—¿De verdad no quiere que lo ascienda, capitán?
—No, mi general —impecable taconazo de circunstancias—. Aunque se lo agradezco mucho. Prefiero seguir con la misma graduación, como saben mis superiores inmediatos.
—Vaya. ¿Le dijo usted eso mismo a Víctor?
—Sí, mi general.
—¿Lo oyen, caballeros?... Vaya tipo raro.
Cierra Desfosseux el cuaderno y se queda pensativo, considerando otro asunto. Al cabo consulta su reloj de bolsillo. Luego abre la caja de munición vacía que usa como escritorio y saca la última comunicación, recibida esta misma tarde, del policía español. Tras un silencio de dos semanas, ese extraño individuo vuelve a pedirle que dentro de cinco días, pasadas las cuatro de la madrugada, haga algunos disparos dirigidos a un lugar concreto de la ciudad. La carta incluye un croquis del área donde deben caer las bombas; y el capitán, que conoce el trazado de Cádiz mejor que sus propias manos, no necesita un plano para determinarlo:
está
dentro del sector de las granadas que estallan, y puede alcanzarse sin problemas mientras no sople un poniente demasiado fuerte. Se trata de la plazuela de San Francisco, situada junto al convento y la iglesia del mismo nombre. Un objetivo relativamente fácil con carga convencional de pólvora y espoleta, siempre que las bombas —a veces parecen pensar por su cuenta, las malditas— no decidan desviarse a la derecha, a la izquierda, o quedarse cortas y caer en el mar.
Pintoresco sujeto ese comisario, piensa el artillero mientras prende fuego a una esquina del papel y lo deja consumirse en el suelo. Poco simpático, desde luego. Con su cara de águila sombría y los ojos relucientes de violencia contenida, traspasados de determinación y venganza insatisfecha. Desde el encuentro clandestino junto a la playa, Simón Desfosseux no ha respondido por escrito a las comunicaciones del español. Lo considera inútil y arriesgado. No para él, que puede justificarse con la excusa de un confidente que lo ayuda a determinar objetivos, sino por la seguridad del propio individuo. No son tiempos para equívocos, ni matices. Duda el artillero que las autoridades del otro bando aceptaran como natural que uno de sus policías, en connivencia con el enemigo, oriente algunos de los disparos que caen en la ciudad, destrozan bienes y se cobran vidas. Son riesgos que ese Tizón parece asumir con despego; pero Desfosseux no desea aumentarlos con una indiscreción suya. Ni siquiera el fiel Bertoldi, que echó una mano cuando la entrevista, está al corriente de lo que se habló: todavía cree habérselas con un espía o confidente. En lo que al capitán se refiere, éste se ha limitado a cumplir su parte del acuerdo, arreglándoselas para que, en las fechas y horas requeridas, el sargento Labiche y sus hombres dirijan unos cañonazos a los lugares indicados, siempre con granadas provistas de pólvora y espoleta. Se trata de bombardear, a fin de cuentas. Puestos a ello, lo mismo da que los proyectiles caigan en un sitio que en otro. En cuanto a la historia de las muchachas muertas, imagina que, en caso de éxito del comisario, éste le enviará alguna comunicación sobre el particular. De cualquier modo, Desfosseux sigue dispuesto a mantener el compromiso. No indefinidamente, claro. Todo tiene su límite.
Poniéndose en pie, el artillero consulta de nuevo el reloj. Después coge casaca y sombrero, apaga la vela y, tras apartar la manta que cubre la entrada de su barraca, sale afuera, a la oscuridad. El cielo está lleno de estrellas, y el viento noroeste agita las llamas de un vivac próximo, donde varios soldados de guardia calientan un puchero con el habitual brebaje de cebada tostada y molida con pretensiones de café, que ni huele a café, ni sabe a café, ni lleva dentro un solo grano de café. El chisporroteo del fuego ilumina, con su danza rojiza, los cañones de los fusiles y los rostros fantasmales donde bailan sombras y reflejos.
—¿Una taza, mi capitán? —pregunta alguien, cuando pasa junto a ellos.
—Luego, si acaso.
—Para entonces no quedará una gota.
Deteniéndose, Desfosseux acepta el pichel de hojalata que le ofrecen, y con él en la mano camina en la oscuridad, atento a dónde pone los pies, hacia la torre de observación que se alza a pocos pasos. La noche es agradable, pese al viento. El verano llega con grandes calores a orillas de la bahía, marcando el mercurio hasta cuarenta grados centígrados a la sombra, y con millones de mosquitos procedentes de las aguas bajas y estancadas atormentando noche y día al ejército imperial. Por lo menos, se dice Desfosseux mientras moja los labios en el brebaje caliente, el noroeste ha ahuyentado el temible bochorno de días anteriores: el otro viento llamado aquí solano, o siroco, que viene de África trayendo fiebres malignas y noches sofocantes, secando arroyos, matando plantas y enloqueciendo a las personas. Dicen que la mayor parte de los asesinatos cometidos en esta tierra, criminal por naturaleza, ocurren mientras sopla el solano. El último caso escandaloso sucedió hace tres semanas, en Jerez. Un teniente coronel de dragones que vivía amancebado con una española —muchos jefes y oficiales se permiten ese lujo, mientras la tropa se desahoga en los burdeles o violando mujeres por su cuenta y riesgo— fue muerto a puñaladas por el marido de ésta, funcionario municipal y hombre ordinariamente pacífico, juramentado del rey José, sin que pudiera establecerse otra motivación que la personal. Bajo la influencia del viento cálido que hace hervir la sangre y trastorna la cabeza.
Apura Simón Desfosseux el poso del brebaje, deja el pichel vacío en el suelo y sube por la crujiente escala que lleva a la plataforma del observatorio, convertida en blocao merced a gruesos tablones de pino chiclanero. Dentro de cinco minutos, el teniente Bertoldi hará con la batería de Fanfán los últimos disparos previstos hoy contra diversos lugares de la ciudad, entre ellos la plaza de San Antonio, San Felipe Neri y el edificio de la Aduana, cumpliendo lo que desde hace meses se ha convertido en programa fijo: unas cuantas bombas disparadas al límite de alcance con la primera luz de la mañana, y nuevos bombardeos a la hora de comer, a la de cenar y de madrugada. Simple rutina diaria: las bombas hacen más daño que antes, pero nadie espera que cambien nada. Ni siquiera el duque de Dalmacia. Asomándose a una aspillera, Desfosseux observa melancólico el paisaje: la gran extensión de la bahía y las poquísimas luces de la ciudad dormida, con el lejano faro de San Sebastián destellando en la distancia. Hay algunas ventanas iluminadas por la parte de la isla de León, y las fogatas de los dos ejércitos se prolongan a lo lejos en forma de arco, por los caños hasta Sancti Petri, delimitando una línea de frente que no se ha movido un palmo en los últimos catorce meses, desde la batalla de Chiclana. Ni se moverá ya, si no es hacia atrás. Con las malas noticias que llegan del resto de la Península, la derrota del mariscal Marmont ante Wellington en los Arapiles y la entrada de los ingleses en Salamanca, los rumores de un repliegue hacia el norte empiezan a correr por el ejército de Andalucía.
En cualquier caso, Cádiz sigue ahí. Tras quitar la tapa al ocular de un moderno catalejo nocturno Thomas Jones montado en trípode, de tubo grueso y casi un metro de longitud —ha costado medio año y agotador papeleo conseguirlo para la Cabezuela—, Desfosseux recorre con la potente óptica los contornos oscuros de la ciudad, deteniéndose en el edificio de la Aduana, donde reside la Regencia. Además del oratorio de San Felipe, lugar de reunión del parlamento rebelde —más lejos y de difícil alcance—, la Aduana es uno de sus objetivos favoritos. Después de muchos intentos, titubeos y fallos, el artillero ha logrado centrar el tiro sobre el edificio, colocándole encima algunas bombas bien dirigidas. Ésa es también su intención esta noche, si Bertoldi anda fino de pulso y el viento noroeste no complica las trayectorias.
Cuando Simón Desfosseux está a punto de apartarse del ocular, una sombra pasa despacio por el círculo de la lente. Moviendo el catalejo hacia la derecha, el capitán la sigue un trecho, curioso. Al fin comprueba que la sombra, aumentada y aplastada por la potencia del instrumento óptico sobre la superficie inmensa y negra de la bahía, son las velas de un barco que, con todo el trapo izado y ciñendo el viento, navega silencioso en la oscuridad, como un fantasma.
En la torre vigía de la terraza, refrescada por el viento que penetra de frente por la ventana del lado norte, Lolita Palma mira también por un catalejo. La línea de la costa, donde mueren las estrellas que salpican el firmamento, apenas se distingue en la ancha negrura de la bahía. Bajo el horizonte sombrío, entintado por la oscuridad algo más intensa que acompaña a la última hora de la noche, no hay otras luces que el destello periódico del faro de San Sebastián, a la izquierda, y algunos débiles puntos luminosos —las luces de Rota— semejantes a estrellas muy bajas, amortiguadas y temblorosas en la distancia.
—Quiere romper el alba —comenta Santos.
Mira Lolita hacia la derecha, en dirección a levante. Más allá de las alturas sombrías de Chiclana y la eminencia de Medina Sidonia, el horizonte vira hacia una levísima línea azulada donde empiezan a apagarse los astros. Esa claridad naciente tardará más de una hora en alejar las tinieblas de la bahía; allí donde ella mira sin resultado desde hace rato, el alma en vilo, esforzándose por penetrar la oscuridad. Al acecho de cualquier indicio revelador de que la
Culebra
pueda estar cerca de su objetivo. Pero no hay otra cosa que la noche. El catalejo no muestra nada particular, y todo parece tranquilo. Puede haberlos retrasado el viento, concluye inquieta. La necesidad de dar demasiados bordos para acercarse. O tal vez les haya sido imposible entrar en el saco de la ensenada, viéndose obligados a navegar hacia el mar abierto. Desistiendo del intento.
—Si los hubieran descubierto, lo sabríamos.
Asiente la mujer sin despegar los labios. Sabe que el viejo marinero tiene razón. Toda esa calma indica que, esté donde esté la balandra, nadie la ha localizado todavía. De lo contrario, hace rato que alguna de las baterías francesas situadas entre el fuerte de Santa Catalina y Rota habría hecho fuego, y el viento que viene de esa orilla traería ruido de combate. El silencio, sin embargo, es absoluto, fuera del rumor del mistral que corre libre, aullante a trechos, por la bahía.
—Meterse ahí no es fácil —añade Santos—. Eso lleva su tiempo.
Asiente otra vez, incierta. Desazonada. Cuando las rachas soplan con excesiva violencia a través de la ventana abierta, tiembla de frío a pesar de la toquilla de lana que lleva —cofia de seda recogiéndole el cabello, chinelas de tafilete— encima de la bata. Hace dos horas que no abandona la torre, y casi toda la noche la ha pasado en vela. La última vez subió tras descabezar un sueño breve e inquieto, sin llegar a conciliarlo del todo, mientras el sirviente se quedaba de guardia con instrucciones de comunicarle la menor novedad. Al poco rato subía de nuevo, impaciente, requiriendo el catalejo. Ahora tiene las manos y el rostro ateridos, sigue destemplada por la larga espera, y los ojos le lagrimean de tanto forzar la vista pegados al visor del catalejo. Recorre cuidadosamente la línea negra de la costa, de derecha a izquierda, deteniendo el círculo de visión en el saco sombrío de la ensenada: allí sólo hay oscuridad y silencio. La idea del
Marco Bruto
y su carga perdidos para siempre, fallida la única ocasión de recobrarlos, la llena de angustia.
—Me temo que no hay nada que hacer —murmura—. Algo les habrá impedido llegar.
La voz de Santos suena paciente, con la antigua flema de la gente de mar hecha a la cara o cruz de su destino.
—No diga eso... El capitán conoce su oficio.
Una pausa. Golpea el viento en fuertes ráfagas que hacen agitarse y gualdrapear la ropa tendida en las terrazas próximas como sudarios de fantasmas enloquecidos.
—¿Me permite fumar, doña Lolita?
—Claro.
—Con su permiso.
A la breve luz del chisquero con que el sirviente enciende un cigarro liado, Lolita Palma observa las duras arrugas que surcan su cara. Pepe Lobo, piensa, estará ahora rodeado de rostros idénticos a éste: hombres curtidos, tallados por el mar. Puede, sin esforzarse en absoluto, imaginar al corsario —si es que no ha renunciado a la empresa y aún sigue adelante— escudriñando la oscuridad ante la proa de la balandra. Atento a cualquier sonido más allá del viento y el crujir de madera y lona, mientras el susurro del sondador encaramado en la serviola cuenta las brazas de agua que hay bajo la quilla y todos aguardan, crispados por la tensión que ata lenguas y seca bocas, el resplandor de una andanada enemiga que barra la cubierta.
Otra racha de mistral húmedo aúlla sobre las terrazas y llega hasta la ventana de la torre vigía. Temblando bajo la toquilla, la mujer siente ahora, preciso y concreto como una herida, el hueco de los gestos que nunca hizo; el silencio de todas las palabras que no pronunció mientras la penumbra del último atardecer-sólo han transcurrido unas horas, y parece goteo de años— velaba las facciones del hombre cuyo recuerdo la estremece: un trazo blanco sobre la piel atezada, doble reflejo de uva mojada en los ojos claros, ausentes, absortos en la noche que se apropiaba implacable de sus sentimientos y sus vidas. Quizá él regrese cuando todo termine, se dice de pronto. Quizá yo pueda, o deba. Aunque no. Tal vez nunca. O sí. Tal vez siempre.
—¡Allí! —exclama Santos.
Sobresaltada, Lolita Palma mira en esa dirección. Entonces contiene el aliento mientras se le eriza la piel. A través de la bahía, el viento arrastra un rumor sordo y monótono, apagado, como truenos muy lejanos. En la ensenada de Rota, sobre la superficie negra del mar, relucen diminutos fogonazos.
Astillas, relampagueo de disparos y hombres que gritan. Cada vez que encaja otra andanada, la
Culebra
tiembla como si estuviera viva, o muriendo. Desde que la balandra apartó al fin su proa de la aleta del bergantín, cayendo a babor en el lecho del viento, Pepe Lobo no ha tenido tiempo de averiguar cómo le van las cosas a Ricardo Maraña y su trozo de abordaje. Apenas el último de ellos se encaramó al
Marco Bruto
—fue un milagro no partir el bauprés en la silenciosa aproximación final a oscuras, pese a ir ya contra el viento—, Lobo pasó a ocuparse del barco sin luces que les disparaba por la banda de estribor. No esperaba encontrar a nadie en ese lado, y el súbito aviso de que había algo fondeado a sotavento y a estribor de la presa lo sorprendió en el último instante, cuando ya no podía alterar la maniobra: un barco armado, de pequeño porte. Posiblemente, el místico corsario que rondaba la bahía, y que en las últimas horas también echó el ancla ahí. Su cañonazo único, aislado, delató a los atacantes antes de tiempo; pero a estas alturas da igual. Hay otras cosas de las que ocuparse. El místico, si es que se trata de él, deriva con el fuerte viento, suelto el fondeo, hecho una hoguera desde que la
Culebra,
apenas Maraña y dieciséis hombres pasaron al abordaje del
Marco Bruto,
le incendió algo a bordo tras largar por estribor, a bocajarro, una andanada de cuatro cañones de 6 libras.