El asedio (81 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—¡Al asesino! —grita después del fogonazo—. ¡Al asesino!

O la bala ha dado en carne, o el fugitivo resbala sobre el empedrado húmedo: Tizón lo ve caer y levantarse de nuevo, con asombrosa agilidad, en la esquina misma de la calle de San Francisco. Ahora el policía corre detrás, a pocos pasos. Va cuesta abajo, y eso lo ayuda. De improviso, el fugitivo tuerce a la derecha y se pierde de vista. Lo sigue Tizón a la carrera, pero al doblar la esquina sólo ve la calle vacía, en la penumbra gris de la niebla que lo moja todo. Es imposible, decide, que haya llegado al otro extremo. Deteniéndose, mientras procura recobrar el aliento y serenarse, estudia la situación. Cuando ordena las ideas, comprueba que se encuentra en el tramo alto de la calle del Baluarte, que cruza con la de San Francisco. El silencio es absoluto. Tizón saca del bolsillo el silbato y se lo lleva a los labios; pero tras un titubeo renuncia a usarlo de momento. Con mucho cuidado, procurando apoyar el talón antes que la suela de las botas para no hacer ruido, se mueve por el centro de la calle, cauto como un cazador, mirando a uno y otro lado con el cachorrillo en la mano derecha y el bastón en la izquierda; ensordecido por el batir del pulso que le retumba en los tímpanos. A su paso encuentra puertas cerradas o portales vacíos —muchos vecinos los dejan abiertos en esta época del año—, y durante un trecho, desesperado, amargo hasta blasfemar entre dientes, está seguro de haber perdido la partida. Una de las últimas casas, situada en la parte izquierda y cerca de la esquina, tiene el portal abierto, largo y profundo, en forma de casapuerta cerrada por la habitual verja al fondo. Con cautela, Tizón se apoya en la pared húmeda y asoma la cabeza en la oscuridad, escudriñando el interior. Apenas se recorta en el hueco, una sombra surge con brusquedad, lo aparta de un empujón y se precipita a la calle, no sin que antes el comisario le dispare a bocajarro el segundo tiro de la pistola, con un breve fogonazo que el capotillo del otro oculta, mientras brota de sus labios un gruñido casi animal, desesperado y violento. Tambaleándose por el golpe, cae Tizón al suelo, lastimándose un codo. Se incorpora en cuanto puede y corre tras el fugitivo, que ha doblado la esquina; pero al llegar a ésta ve la calle desierta en la claridad brumosa del halo de la luna. Al perseguido parece, de nuevo, habérselo tragado la niebla. Reprimiendo el impulso de seguir corriendo, el comisario se detiene, respira hondo y reflexiona. Es imposible que el otro haya logrado llegar a la siguiente esquina, concluye. La calle es demasiado larga. Parte de ella, además, está ocupada por la iglesia del Rosario. Esto significa que, en vez de seguir huyendo, el fugitivo ha buscado refugio en otro portal; y éstos no son muchos en ese tramo. El lugar puede ser casual, o tal vez vive allí mismo, en alguna casa próxima. Es probable, además, que vaya herido. Quizá necesite un escondite provisional para mirarse el balazo. Para estar un rato quieto y reponerse. O desfallecer. Sin perder de vista la calle en ningún momento, el policía estudia las casas una por una, mientras procura imaginar qué habría hecho él. Está seguro de que su gente ha oído los tiros y no tardará en acudir. Y esta vez sí, concluye. Ahora el lobo ha mordido la presa y no está dispuesto a soltarla. No, al menos, mientras pueda hacer algo para acorralarla un poco más. Lo primero es rodear el lugar, el tiempo necesario. Cerrar la red. Que nadie salga de allí sin registrarlo bien de arriba abajo.

Parado entre la niebla, Tizón se guarda en el bolsillo la pistola, se lleva el silbato a la boca y emite un largo pitido, tres veces. Después enciende un cigarro y espera a que llegue su gente. Mientras aguarda, intenta ordenar los hechos. Reconstruirlo todo. Entonces se pregunta qué habrá ocurrido antes, en la parte oscura de la plaza. Por qué el grito de Cadalso, si es que de verdad era él, y los primeros toques de silbato.

En la salita de recibir de la planta baja, entre las estampas marineras enmarcadas sobre el friso de madera oscura, el leve tictac del reloj inglés de péndulo llena los silencios. Éstos son muchos y desconcertados. Pausas de asombro y horror. Sentada en la butaca tapizada de vaqueta, Lolita Palma retuerce un pañuelo entre los dedos. Tiene las manos juntas en el regazo del vestido azul oscuro, de mañana, ceñido al talle con botonadura de azabache negro.

—¿Cómo la encontraron? —pregunta, estremeciéndose.

El policía —comisario Tizón, ha dicho al presentarse— está sentado en el borde del sofá, rígido, con el sombrero a un lado y el bastón apoyado en las rodillas. Su levita marrón, de corte vulgar, está tan arrugada como los pantalones. El rostro se ve demacrado: párpados enrojecidos, cercos oscuros en los ojos, mentón sin afeitar bajo las frondosas patillas que se unen con el bigote. Una mala noche, sin duda. Sueño y cansancio. La nariz aguileña, fuerte, recuerda la de un ave rapaz. Un águila cruel, peligrosa y fatigada.

—Por casualidad, en el patio del almacén de leña... Uno de nuestros hombres entró para hacer una necesidad y vio el cadáver en el suelo.

Habla mirándola a los ojos, pero ella nota su incomodidad. De vez en cuando el policía dirige un vistazo rápido al reloj de la pared, como si el pensamiento se le escapara a otra parte. Se diría que está deseando abreviar la charla. El trámite enojoso que lo ocupa allí.

—¿Estaba muy... maltratada?

El otro hace un gesto ambiguo.

—No la violentaron, si es a lo que se refiere. Por lo demás... Bueno... No fue una muerte agradable. Ninguna lo es.

Se calla, dejando a Lolita Palma imaginar el resto. Ella se estremece de nuevo. Incrédula, todavía. Asomada, a su pesar, al borde de un abismo inesperado. Dolor y negro espanto.

—Era sólo una niña —murmura, aturdida.

Sigue retorciendo el pañuelo. No quiere flaquear, y lo ha evitado hasta ahora. No delante de este hombre. Ni de nadie. El primo Toño, que ha venido corriendo al enterarse, sí está arriba con Curra Vilches y otros amigos y vecinos, destrozado. Tirado en un sillón y llorando como un chiquillo.

—¿Han capturado al que lo hizo?

El mismo gesto que antes. La pregunta parece acentuar la incomodidad del comisario.

—Estamos en ello —responde, neutro.

—¿Es el que hizo eso a otras mujeres?... Corría el rumor hace unos meses.

—Es pronto para establecerlo.

—He sabido que al poco rato cayó una bomba casi en el mismo sitio... ¿Es verdad que mató a dos personas y malhirió a tres?

—Eso parece.

—Qué desafortunada casualidad.

—Muy desafortunada. Sí.

Lolita Palma advierte que el policía mira con aire distraído las estampas de las paredes, como queriendo cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Por qué salió de casa la muchacha?

Se lo explica en pocas palabras: iba a un recado, a la botica de la Cruz de Madera. El mayordomo, Rosas, está en cama, enfermo. Hacían falta unos remedios, y él mismo pidió a Mari Paz que fuera a buscarlos.

—¿Sola y a esa hora?

—No era muy tarde. Serían las diez, o poco más. Y la botica está ahí mismo, a tres manzanas... Fuera de los bombardeos franceses, éste siempre fue un barrio tranquilo. Muy respetable y seguro.

—¿A nadie le preocupó que no volviera?

—No nos dimos cuenta. Ya se había cenado en casa... El mayordomo estaba dormido en su cuarto, y yo arriba, en mi gabinete. No pensaba bajar y no la necesitaba.

Se interrumpe mientras rememora lo de anoche: ella en la habitación del piso alto, ignorante de lo que en ese momento le ocurría a la infeliz muchacha. Ocupada, hasta muy tarde, en el papeleo oficial ocasionado por la recuperación del
Marco Bruto
y la pérdida de la
Culebra.
Moviéndose como una autómata desprovista de alma, reacia a pensar en nada que no fuesen los aspectos prácticos del asunto. Secos los ojos, muy lento el corazón. Y también, pese a todo, asomada a la ventana, a ratos, entre las macetas de helechos, mirando el halo de luna sobre la niebla. Recordando la mirada color de uva mojada de Pepe Lobo. Concédame que es demasiado pedir, había dicho él. En otro lugar del mundo. Yo.

—Es terrible —se lamenta—. Espantoso.

El tono del policía suena rutinario. Con sequedad profesional.

—¿Tenía novio?... ¿Pretendientes?

—No, que yo sepa.

—¿Y familia en Cádiz?

Mueve Lolita la cabeza. La joven, cuenta, era de la isla de León. Gente pobre, honrada. Trabajadores de las salinas. El padre es una buena persona. Felipe Mojarra, se llama. Sirve en la compañía de escopeteros de don Cristóbal Sánchez de la Campa.

—¿Sabe lo que ha pasado?

—Le he mandado aviso con mi cochero, que lleva una carta mía para que sus superiores le permitan venir... ¡Pobre hombre!

Se queda absorta, abatida. Húmedos los ojos, al fin. Imagina el dolor de esa familia. La desgraciada madre. Su chiquilla, muerta de aquel modo atroz. Con diecisiete años.

—Increíble. Espantoso e increíble. ¿Es cierto lo que me han contado?... ¿Que la torturaron antes de matarla?

El policía no dice nada. Sólo la mira inexpresivo. Ella siente ahora, sin remedio, una lágrima resbalar hasta la barbilla.

—Por Dios —gime.

Se avergüenza de mostrar debilidad ante un extraño, pero no puede evitarlo. Su propia imaginación la maltrata. Aquella pobre niña.

—Quién podría...

Se ahogan las palabras. Roto el dique, las lágrimas brotan copiosas, mojándole la cara. Incómodo, el comisario desvía de nuevo la vista, carraspea. Al fin coge bastón y sombrero y se pone en pie.

—En realidad, señora —dice casi con suavidad—, puede cualquiera.

Ella se lo queda mirando desde la butaca, sin comprender. De qué me habla, piensa. A quién se refiere.

—Encontrarán al asesino, espero.

Una mueca casi animal crispa la boca del otro. Reluce allí un diente de oro, esquinado. Un colmillo.

—Si no se tuercen las cosas, estamos a punto de cogerlo.

—¿Y qué harán con ese canalla?

La mirada dura y fría del hombre traspasa a Lolita Palma como si fuese más allá, lejos. A lugares turbios, inexplicables, que sólo él puede ver.

—Justicia —responde en voz muy baja.

Toda la luz del sur en unos pocos pasos, bajo un cielo tan limpio y azul que hiere la vista. La calle del Rosario no parece la misma de anoche: blanco de cal, dorado de piedra marina y macetas con geranios en los balcones. Entre esa claridad, desaliñado, sudoroso, con huellas de insomnio en la cara, el ayudante de Rogelio Tizón agacha la cabeza a la manera de un perrazo enorme y torpe.

—Le juro que hacemos todo lo posible, señor comisario.

—Y yo te juro que os mato, Cadalso... Como se haya escapado, os arranco los ojos y meo en vuestra calavera.

Parpadea el esbirro, fruncido el ceño, considerando seriamente lo que la amenaza tiene de exagerado y de real. No parece ver claro el límite.

—Hemos registrado la calle, casa por casa —dice al fin—. Y ni rastro. Nadie sabe nada. Nadie lo ha visto... Lo único que hemos confirmado es que está herido. Usted le dio lo suyo.

Camina un poco Tizón, balanceando el bastón. Furioso. Hay hombres de guardia a los extremos de la calle y en las puertas de algunas casas: una veintena de agentes y rondines repartidos por el lugar, controlándolo todo bajo la mirada de los vecinos que curiosean desde balcones y ventanas. Cadalso señala un portal próximo a la esquina.

—Cuando puso una mano ahí, dejó una huella de sangre. Y otra más allá.

—¿Habéis comprobado que no sea un vecino?

—Con el padrón municipal y la lista del barrio. Nombre por nombre —Cadalso señala a la gente asomada—. Aquí nadie está herido. Y nadie salió anoche después de las diez.

—Eso no puede ser. Yo mismo lo encajoné en este sitio. Y no me moví hasta que llegaste dando pitidos, con todos esos inútiles.

Ha ido hasta el portal y observa la mancha pardusca en el quicio encalado. Tres dedos y la palma de una mano. Al menos, piensa con retorcida satisfacción, uno de sus dos tiros hizo carne. El pájaro lleva plomo en el ala.

—¿No pudo escapársele entre la niebla, señor comisario?

—Te digo que no, coño. Lo seguí de cerca, y no tuvo tiempo de llegar al final de la calle.

—Pues tenemos acordonadas las dos manzanas de casas, a derecha e izquierda.

—¿También los sótanos?

La duda ofende, expresa el gesto mohíno del esbirro. A estas alturas del oficio.

—Cribados. Hasta la leña y el carbón hemos removido.

—¿Y las terrazas?

—Registradas todas. Una por una. Todavía tenemos gente arriba, por si acaso.

—No puede ser.

—Pues ya me dirá.

Golpea Tizón el suelo con la contera del bastón, impaciente.

—Estoy seguro de que en algo habéis metido la pata.

—Le digo que no. Créame. Todo se hizo como ordenó. Yo mismo me aseguré de eso —se rasca la cabeza el esbirro, desorientado—. Si al menos le hubiera visto usted la cara...

—Habérsela visto tú, cuando te pasó por delante de las narices. Idiota.

Baja la cabeza el otro, dolido. Menos por el insulto que por el escepticismo de su jefe. Desentendiéndose del ayudante, Rogelio Tizón camina calle abajo, mirando a todas partes.

—Alguien se habrá descuidado —murmura—. Seguro.

El otro le ha ido detrás, gachas las orejas. Pegado a sus talones como un chucho fiel tras el amo que le pega.

—Todo podría ser, señor comisario —concede al fin—. Pero le juro que se ha hecho lo mejor posible. Anoche lo rodeamos todo con mucha rapidez. No pudo ir lejos.

Un estampido cercano. Una bomba acaba de caer en el Palillero. Cadalso da un respingo, mirando en esa dirección, y la mayor parte de los curiosos se retiran de balcones y ventanas. Indiferente, concentrado en lo suyo, Rogelio Tizón ha llegado ante la fachada de la iglesia del Rosario. Como muchas de Cádiz, ésta no es un edificio exento de los del resto de la calle, sino integrado bajo la cornisa general de las casas. Sólo las torres destacan sobre el grueso portón de la entrada, abierto de par en par. Anoche estaba cerrado. Tizón se asoma al recinto, observando el pulpito y las naves laterales. Al fondo, bajo el retablo, brilla la lamparilla del sagrario.

—Además —prosigue Cadalso, reuniéndose con él—, si me permite decirlo, yo mismo he tomado esto... Vaya. Un asunto personal. La impresión que me dio entrar a mear en el patio y tropezarme con la pobre chiquilla... Jesús. Ya oyó el grito que di, avisando a la gente. Y menos mal que usted estaba cerca del sujeto. Si no, habría escapado otra vez.

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