El asedio (25 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Mandaré a recogerlo esta tarde. Muerto, como convinimos... ¿De qué manera piensa hacerlo?

El Mulato encoge los hombros.

—Ah, pues no sé... Con veneno, supongo. O asfixiándolo.

—Prefiero lo último —dice con frialdad el taxidermista—. Ciertas sustancias perjudican la conservación del cuerpo. En cualquier caso, cuide que la piel no sufra desperfectos.

—Claro —responde el otro, mirando la gota de sudor oscuro que a Fumagal se le desliza por la frente.

Viernes por la tarde. Una lona tendida a la altura del piso superior filtra la luz sobre el patio de la casa, donde las grandes macetas con helechos, los geranios, las mecedoras y sillas de rejilla dispuestas junto al brocal del aljibe crean un ambiente fresco y grato. Lolita Palma bebe un sorbo de marrasquino de guindas, deja la copita sobre el mantel de ganchillo de la pequeña mesa, junto al servicio de plata y los frascos de licor, y se inclina hacia su madre para arreglarle los almohadones de la butaca. Seca, vestida de negro, con una cofia de encaje recogiéndole el cabello y su rosario sobre el chal que le cubre el regazo, Manuela Ugarte, viuda de Tomás Palma, preside como cada tarde, cuando está de humor para levantarse de la cama, la pequeña tertulia familiar. En la casa de la calle del Baluarte es hora de visitas. Está allí Cari Palma, hermana de Lolita, con su marido, Alfonso Solé. También Amparo Pimentel —una vecina viuda y entrada en años que es como de la familia—, Curra Vilches y el primo Toño, habitual de cada día a estas horas, y a todas.

—No os lo vais a creer —dice éste—. Traigo la última.

—De Cádiz te lo creo todo —replica Curra Vilches.

Con su desenfado habitual, el primo Toño cuenta su episodio. El más reciente llamamiento militar, que prevé la incorporación al Ejército de varios centenares de vecinos contemplados en la primera clase a reclutar —solteros y casados o viudos sin hijos—, se ha visto desatendido, presentándose apenas cinco de cada diez. El resto anda emboscado en sus casas, buscándose certificados y exenciones o alistándose en las milicias locales para escurrir el bulto. La reciente batalla de La Albuera, en Extremadura, ganada a los franceses a costa de terribles pérdidas —millar y medio de españoles y tres mil quinientos ingleses muertos o heridos—, no anima a los nuevos reclutas. De manera que las Cortes han ideado un truco para resolver el problema: extender la conscripción a la segunda y tercera clase, a fin de que estos últimos, para librarse ellos, delaten ante las autoridades a los remolones de la clase anterior.

—¿Y te afecta la norma, primo? —pregunta Cari Palma, abanicándose guasona.

—Nunca. Lejos de mi intención disputar a nadie los laureles y la gloria. Yo me libro por hijo de viuda, y por haber pagado los quince mil reales que eximen del glorioso ejercicio de las armas.

—Por pagar, pase. Pero por lo otro... ¡Si la tía Carmela murió hace ocho años!

—Eso no quita que muriese viuda —con un catavinos en una mano y una botella de manzanilla en la otra, el primo Toño contempla al trasluz el contenido menguante de ésta—. Además, sólo hay una campaña bélica a la que yo iría voluntario: reconquistar Jerez y Sanlúcar para la patria.

—Seguro que ahí lucharías como un tigre —apunta divertida Lolita.

—Y que lo digas, niña. A la bayoneta o como fuera. Palmo a palmo, bodega a bodega... Por cierto. ¿Sabéis la historieta del rey Pepe que está allí de visita y se cae a una cuba?... Todos los franceses empiezan a gritar: «Echadle una cuerda, echadle una cuerda». Y el fulano, asomando la cabeza, responde: «¡Noooo!... ¡Echadme jamón y queso!».

Ríe Lolita, como todos, aunque el cuñado Alfonso ríe lo justo. La única que permanece seria y seca es la madre. Una mueca condescendiente, lejana, donde se traslucen las cinco gotas de láudano que, disueltas tres veces al día en un vaso de agua de azahar, alivian las molestias del tumor escirroso que la mina muy despacio. Manuela Ugarte tiene sesenta y dos años y desconoce la malignidad de su dolencia; sólo la hija mayor está al corriente, tras haber impuesto silencio al médico que la diagnosticó. Sabe que nada se adelantaría de otro modo. La evolución de la enfermedad se anuncia lenta, sin final previsible a corto plazo; su madre la acusa paulatinamente, de modo todavía tolerable, sin dolores extremos. Hipocondríaca por naturaleza, no pisa la calle desde mucho antes de existir el mal que todavía ignora: pasa el día en la cama, en su habitación, y sólo por la tarde baja un rato, apoyada en el brazo de su hija mayor, a sentarse en el patio, en verano, o en el salón, en invierno, a recibir visitas. Su existencia discurre por márgenes estrechos, entre caprichos domésticos que nadie regatea, extracto de opio e ignorancia sobre su estado real. El estrago de la enfermedad secreta es fácilmente atribuible a achaques de los años, a fatiga, al cada día estancado en la rutina roma de una vida sin objeto. Manuela Ugarte dejó de ser esposa hace tiempo, y de madre ejerció lo justo, encomendándoselo todo a amas de cría, tatas y maestras. Lolita no recuerda haber recibido espontáneamente un beso suyo, jamás. Sólo su hermano mayor, el hijo varón desaparecido, iluminaba esos ojos enjutos. Desenvuelto, buen mozo, viajero, formado en casa de corresponsales de Buenos Aires, La Habana, Liverpool y Burdeos, Francisco de Paula Palma estaba destinado a dirigir la empresa familiar, reforzándola mediante una alianza matrimonial ventajosa con la hija de otro comerciante local llamado Carlos Power. La invasión francesa obligó a aplazar la boda. Alistado desde el primer momento en el batallón de Tiradores de Cádiz, Francisco de Paula murió el 16 de julio de 1808 combatiendo en los olivares de Andújar, durante la batalla de Bailén.

—Acordaos de lo que pasó cuando las obras para fortificar la Cortadura —dice Curra Vilches—: Cádiz al completo en plan albañil, acarreando piedra, hombro con hombro. Fiesta popular con música y merienda. Todos juntos: el noble, el comerciante, el fraile y el individuo del pueblo llano... El caso es que a los pocos días algunos ya pagaban a otros para que fueran en su lugar. Y al final se presentaban a trabajar cuatro gatos.

—Lástima de rejas —apunta Cari Palma.

Asiente su madre sin despegar los labios, avinagrado el semblante. Lo de las rejas de la Cortadura se lleva mal en esta casa. Para las obras de defensa del año diez, con los franceses a las puertas, la Regencia, además de imponer a la ciudad una contribución de un millón de pesos, hizo demoler todas las fincas de recreo que había por la parte del arrecife —incluida una perteneciente a la familia, que ya había perdido la casa de verano con la llegada de los franceses a Chiclana—, pidiendo además a los vecinos de Cádiz el hierro de sus cancelas y ventanas. A ello atendieron los Palma enviando las suyas, con una bella verja que cerraba la entrada al patio: ofrenda inútil, pues el hierro acabó mal empleado cuando la estabilización de la línea de frente en la isla de León hizo innecesaria la obra de la Cortadura. Si algo incomoda el espíritu comercial de los Palma no son los sacrificios impuestos por la guerra —por encima de todos, la pérdida del hijo y hermano muerto—, sino los gastos sin sentido, las contribuciones abusivas y el despilfarro oficial. Sobre todo cuando es la clase comerciante la que en todo tiempo, con guerra como sin ella, mantiene viva esta ciudad.

—Nos tienen exprimidos como limones —apunta el cufiado Alfonso, malhumorado cual suele.

—De paella —puntualiza el primo Toño.

Alfonso Solé se mantiene distante, sentado rígido en el filo de su butaca de mimbre, sin relajarse nunca. Para él, acudir a la casa de la calle del Baluarte supone un deber social. Se le nota, y procura que así sea. En el caso de un negociante de su posición, visitar cada viernes a suegra y cuñada es algo tan rutinario como despachar correspondencia. Se trata de cumplir las normas no escritas del qué dirán gaditano. En esta ciudad, los lazos de familia obligan a ciertos usos de clase. Además, con Palma e Hijos de por medio, nunca se sabe. Cuidar las formas es también un modo de mantener el crédito financiero. Si llegan apuros —la guerra y el comercio están llenos de accidentes inoportunos—, todo el mundo sabe que no será su cuñada quien le niegue respaldo para salir a flote. No por él, naturalmente. Por su hermana. Pero todo queda en casa.

Continúa la conversación en torno al dinero. Expresa Alfonso Solé entre sorbos a su taza de té —le gusta poner en evidencia el tiempo que pasó formándose en Londres— el temor de que, tal como están las cosas, las Cortes impongan una nueva contribución al comercio gaditano. Eso sería lamentable, dice, habiendo como hay retenidos en la Aduana más de cincuenta mil pesos pertenecientes a individuos que se hallan en país ocupado. Una suma que podría pasar directamente a la tesorería de la nación.

—Sería un expolio inicuo —opone Lolita.

—Llámalo como quieras. Pero mejor ellos que nosotros.

Asiente Cari Palma a cada frase, abriendo y cerrando el abanico. Visiblemente satisfecha de la firmeza de su esposo, desafía con la mirada a formular objeciones. Desde luego, mi amor, apunta cada gesto. Faltaría más. Naturalmente, cariño. Con ojo crítico, hecha hace tiempo a ello, Lolita observa a su hermana. Muy parecidas en el aspecto físico —Cari es más agraciada, merced a sus ojos claros y a una nariz pequeña y armoniosa—, las dos tenían ya caracteres opuestos cuando niñas. Ligera e inconstante, más parecida a su madre que al padre, la menor de las Palma vio colmadas pronto sus aspiraciones mediante un matrimonio adecuado, sin hijos hasta ahora, y una posición social conveniente. Enamorada de su marido, o segura de estarlo, Cari no ve más que por los ojos de Alfonso ni habla más que por su boca. Lolita está acostumbrada a ello; y hoy advierte los indicios con la sensación habitual de remoto rencor, no por el presente —la vida doméstica de su hermana la trae sin cuidado— sino por el pasado: infancia, juventud, soledad, melancolía, cristales empañados con gotas de lluvia. Áridas tardes de estudio inclinada sobre libros de comercio o cuadernos de contabilidad, aprendiendo inglés, aritmética, cálculo mercantil, leyendo sobre viajes o costumbres extranjeras, mientras Cari, siempre desahogada y superficial, se arreglaba los rizos ante un espejo o jugaba con casitas de muñecas. Luego, con el tiempo, vinieron la ausencia del hermano, la responsabilidad, el peso a veces insoportable de la carga familiar, la madre siempre seca y excesiva. El resquemor displicente y apenas disimulado —visitas semanales incluidas— del cuñado Alfonso y de Cari, la princesita guapa reina del baile. Toda molesta, ella, arrugando su naricilla porque es Lolita quien, tras renunciar a tantas cosas, dirige ahora el patrimonio de los Palma y trabaja por mantenerlo a flote, ganándose el respeto de Cádiz. Sin permitir al cuñado mojar en la salsa.

Suena la campana de la verja, y Rosas, el mayordomo, cruza el patio y reaparece anunciando dos nuevas visitas. Un momento después se presenta el capitán Virués, de uniforme, sombrero galoneado y sable bajo el brazo, en compañía de Jorge Fernández Cuchillero, el criollo que se encuentra en Cádiz como delegado de la ciudad de Buenos Aires en las Cortes: veintisiete años, rubio, elegante, de buena traza, vestido con frac gris ceniza, corbata de dos puntas a la americana, calzón de cinta y botas altas. Una cicatriz en la cara. Es un chico fino, amable, habitual de la casa Palma por descender de comerciantes de origen asturiano con los que hace años existe relación estrecha, perturbada ahora por los disturbios en el Río de la Plata. Como en el caso de otros diputados que representan a provincias americanas insurgentes, la situación política de Fernández Cuchillero es delicada, propia de los confusos tiempos que vive la monarquía hispana: delegado en el congreso de Cádiz de una Junta que se encuentra en rebeldía armada contra la metrópoli.

—Habrá que traer repuesto de manzanilla —sugiere el primo Toño.

Descorcha Rosas una nueva botella refrescada en el aljibe y se acomodan los recién llegados, comentando el excesivo alquiler de cuarenta reales diarios que su casera pide al diputado criollo; hasta el punto de que éste acaba de pedir amparo a las Cortes.

—Ni en Sierra Morena —concluye.

Discurre luego la conversación por los sucesos en el Río de la Plata, la actuación contra los rebeldes desde el apostadero de Montevideo y la oferta inglesa para mediar en la pacificación de las provincias disidentes de América. Según cuenta Fernández Cuchillero, en San Felipe Neri se debate estos días la posibilidad de conceder a Inglaterra, a cambio de su intervención diplomática, ocho meses para comerciar libremente con los puertos americanos. Medida de la que él, como otros diputados de ultramar, se declara partidario.

—Eso es ridículo —argumenta desabrido el cuñado Alfonso—. Si los británicos encuentran francos esos puertos, ya no se irán nunca... ¡Buenos son ellos!

—Pues el asunto está maduro —confirma el criollo con mucha flema—. Se dice incluso que, si ven desairada su propuesta, podrían retirarse de Portugal, abandonando el sitio de Badajoz y los planes de la nueva batalla que se proyecta para batir al mariscal Soult...

—Eso es puro chantaje.

—Sin duda, señor mío. Pero en Londres lo llaman diplomacia.

—En tal caso, Cádiz tiene que hacerse oír. Una medida así supondría el fin de nuestro comercio con América. La ruina de la ciudad.

Lolita juguetea con el abanico —negro, chinesco, país pintado con flores de azahar— que tiene cerrado en el regazo. Le fastidia estar de acuerdo en algo con su cufiado. Pero lo está. Y no le importa decirlo en voz alta.

—Ocurrirá tarde o temprano —opina—. Con mediación o sin ella, América revuelta es demasiado tentadora para Inglaterra. Todo ese mercado enorme ahí, a su disposición... Tan mal llevado por nosotros. Y tan lejos. Tan sometido a impuestos, tasas, restricciones y burocracia... Así que los ingleses harán lo de siempre: por un lado jugarán a mediadores, y por otro atizarán la hoguera, como hacen en Buenos Aires. Son finísimos pescando en río revuelto.

—No deberías hablar así de nuestros aliados, Lolita.

Calla la madre, cabeza baja y aire ausente. Lo mismo puede estar oyendo la conversación, que absorta en sus vapores de láudano. La reconvención ha venido de Amparo Pimentel. Con su copita de anís en la mano —la vecina anda por la tercera, como si compitiese con el manzanillero primo Toño—, ésta se muestra escandalizada. De lo que no está segura Lolita Palma es de si el apunte responde a su juicio desfavorable sobre la nación inglesa, o al hecho de que, siendo mujer, se exprese con tanta desenvoltura sobre asuntos de política y comercio.

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