El asedio (76 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—No es un mal ejemplo —admite Tizón.

Barrull, que parece reflexionar sobre cuanto acaba de decir, mira al montañés, que limpia vasos en el fregadero, y luego al padre que sigue leyendo en su rincón. Al hablar de nuevo, baja la voz.

—Alguna vez, conversando sobre esto mismo, usted recurrió al símil del ajedrez. Y posiblemente tenga razón... Esta ciudad es el territorio. El tablero. Un espacio que, le guste o no, ha llegado a compartir con el asesino. Por eso ve Cádiz como no podemos verla los demás.

Mira el plato, aún pensativo, y se come las dos aceitunas de Tizón.

—Y aunque esto acabe alguna vez —añade—, nunca podrá volver a verla como antes.

Saca un monedero para pagar las manzanillas, pero Tizón hace un gesto negativo y llama la atención del montañés. Ponlo a mi cuenta, dice. Salen los dos afuera, caminando despacio en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Los pasos resuenan en las calles vacías. Un farol encendido en la esquina de Juan de Andas alarga sus sombras en el empedrado, ante las puertas cerradas de las tiendas de costura.

—¿Qué piensa hacer ahora, comisario?

—Mantener mi plan, mientras pueda.

—¿Vórtices?... ¿Cálculo de probabilidades?

Hay un asomo de amable ironía en el tono, pero Tizón no se molesta por ello.

—Ojalá calcular me fuera posible —responde con franqueza—. Hay algunos sitios que tengo entre ceja y ceja. Los he explorado y llevo días, semanas, estudiándolos en cada detalle.

—¿Son muchos?

—Tres. Uno queda fuera del alcance de los tiros franceses. Por eso lo descarto, en principio... Los otros son más asequibles.

—¿Para el asesino?

—Claro.

Se calla un momento el policía, mientras levanta el faldón de su levita. A la luz ya lejana del farol, muestra la culata de un cachorrillo Ketland de dos cañones que lleva en el lado derecho de la cintura.

—Esta vez no se escapará —comenta, serio—. Y voy prevenido.

Advierte que Barrull lo mira con atención y evidente desconcierto. Tizón sabe que es la primera vez, desde que se conocen, que el profesor lo ve con un arma de fuego.

—¿Ha pensado que con su intervención puede estar modificando el territorio del asesino?... ¿Perturbándole las ideas, o las intenciones?

Ahora es Tizón el sorprendido. Llegan a la plaza de San Juan de Dios, donde sienten la brisa fresca y salina del mar próximo. Hay una calesa parada, con el cochero dormido en el pescante. A la izquierda, bajo el doble pináculo de la Puerta de Mar, iluminado por el lado de tierra con un farol que da tonalidad amarillenta a las piedras de la muralla, los centinelas cambian el turno de guardia. Destacan en la penumbra, ante las garitas, sus correajes blancos y el brillo de las bayonetas.

—No lo había pensado —murmura el policía.

Se queda un rato callado, considerando la nueva perspectiva. Al fin mueve la cabeza, admitiéndola.

—Quizá por eso lleve tiempo sin matar, quiere usted decir.

—Es posible —confirma Barrull—. Puede que su manipulación en lo de las bombas, al modificar, por decirlo de algún modo, el azar ingenuo con que disparaba el artillero francés, esté cambiando el plano mental del asesino. Y lo desconcierte... Quizá no vuelva a matar.

Inclina la cabeza Tizón, lúgubre, mientras se palmea levemente el costado donde siente la dureza de la pistola.

—O quizá termine aceptando el juego —concluye— y venga donde lo espero.

17

Se esponja la última luz de la tarde, dilatándose muy despacio ante la noche de tonos morados que se desliza bajo las terrazas, torres y espadañas. Cuando Lolita Palma llega en calesa al Mentidero, acompañada por su doncella Mari Paz y por el teniente de la
Culebra,
Ricardo Maraña, los cristales de las fachadas orientadas a poniente reflejan el destello rojo que en ese momento se extingue en el mar. Empieza la hora, tan gaditana y amada por ella, de la débil claridad marinera: cuando las voces y los sonidos se oyen amortiguados y lejanos como el martilleo de un calafate en una barca del puerto, los pescadores que vuelven de la muralla pasan bajo las farolas todavía apagadas con sus cañas al hombro, los ociosos regresan de ver ponerse el sol más allá del faro de San Sebastián, y en el interior de las tiendas y portales empiezan a encenderse candelillas, quinqués y candiles que intensifican el efecto de entreluces, salpicando la penumbra indecisa y serena donde la ciudad se recuesta cada día.

Al anochecer, la plaza de la Cruz de la Verdad, conocida por el Mentidero, parece el real de una feria. Ordenando a la doncella y al cochero que esperen en la esquina de la calle del Veedor, Lolita Palma acepta la mano que le ofrece Maraña, baja del coche, se acomoda la mantilla de encaje negro sobre la cabeza y los hombros, y camina en compañía del joven marino entre tiendas de campaña, niños que corretean jugando y familias enteras que, sentadas en el suelo, cocinan en fogones ocasionales y se disponen a pasar la noche al sereno. En las últimas semanas, los bombardeos franceses se intensifican, aumentando su alcance. Ahora las bombas caen con sistemática frecuencia, y aunque el número de víctimas no es excesivo —muchas granadas enemigas siguen sin estallar, y causan pocos daños— los vecinos de las zonas más expuestas aprovechan lo templado de las noches para refugiarse en esta parte de la ciudad, a salvo de la artillería enemiga. Improvisando cobijos con mantas, jergones, lonas y velas de barco, los desplazados ocupan la plaza y parte de la explanada que, contigua, se extiende entre los baluartes de la Candelaria y el Bonete. Cada atardecer convierte así el barrio y la plaza del Mentidero en campamento nómada, donde a las tabernas y colmados tradicionales se añaden ahora los bodegones en plena calle, el vino, la conversación, la música y las canciones con que gaditanos y emigrados sobrellevan hasta la madrugada, entre resignados y festivos, lo incómodo de la situación.

Pepe Lobo está cenando frente al café del Petit Versalles, a la puerta de la pulpería del Negro, situada en la esquina de la calle de Hércules: establecimiento de dudosa fama, especializado en sardinas en espetón, pulpo asado y vino tinto. Cuando llega el buen tiempo, su dueño instala afuera un tablado con tres o cuatro mesas, frecuentadas por marinos y forasteros a los que atraen las mujeres que, al caer la noche, rondan la calle misma y la cercana alamedilla del Perejil. Lolita Palma, que ha visto al corsario, se detiene sin que éste advierta su presencia y deja seguir solo a Ricardo Maraña. Hace más de una hora que busca a Lobo por la ciudad: primero en el despacho de los Sánchez Guinea, donde le contaron que estuvo un rato por la tarde; y después en el puerto, donde se encuentra fondeada la
Culebra,
lista para levar ancla apenas amaine el fuerte noroeste que desde hace dos días sopla en la bahía. Avisado por un botero, el primer oficial de la balandra desembarcó enseguida —cuestión de vida o muerte, dijo ella sin otras explicaciones—, ofreciéndose cortés, tan frío y correcto como suele, para acompañarla hasta el Mentidero, donde le constaba que cenaría su capitán. Ahora, de lejos, Lolita ve al teniente llegar a la mesa de Pepe Lobo e inclinarse a cambiar unas palabras mientras se vuelve en su dirección. El capitán corsario mira con asombro a la mujer y luego dice algo a Maraña, que se encoge de hombros. Lobo deja la servilleta sobre la mesa, se levanta y viene al encuentro de Lolita, sin sombrero, esquivando a la gente. Ella no le concede tiempo para pronunciar el ¿qué hace usted aquí? que apunta en su boca mientras se aproxima.

—Tengo un problema —dice a bocajarro.

El marino parece desconcertado.

—¿Grave?

—Mucho.

Dirige el otro un vistazo alrededor. Incómodo. Su teniente se ha sentado en la mesa y los observa desde allí mientras se sirve un vaso de vino.

—No sé si éste es lugar adecuado —comenta el corsario.

—Da lo mismo —Lolita habla con una serenidad que a ella misma la sorprende—. Los franceses han capturado el
Marco Bruto.

—Vaya... ¿Cuándo fue?

—Ayer, frente a punta Candor. Una cañonera de la Real Armada trajo esta mañana la noticia. Lo vieron al hacer un reconocimiento de la ensenada de Rota. Están fondeados allí, juntos, el
Marco Bruto y
el falucho corsario que lo apresó... Debía de navegar demasiado cerca de tierra, y el francés le salió al encuentro.

Siente la mirada del hombre, que la estudia preocupado. Ella ha venido resuelta, después de meditar cuanto debe decir. Preparando cada gesto y cada palabra. Su apariencia tranquila, sin embargo, responde sólo a un esfuerzo de voluntad. A una intensa violencia interior.

No es fácil encarar la mirada valorativa de los ojos claros que la interrogan. De la boca entreabierta que tiene delante.

—Lo siento —dice Lobo—. Es una desgracia.

—Es más que sentirlo o no sentirlo. Y más que una desgracia, es un desastre.

Lo que viene a continuación nada tiene que ver con un arrebato de sinceridad. Lolita. Palma lo cuenta todo porque sabe que es el único camino. La conclusión válida, irremediable, a la que ha llegado. Habla así de la valiosa carga de cobre, azúcar, grana y añil que transporta el bergantín, y también de los 20.000 pesos vitales para la supervivencia inmediata de la firma familiar. Sin contar el valor de la embarcación y los efectos menores que hay a bordo.

—Por lo que he podido averiguar —concluye—, la intención de los franceses era llevarse el barco a Sanlúcar y descargarlo allí; pero el temporal los hizo resguardarse tras la punta de Rota... Se supone que en cuanto cambie el viento levarán el ancla. El muellecito es demasiado pequeño para atracar en él.

El marino se ha erguido un momento, después de escuchar ligeramente inclinado hacia Lolita, en silencio. De nuevo mira a un lado y a otro, y al cabo detiene la vista en ella.

—Esta noroestada puede durar un par de días... ¿Por qué no alijan en la playa?

Lolita Palma no lo sabe. Quizá no se atrevan, con las cañoneras españolas e inglesas tan cerca. Además, la base principal del falucho está en Sanlúcar, y pueden querer llevárselo allí. También hay guerrilleros operando cerca del río Salado. En tales casos, los franceses no se fían del transporte por tierra.

—¿De verdad le interesa lo que digo, capitán?

Esa pregunta la formula con un punto de irritación. Una chispa que roza el despecho. Observa que él ha apartado otra vez la mirada, cual si no dedicara toda su atención a lo que le cuenta, y la dirige a las candilejas y lamparillas que siguen encendiéndose entre dos luces, en los portales y las tiendas de los edificios cercanos. Al cabo de un momento lo ve entornar los párpados.

—¿Me ha estado buscando para contármelo?

Por fin la mira de nuevo. Desconfiado. Así es como mira el mar, concluye ella. O la vida. Y es ahora cuando debo decirlo.

—Quiero que recupere el
Marco Bruto.

Ha hablado —ha conseguido hacerlo— en voz baja y serena. Después levanta la barbilla y se lo queda mirando con mucha intensidad y fijeza, sin parpadear, mientras intenta disimular el ritmo desordenado de su corazón. Sería ridículo, piensa atropelladamente, casi alarmada, caerme redonda al suelo. Sin frasco de sales.

—Es una broma —dice Pepe Lobo.

—Usted sabe que no.

Ahora no está segura de que no le haya temblado la voz. Los ojos verdes parecen analizar cada pulgada de su piel.

—¿Ha venido aquí por eso?

No es realmente una pregunta, ni hay sorpresa en tales palabras. Por su parte, Lolita Palma no responde. No podría hacerlo. Se siente minada por una extraña lasitud, casi enfermiza, que la debilita por momentos. Los latidos fuertes e irregulares del corazón se espacian desde hace rato, dilatándose demasiado el tiempo entre unos y otros. Ha llegado hasta donde podía llegar, y lo sabe. Sin duda el corsario también lo sabe, pues tras una vacilación mueve una mano, acercándola al brazo izquierdo de la mujer: lo imprescindible para rozarle ligeramente un codo, como si la invitara a caminar un poco. A moverse. Ella se deja llevar, obediente. Sigue la indicación del gesto leve del hombre. Da unos pasos sin rumbo, y él va a su lado. Al cabo de un momento escucha otra vez su voz.

—Imposible meterse en Rota... Habrán fondeado como de costumbre, en tres brazas y media, entre la punta y las piedras. Protegidos por las baterías de la Gallina y la Puntilla.

No se ha echado a reír, piensa ella con alivio. Tampoco dice ninguna inconveniencia, como llegó a temer. Su escepticismo sólo suena grave. Correcto. Parece sinceramente inclinado a explicarle por qué no puede ser. Por qué no puede hacer lo que le pide.

—Se podría intentar de noche —dice Lolita, fríamente—. Si se mantiene el viento del noroeste, bastará cortar el fondeo y largar alguna vela para que él bergantín derive y se aleje de tierra...

Lo deja ahí, callándose para que calen sus palabras. Para que lo vea como ella lo ve; como lleva todo el día viéndolo, después de grabarse en la cabeza la carta náutica de la bahía que tiene desplegada sobre la mesa de su despacho. Ahora advierte que el marino se ha vuelto a mirarla de lado con especial interés. Admiración, quizás. Puede que un punto expectante, o divertido. Pero el tono de sorpresa parece sincero.

—Vaya. Lo ha estudiado bien.

—Me va todo en ello.

La plaza del Mentidero se estrecha en dirección a la explanada, la muralla y el mar, entre el parque de artillería y los pabellones militares de la Candelaria. Bajo las tiendas de campaña donde las familias refugiadas hacen grupos se encienden más fuegos de leña en los que hierven pucheros. Suena griterío de niños, y también las notas sueltas, melancólicas, de alguien que afina una guitarra. Hay una carbonería en la última fila de casas, con paquetes de escobas atadas con junquillos apoyados en la puerta, donde una mujer mayor con pañoleta negra dormita en una silla. Detrás, a su espalda, una mortecina luz de lámpara de aceite ilumina sacos y serones llenos de carbón.

—En cuanto cambie el viento, el
Marco Bruto
se irá de la ensenada —aventura Pepe Lobo—. Lo que usted pretende sólo sería posible intentado cuando esté en mar abierto, lejos de las baterías.

—Puede ser demasiado tarde. Irán prevenidos, quizá con escolta. Eso nos quita la ventaja de la sorpresa.

Detecta Lolita Palma una sonrisa escéptica en la boca del corsario. Desde la noche de Carnaval, nada de lo que tenga que ver con esa boca le pasa inadvertido.

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