—Ahí van dos años de nuestras vidas —comenta el piamontés.
Sólo entonces se vuelve el capitán a echar un vistazo. El observatorio es una antorcha que arde entre una humareda negra que sube recta al cielo. Los de la otra orilla, piensa, tendrán qué admirar esta noche. Fuegos artificiales y luminarias de punta a punta de la bahía: toda una fiesta de despedida, con pólvora del emperador.
—¿Cómo van las cosas por aquí? —pregunta.
Su ayudante hace un ademán vago. Se diría que las expresiones ir bien o ir mal no tienen mucho que ver con todo aquello.
—Ya están clavados los veinticinco cañones de a cuatro que abandonamos —informa—. Labiche tirará al agua cuantos pueda... Lo demás está quemado o hecho picadillo.
—¿Qué hay de mi equipaje?
—Listo y cargado, como el mío. Salieron hace rato. Con la escolta.
—Bien. Pero tampoco perderíamos gran cosa, usted y yo.
Se miran los dos oficiales. Doble sonrisa triste. Cómplice. Llevan mucho tiempo juntos y no hacen falta más palabras. Los dos salen de allí tan pobres como vinieron. No ocurre lo mismo con sus jefes: esos generales rapaces que se llevan los vasos sagrados de las iglesias y los cubiertos de plata de las casas elegantes donde se alojaron.
—¿Qué órdenes hay para el oficial que se queda con los cañones de a ocho?
—Seguirá disparando hasta que todos hayamos salido de aquí; no vaya a ser que a Manolo se le ocurra desembarcar antes de tiempo... A medianoche lo clavará todo y se irá.
Suelta el ayudante una risita escéptica.
—Espero que aguante hasta entonces, y no salga por pies antes de tiempo.
—Yo también lo espero. Un estampido enorme en la costa, dos millas al noroeste. Un hongo de humo negro se levanta sobre el castillo de Santa Catalina.
—También ésos se dan prisa —apunta Bertoldi.
Mira Desfosseux el interior del reducto de los obuses. Los gastadores han pasado por allí: las cureñas de madera están rotas a hachazos y desmontadas las de hierro. Los gruesos cilindros de bronce yacen tirados por tierra, semejantes a cadáveres tras un combate sangriento.
—Como usted temía, mi capitán, sólo hemos podido llevarnos tres obuses. No tenemos gente ni transporte... El resto hay que dejarlo.
—¿Cuántos ha echado Labiche al agua?
—Uno. Pero ya no tiene medios para llevar hasta allí los otros. Ahora vendrán los zapadores a ponerles una buena carga dentro y taponar la boca. Por lo menos, intentaremos agrietarlos.
Salta Desfosseux al interior, entre las fajinas y tablones rotos, acercándose a las piezas. Le impresiona verlas de ese modo. El pobre Fanfán está allí, tumbado sobre los restos de su afuste. Su bronce pulido, los casi nueve pies de longitud y uno de diámetro, hacen pensar en un enorme cetáceo oscuro, muerto, varado en tierra.
—Sólo son cañones, mi capitán. Fundiremos más.
—¿Para qué?... ¿Para otro Cádiz?
Turbado por una singular melancolía, Desfosseux acaricia con la punta de los dedos las marcas del metal. Los cuños de fundición, las huellas recientes de martillazos en los muñones. El bronce está intacto: ni una grieta.
—Buenos chicos —murmura—. Leales hasta el final.
Se levanta, sintiéndose como un jefe traidor que abandonara a sus hombres. Continúa el fuego de las piezas de 8 libras en la batería baja. Una granada española, disparada desde Puntales, revienta a treinta pasos, haciéndolo agacharse de nuevo mientras Bertoldi, con reflejos de gato, salta desde el parapeto y le cae encima, entre piedras y cascotes que rebotan muy cerca. Casi al mismo tiempo suenan gritos allí donde cayó la bomba: algunos desgraciados acaban de llevarse lo suyo, deduce Desfosseux mientras el ayudante y él se levantan, sacudiéndose la tierra. También es mala suerte, piensa. A última hora y con los carromatos de sanidad militar en Jerez, por lo menos. Todavía no se ha disipado la polvareda, cuando ve aparecer sobre el parapeto al teniente de ingenieros con varios de sus hombres, que transportan pesados cajones con herramientas y cargas de demolición.
—Parece que disfruten, esos cabrones.
Dejando a Fanfán y sus hermanos a merced de los zapadores, el capitán y su ayudante abandonan el reducto y cruzan la pasarela que lleva a los barracones, donde todo empieza también a arder. El calor del incendio es insoportable, y da la impresión de que las llamas hagan ondular el aire en la distancia, donde filas desordenadas de jinetes, artilleros e infantes que empujan carros y cargan toda clase de bultos convergen en la marea azul, parda y gris que se desplaza lentamente por el camino de El Puerto. Doce mil hombres en retirada.
—Nos queda un paseíto —comenta Bertoldi, resignado—. Hasta Francia.
—Más lejos, me temo. Dicen que ahora toca Rusia.
—Mierda.
Simón Desfosseux mira atrás por última vez, en dirección a la ciudad lejana, inalcanzable, que enrojece despacio en el crepúsculo de la bahía. Ojalá, piensa, aquel extraño policía haya encontrado al fin lo que buscaba.
Noche de levante en calma. Ni una ráfaga de brisa en el aire cálido e inmóvil. No hay ruidos, tampoco. Sólo las voces de dos hombres que conversan en voz baja, en la penumbra de un farol puesto en el suelo, entre los escombros del patio del castillo de Guardiamarinas. Junto al boquete del muro que da a la calle del Silencio.
—No me pida tanto —dice Hipólito Barrull.
A su lado, Rogelio Tizón se calla un instante. No le pido nada, responde al fin. Sólo su versión de los hechos. Su enfoque del asunto. Usted es el único con la lucidez suficiente para darme lo que necesito: el punto racional que aclare el resto. La mirada científica que ordene lo que ya conozco.
—No hay mucho que ordenar, en mi opinión. No siempre es posible... Hay claves que nunca estarán a nuestro alcance. No en este tiempo, desde luego. Harán falta siglos para comprender.
—Jabonero —murmura el comisario entre dientes.
Está decepcionado. Confuso, todavía.
—Un maldito y simple jabonero —repite, tras un instante.
Siente en él la mirada del profesor. Un destello del farol en el doble reflejo de los lentes.
—¿Por qué no?... Eso apenas tiene que ver. Es cuestión de sensibilidades.
—Dígame qué le parece.
Aparta el rostro Barrull. Es evidente su incomodidad por estar allí. Hace rato que ésta supera a su curiosidad inicial. Desde que subió del sótano del castillo, su actitud es distinta. Evasiva.
—Sólo he hablado con él durante media hora.
Tizón no dice nada. Se limita a esperar. Al cabo de un momento ve cómo el otro mira alrededor, a las sombras del viejo edificio oscuro y abandonado.
—Es un hombre obsesionado por la precisión —dice al fin Barrull—. Seguramente la familiaridad de su oficio con la química tiene mucho que ver... Maneja, por decirlo así, un sistema propio de pesos y medidas. En realidad es hijo de nuestro tiempo... De pleno derecho, además. Un espíritu cuantificador, diría yo. Geométrico.
—No está loco, entonces.
—Ésa es palabra de doble filo, comisario. Un cajón de sastre peligroso.
—Descríbamelo mejor, entonces. Defínalo.
Ojalá pudiera, responde el profesor. Él sólo consigue imaginar una pequeña parte, nada más. Cuando dice obsesionado con la precisión, eso significa muy cuidadoso con los detalles. Y más si se tiene una mente matemática. Sin duda es el caso. Ese hombre posee ambas características. Aunque nunca recibió educación científica, es un matemático natural. Capaz de ver las regularidades, las leyes que subyacen detrás de una gran cantidad de datos de todo tipo: aire, olor, viento, ángulos urbanos...
—Usted sabe a qué me refiero —concluye.
—¿Por qué mata?
—Quizá la soberbia tenga algo que ver... Rebelión, también. Y resentimiento.
—Es curioso que diga lo del resentimiento. Ese hombre tuvo una hija... Murió hace doce años, durante la epidemia de fiebre amarilla. A los dieciséis.
Barrull lo mira ahora con interés. Y cautela. Tizón mueve ligeramente la cabeza. Mira a un lado y luego a otro, llenándose los ojos de sombras.
—Como la mía —añade.
Recuerda fríamente el largo interrogatorio, abajo. El estupor de Cadalso cuando le ordenó llevar allí al jabonero, y no a los calabozos de la calle del Mirador. La cura superficial del balazo, alojado en el hueso de la cadera derecha. Las preguntas y los gritos de dolor, al principio. La impresión de Hipólito Barrull cuando Tizón lo hizo bajar al sótano ruinoso del castillo. Su horror y desconcierto iniciales. Usted lleva diez años diciendo que es mi amigo, profesor. Demuéstrelo. Tiene media hora para rascarle el alma a este sujeto, antes de que lo encare con todos sus demonios y los míos.
—Continúe, por favor. Diga lo que piensa.
Tarda Barrull algún tiempo en responder, mientras Rogelio Tizón considera la conversación a la que asistió abajo hace un rato, apoyado en la pared mientras fumaba un cigarro. Observando al profesor que, sentado en una silla desvencijada, a la luz de un candil de aceite, hablaba con el hombre aprisionado con grilletes de hierro en las muñecas y los tobillos, tirado sobre un viejo jergón puesto en el suelo y con un mal vendaje en torno a la cintura. Aquel rumor de palabras en voz baja, susurros casi siempre, mientras la llama aceitosa hacía brillar la piel grasienta del jabonero y relucía en sus pupilas dilatadas por una gota de láudano —una sola— vertida en un vaso de agua. Quiero tenerlo lúcido y sin demasiado dolor, había explicado Tizón. Capaz de razonar. Sólo un rato y para que ustedes charlen. Después dará lo mismo que le duela o no.
—Está claro que ese hombre se rebela ante nuestra visión prosaica del mundo —dice al fin Barrull—. Para él, fabricar jabones no es un simple trabajo, sino alta precisión: requiere combinar con exactitud absoluta los diferentes elementos con los que trabaja. Que toca y huele. Y que van a parar a otras pieles, y carnes. De mujeres jóvenes, sobre todo... Las que entraban cada día en su tienda a pedir esto o aquello.
—El hijo de puta.
—No simplifique, comisario.
—¿Insinúa que además de científico es un artista?
—Así se considera él, probablemente. Puede que esa idea lo redima de ser un simple manipulador de sustancias. Podría tener un fondo sensible. Y en función de esa sensibilidad, mata.
Sensibilidad. La palabra arranca a Tizón una risa agria.
—Ese látigo trenzado de alambre... Lo tenía allí abajo, con él. Lo encontramos en la cueva.
—Supongo que la cofradía de disciplinantes le dio la idea.
—Ni siquiera es miembro numerario. En la Santa Cueva sólo admiten a gente de origen noble... Es el ayudante de ceremonias. Una especie de acólito, o mayordomo.
Mira Tizón el cielo. Sobre los muros mellados y siniestros del castillo en sombras relucen las estrellas. Son frías igual que sus pensamientos, ahora. Nunca se había sentido tan lúcido, piensa. Tan claro respecto al presente y al futuro.
—¿Cómo podía prever lo de las bombas?
—Se adiestró a sí mismo. Fue capaz de intuir que Cádiz es un lugar especial conformado por el mar, los vientos y la estructura urbana que los enfrenta y canaliza.
Para él, éste no es sólo un conjunto de edificios habitados por personas, sino un conglomerado de aire, silencios, sonidos, temperatura, luces, olores...
—No íbamos descaminados, entonces.
—En absoluto. Usted lo demostró. Igual que ese hombre, compuso en su mente un mapa peculiar de la ciudad, hecho de tales elementos. Una ciudad paralela. Oculta.
Sobreviene un largo silencio, que el policía no quiere interrumpir. Al cabo, Barrull se mueve un poco en la penumbra del farol. Inquieto.
—Diablos —dice—. Esto es complicado, comisario... Sólo puedo imaginar. Apenas he hablado con él media hora. No estoy seguro de que mezclarme en esto...
Alza una mano Tizón, descartando excusas. Ademán impaciente. No es tiempo lo que le sobra esta noche.
—Las bombas... Dígame dónde aparecen el después y el antes.
Esta vez el silencio es breve. Reflexivo. Barrull está de nuevo inmóvil. Puedo aventurar una teoría, responde al fin. Una simple idea sin base científica. Cuando los cañones franceses empezaron a tronar, el complejo mundo del químico-jabonero habría ido desarrollándose en direcciones insospechadas. Quizás al principio temió ser víctima de una bala de cañón. Quizás acudía a ver los lugares de los impactos, atraído por la satisfacción de haber escapado indemne. Pudo ser que, al repetirse una y otra vez, ese sentimiento de alivio diera paso a otros.
—¿Al deseo de exponerse? —pregunta Tizón—. ¿De arriesgar?
—Es posible. Tal vez quiso situarse al extremo de la curva de artillería, en la parte peligrosa... Su instinto, su sensibilidad, lo empujaban a influir en ella.
—Matando.
—Sí. ¿Por qué no?... Considérelo: una vida humana en lugares donde habían caído bombas que no mataban. Compensando el error de la ciencia. Colaborando con la técnica imperfecta, gracias a su sentido de la precisión. De ese modo, una vida y el lugar de impacto de una bomba coincidirían con exactitud absoluta.
—¿Y cómo dio el paso para anticiparse?
La luz del farol ilumina, desde abajo, una mueca en el rostro equino de Barrull. Casi parece una sonrisa.
—Como lo dio usted, en cierto modo... La obsesión acompañada de sensibilidades extremas genera monstruos. Y la de ese individuo es una de ellas. Dedujo que el azar no existe, y se encontró ansiando predecir con rigor dónde caerían los siguientes proyectiles. Desafiando al engañoso hijo bastardo de la ignorancia.
—Y entonces empezó a pensar.
Observa el policía que Barrull lo mira con interés, como sorprendido por una apreciación exacta.
—Eso es. O creo que fue así. Que sólo hacía eso: pensar y pensar. Y que su inteligencia enfermiza, su sensibilidad extrema, hicieron el resto con una precisión fría. La suya acabó siendo una crueldad...
—¿Técnica?
Es consciente de que lo ha dicho como quien sabe de qué habla. Pero el otro no parece darle importancia al tono. Sigue atento a su propia idea.
—Eso creo —responde—. Técnica, objetiva... Restituía sus derechos al universo, ¿comprende?
—Comprendo.
El policía comprende de veras. Hace rato. Las distancias se están reduciendo de un modo asombroso, resume. Incluso inquietante. ¿Cuáles fueron las palabras que usó el profesor?... Sí. Ya recuerda: rebelión y resentimiento. Una visión del mundo acorde con la verdad de la Naturaleza. Condición humana y condición del universo. Hormigas bajo la bota de un dios cruel, ajeno a todo. Un brazo ejecutor. Un látigo de acero.