando la carta, inexpresivo. Pepe Lobo advierte que estudia con atención los tres círculos a lápiz que bordean la ensenada en su extremo de la izquierda. El joven no dice nada, pero él sabe lo que está pensando: demasiados cañones y demasiado cerca. Para llegar a su objetivo, la
Culebra
deberá deslizarse en la oscuridad, pasando por delante de muchas bocas de fuego. Bastará un centinela suspicaz, un cohete luminoso o un bote de ronda para que una de esas baterías les tire a bocajarro. Y los costados de roble de la balandra, rápida y ligera como una muchacha, no son los de un navío de línea. El castigo que puede encajar antes de venirse abajo es limitado.
—¿Qué opinas, piloto?
El joven hace un gesto vago. Pepe Lobo sabe que su actitud sería la misma si le propusieran navegar directamente hasta Santa Catalina y trabarse a cañonazos con las piezas de grueso calibre del fuerte.
—Si allí rola el viento —dice—, aunque sea un par de cuartas, no podremos acercarnos al fondeadero.
Ha hablado indolente, como suele. Con el habitual distanciamiento técnico. Y ni una palabra sobre las baterías. Sin embargo, como su capitán, Maraña sabe que, si no queda todo resuelto antes del amanecer y los cañones franceses los sorprenden con luz, ni la
Culebra
ni la posible presa saldrán nunca de la ensenada.