—Si alguna vez tiene algo que contar, estoy a su disposición —zanja el policía—. Lo mismo le digo a usted, señor capitán... Tengo el despacho en la calle del Mirador, enfrente de la cárcel nueva.
Se pone el sombrero y balancea el bastón, a punto de irse; pero todavía se demora un instante.
—Una cosa más —añade, dirigiéndose a Maraña—. Yo tendría cuidado con los paseos nocturnos... Exponen a malos encuentros. A consecuencias.
El joven le mira los ojos con manifiesta pereza. Al cabo asiente levemente, por dos veces, y echándose un poco atrás en la silla levanta el faldón izquierdo de su chaqueta. Reluce allí el latón en la culata de madera barnizada de una pistola corta de marina.
—Desde que se inventó esto, las consecuencias van en dos direcciones.
Inclinando ligeramente la cabeza, el policía parece meditar sobre pistolas, direcciones y consecuencias mientras escarba la arena con la contera del bastón. Al fin, tras un breve suspiro, hace ademán de escribir en el aire.
—Tomo nota —dice con equívoca suavidad—. Y le recuerdo, de paso, que el uso de armas de fuego está prohibido en Cádiz a los particulares.
Sonríe Maraña casi pensativo, sosteniéndole la mirada. Las antorchas y el rasgueo de guitarras hacen bailar sombras en su rostro.
—No soy un particular, señor. Soy un oficial corsario con patente del rey... Estamos fuera de las murallas de la ciudad, y su competencia no llega hasta aquí.
Asiente el policía, exageradamente formal.
—También tomo nota de eso.
—Pues cuando haya terminado de tomarla, váyase al infierno.
El diente de oro reluce por última vez. Es toda una promesa de incomodidades futuras, estima Pepe Lobo, si alguna vez su teniente se cruza en el camino de la ley y el orden. Sin más comentarios, los dos marinos observan cómo el comisario vuelve la espalda y se aleja por la arena de la playa hacia el arrecife y la puerta de la muralla. Maraña contempla melancólico su vaso vacío.
—Voy a pedir otra botella.
—Déjalo. Iré yo —Lobo aún sigue con la vista al policía—... ¿De verdad fuiste a El Puerto con el Mulato?
—Podría ser. —¿Sabías que es sospechoso? —Bobadas —el joven tuerce la boca, con desdén—. En todo caso, no es asunto mío.
—Pues ese cabrón parecía bien informado. Es su trabajo, imagino. Informarse.
Los dos corsarios se quedan callados un momento. Hasta ellos sigue llegando el jaleo de los tablaos. El policía ha desaparecido en las sombras, bajo el arco de la Puerta de la Caleta.
—Si hay asuntos de espionaje de por medio —comenta Pepe Lobo—, puedes tener problemas.
—No empieces tú también, capitán. Basta por hoy.
—¿Piensas ir esta noche?
Maraña no responde. Ha cogido el vaso vacío y le da vueltas entre los dedos.
—Esto cambia las cosas —insiste Lobo—. No puedo arriesgarme a que te detengan en vísperas de salir a la mar.
—No te preocupes... No pienso moverme de Cádiz.
—Dame tu palabra.
—Ni hablar. Mi vida privada es cosa mía.
—No es tu vida privada. Es tu compromiso. No puedo perder a mi piloto dos días antes de zarpar.
Taciturno, Maraña mira la luz del faro en la distancia. Su propia palabra de honor es de las pocas cosas que respeta, sabe Pepe Lobo. El piloto de la
Culebra
tiene a gala lo que para otros —y ahí se incluye sin reparos el capitán corsario— es sólo fórmula táctica o recurso que a nada obliga. Sostener a todo trance la palabra dada resulta una consecuencia más de su naturaleza sombría y desafiante. Una forma de desesperación como otra cualquiera.
—Tienes mi palabra.
Pepe Lobo apura lo que queda en su vaso, y se levanta.
—Voy por aguardiente. De paso echaré una meada.
Camina por la arena hasta el piso de tablas del colmado cercano y pide que lleven otra botella a la mesa. Al hacerlo pasa cerca del grupo de oficiales con los que está sentado el capitán Virués, y comprueba que éste lo mira, reconociéndolo. El corsario sigue adelante, encaminándose a un rincón oscuro de la muralla, bajo la plataforma de San Pedro, que huele a orines y suciedad. Desabotonándose, se alivia apoyado con una mano en el muro, abrocha de nuevo el calzón y vuelve sobre sus pasos. Cuando pisa otra vez las tablas del colmado, algunos acompañantes de Virués lo observan con curiosidad.
Es probable que éste haya hecho algún apunte particular, y la presencia en el grupo de dos casacas rojas hace sospechar a Pepe Lobo que Gibraltar ha salido a relucir. No sería la primera vez, y eso incluye a Lolita Palma. El recuerdo lo enfurece. Difícil pasar por alto el «hay quien dice que no es usted un caballero» de la última conversación. Nunca pretendió ser tal cosa, pero no le gusta que Virués lo certifique en tertulias y saraos. Ni que induzca las sonrisas disimuladas que advierte al pasar junto a los oficiales.
Sigue adelante el corsario mientras rememora a ráfagas la noche de Gibraltar, la oscuridad del puerto y la tensión de la espera, el peligro y los susurros, el centinela apuñalado en tierra, el agua fría antes de abordar la tartana, la lucha sorda con el marinero de guardia, el chapoteo del cuerpo al caer al agua, la vela desplegada tras picar el fondeo y la embarcación derivando en el agua negra de la bahía, hacia poniente y la libertad. Todo eso, mientras Virués y sus iguales dormían a pierna suelta esperando el canje que los devolviera a España con el honor intacto, el uniforme bien planchado y las cejas enarcadas con aire de superioridad, cual suelen. Todos de la misma casta, como aquel pisaverde jovencito que pretendió batirse en duelo tras el canje, en Algeciras, y al que Pepe Lobo envió a paseo riéndosele en la cara. Ahora siente que las cosas son distintas, o al menos lo parecen. El aguardiente, quizás. Las guitarras. Tal vez todo habría sido de otra manera si hubiese sido Virués, y no un lechuguino imberbe, quien lo invitara a batirse en Algeciras. Estúpido y estirado hijo de mala madre.
Antes de reflexionar sobre sus actos, o sobre las consecuencias de éstos, el corsario da media vuelta y regresa junto a la mesa de los oficiales. Qué estoy haciendo, se dice de camino. Pero ya es tarde para cambiar de bordo. Virués está acompañado por tres españoles y dos ingleses. Los últimos, capitán y teniente, llevan las casacas de la infantería de marina británica. Los españoles son tres capitanes: uno viste uniforme de artillero, y dos el azul claro con solapas amarillas del regimiento de Irlanda. Todos levantan el rostro, sorprendidos, al verlo llegar.
—¿Nos conocemos, señor?
Le pregunta a Virués, que lo mira desconcertado. Queda el grupo en silencio. Expectante. Sólo se oye la música del colmado. Es evidente que el capitán de ingenieros no esperaba esto. Tampoco Pepe Lobo. Qué diablos hago, se dice de nuevo. Aquí. Liándola como un borracho.
—Creo que sí —responde el interpelado.
Pepe Lobo admira, ecuánime, el mentón bien rasurado a tales horas de la noche, el bigote trigueño y las patillas a la moda. Un chico de buena planta, concluye una vez más. Capitán de ingenieros, nada menos. Alguien con instrucción y futuro en la guerra y fuera de ella, de los que van por el mundo con la mitad del camino hecho. Un caballero, que diría Lolita Palma. O que dijo. Perfecto para ofrecer un pañuelo perfumado y limpio a una señora, o agua bendita a la salida de misa.
—Eso me pareció. Usted era de los que estaban en Gibraltar, mano sobre mano, esperando un cómodo canje...
Lo deja en el aire. Parpadea ligeramente el otro, irguiéndose un poco en la silla. Como era de esperar, entre los demás oficiales ya no sonríe nadie. Bocas abiertas, los españoles. Los ingleses, de momento, no se enteran de nada. What.
—Me encontraba allí bajo palabra, señor. Como usted.
Virués recalca las dos últimas palabras, altanero. El corsario sonríe con descaro.
—Sí. Bajo palabra y en buena compañía de estos señores ingleses... A los que observo sigue teniendo afición.
Arruga ceño el militar. Su desconcierto inicial empieza a transformarse en irritación. A Pepe Lobo no se le despista la breve mirada que dirige a su sable, apoyado en la silla. Pero él no lleva armas. Nunca en tierra, y menos cuando bebe. Ni siquiera su cuchillo marinero. Aprendió esa lección muy joven, de puerto en puerto, viendo ahorcar a gente.
—¿Me está buscando querella, señor?
Medita un momento el corsario, casi poniéndole buena voluntad. Una pregunta interesante, de cualquier modo. Oportuna, dadas las circunstancias. Al cabo, tras considerarla en serio, encoge los hombros.
—No lo sé —responde, sincero—. Lo que sé es que no me gusta cómo me mira. Ni lo que dice, o insinúa, cuando no estoy presente.
—Nunca he dicho a sus espaldas nada que no pueda decirle a la cara.
—¿Por ejemplo?
—Que en Gibraltar no se comportó como es debido... Que su fuga, quebrantando las reglas, nos puso a todos en situación vergonzosa.
—Se refiere, supongo, a usted y a los tontos como usted.
Rumor indignado en torno a la mesa. Un golpe de sangre sofoca el rostro de Virués. Al instante se pone en pie como el hombre educado que es: despacio, sereno, aparentando calma. Pero Lobo observa sus manos crispadas. Eso le causa un gozo interno feroz. Los otros oficiales siguen sentados y se miran entre ellos. En especial los ingleses: es obvio que no entienden una palabra de español, pero no lo necesitan. Ahora la escena es internacional. Se traduce sola.
Virués se toca el corbatín negro que lleva en torno al cuello inmaculado de la camisa, como para ajustarlo. Es patente su esfuerzo por controlarse. Estira los faldones de la casaca, apoya una mano en la cadera y mira desde arriba al corsario. Le lleva por lo menos seis pulgadas.
—Eso es una bellaquería —dice.
Pepe Lobo no abre la boca. Las palabras ofenden según y cómo, y él es perro de aguas, viejo. Se limita a estudiar al otro de abajo arriba con ojo atento —como si llevara encima el cuchillo que no lleva—, calculando dónde pegar en cuanto Virués mueva un dedo, si es que lo hace. Como si adivinara la intención, el militar permanece inmóvil, mirándolo inquisitivo. Mundanamente amenazador. Lo que significa sólo hasta cierto punto.
—Exijo una solución honorable, señor.
Lo de honorable hace torcer el gesto al corsario. Casi se ríe. Con el honor militar hemos dado, piensa. Venga y tóqueme la flor, corneta.
—Déjese de cuentos y posturitas. Esto no es la Corte, ni una sala de banderas.
En la mesa, los oficiales no se pierden palabra. Pepe Lobo tiene desabotonada la casaca y los brazos separados del cuerpo, como los luchadores. Es lo que parece en este momento: recio de hombros, manos fuertes. Su instinto de marino, combinado con larga experiencia de antros portuarios e incidentes asociados, lo mantiene alerta previendo movimientos probables e improbables. Calculando riesgos. Ese mismo hábito le hace advertir a su espalda la presencia silenciosa de Ricardo Maraña. El Marquesito, olfateando problemas, se ha acercado y se mantiene en facha y a punto, por si hay refriega. Peligroso como suele. Y ojalá, piensa Lobo, no se le ocurra meter mano a lo que carga al costado izquierdo, bajo el faldón de la chaqueta. Porque el aguardiente gasta bromas pesadas. Como la que me está gastando a mí, por ejemplo. El impulso idiota que ahora me tiene ante este fulano, incapaz de ir hacia adelante si él no da el paso, ni hacia atrás sin envainármela, infringiendo una norma básica: nunca tocar zafarrancho a deshoras, ni en el sitio equivocado.
—Quiero una satisfacción —insiste Virués.
Mira el corsario hacia el arrecife que se prolonga ¡más allá del castillo de Santa Catalina. Es el único lugar próximo que ofrece discreción razonable, pero por suerte faltan dos horas para que la marea baja lo descubra por completo. Siente unas ganas enormes de tumbar al capitán a puñetazos, pero no de batirse de modo formal, con padrinos y todo cristo jugando a protocolos ridículos. La idea es absurda. El duelo está prohibido por la ley. En el mejor de los casos, podría perder la patente de corso y el mando de la
Culebra.
Descontando lo mal que iban a tomárselo los Sánchez Guinea. Y Lolita Palma.
—Salgo a la mar dentro de dos días —comenta, neutro.
Lo ha dicho en el tono adecuado, alzada la cara. Como si lo pensara en voz alta. Nadie puede decir que se echa atrás. El otro mira a sus compañeros. Uno de ellos, capitán de artillería con bigote gris y aspecto respetable, niega ligeramente con la cabeza. Ahora Virués vacila, y el corsario lo advierte. Lo mismo hay suerte, se dice. Igual lo dejamos para otro día. Más discreto.
—Don Lorenzo entra de servicio mañana temprano —confirma Bigote Gris—. Esta madrugada volvemos a la isla de León. Él, yo mismo y también estos caballeros.
Imperturbable en apariencia, Pepe Lobo sigue mirando fijo a Virués.
—Difícil lo tenemos, entonces.
—Eso parece.
Indecisión por ambos lados, ahora. Desahogo disimulado por parte del corsario. Tiempo al tiempo, concluye, y luego ya veremos. Se pregunta si el adversario estará tan aliviado como él. Aunque su olfato le dice que sí. Que lo está.
—Aplazamos la conversación, en tal caso.
—Confío en vernos pronto, señor —señala Virués.
—Ahórrese lo de señor. Le traba la lengua... Y yo también confío en eso, amigo. Para borrarle esa sonrisa de la boca.
Otro golpe de calor en el rostro del militar. Por un instante, Lobo cree que se le va a echar encima. Si intenta abofetearme, piensa, rompo una botella y le abro la cara. Y que salga el sol por donde se tercie.
—Nunca fui su amigo —responde Virués, indignado—. Y si esta noche no fuera...
—Ya. Si no fuera.
Ríe el corsario, grosero. Desvergonzado. Mientras lo hace, mete los dedos en un bolsillo del chaleco, saca dos monedas de plata que arroja al dueño del colmado y da la espalda a Virués, alejándose de allí. Detrás suenan los pasos irregulares de Ricardo Maraña, primero sobre las tablas del suelo y después sobre la arena.
—Increíble... Me sermoneas predicando prudencia, y a los cinco minutos te buscas un duelo.
Pepe Lobo se echa a reír otra vez. De sí mismo, sobre todo.
—Es el aguardiente, supongo.
Caminan por el chirrasco rojizo de la orilla, hacia los botes varados junto a la pasarela del arrecife de San Sebastián. Maraña ha alcanzado a su capitán y cojea a su lado, observándolo a la luz imprecisa de las antorchas clavadas en la arena. Lo hace con curiosidad, como si esta noche lo viera por primera vez.