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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (26 page)

BOOK: El asedio
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Su párroco predilecto, que es el de San Francisco, critica a veces suavemente, en su sermón dominical, ciertos excesos en el ejercicio de tales libertades por parte de señoras de la buena sociedad gaditana. A Lolita eso la tiene sin cuidado —mucho se guardaría cualquier párroco de ir más allá en Cádiz—; pero la vecina Pimentel, aunque habitual de la casa Palma, siempre fue estrecha de miras y conciencia. Elementalmente clásica. Sin duda, Cari Palma es su modelo de mujer: casada, prudente, sólo atenta a su aderezo personal y a la felicidad doméstica de su marido. No un marimacho con los dedos manchados de tinta y las macetas llenas de helechos y plantas raras en vez de flores como Dios manda.

—¿Aliados? —Lolita la mira con blanda censura—... ¿Usted ha visto la cara de vinagre del embajador Wellesley?

—¿Y la de su hermano Güelintón? —contribuye festiva Curra Vilches.

—Ésos sólo son aliados de sí mismos —continúa Lolita—. Si están en la Península es para desgastar aquí a Napoleón... Los españoles no les importamos nada, y nuestras Cortes les parecen focos de subversión republicana. Ponerlos a mediar en América es meter a la zorra en el gallinero.

—Jesús, María y José —se persigna la Pimentel.

A Lolita no le pasan inadvertidas las miradas pensativas y discretas que le dirige Lorenzo Virués. No es la primera vez que el militar se presenta en la casa de la calle del Baluarte. Nunca solo ni de modo impertinente, por supuesto, como cumplido oficial que es. Tres veces hasta hoy, desde la recepción del embajador inglés: dos con Fernández Cuchillero y otra después de encontrarse, casualmente, con el primo Toño en la plaza de San Francisco.

—¿Se ven ustedes muy afectados por la insurgencia americana? —pregunta Virués.

Lo ha dicho dirigiéndose a Lolita con interés que parece sincero, más allá de la simple cortesía propia de la conversación. Afecta lo suficiente, responde ésta. Más de lo deseable. El cautiverio del rey y los excesos autoritarios han complicado las cosas: la capitanía general de Venezuela y los virreinatos del Río de la Plata y Nueva Granada están en abierta rebeldía, la interrupción del comercio y la falta de caudales procedentes de allí dan a Cádiz problemas de liquidez, y la guerra con Francia, la falta de mercado español y el contrabando estorban el comercio tradicional. Algunas firmas gaditanas, como la casa Palma, intentan resarcirse con actividad local, entrepot y especulación inmobiliaria y financiera, volviendo al viejo recurso en tiempos de crisis: más comisionistas que propietarios.

—Pero todo eso es un parche temporal —concluye—. A largo plazo, la riqueza de la ciudad está condenada.

Asiente el cuñado Alfonso casi a regañadientes. Por su expresión agria, cualquiera diría que Lolita le roba argumentos. Y dinero.

—La situación es intolerable. Por eso no puede hacerse la mínima concesión, ni a los ingleses ni a nadie.

—Al contrario —apunta Fernández Cuchillero, barriendo para casa—. Hay que negociar antes de que sea demasiado tarde.

—Jorge tiene razón —responde Lolita—. Un comerciante encaja sus reveses cuando puede recuperarse con nuevas operaciones... Si América se independiza y sus puertos caen en manos inglesas y norteamericanas, no nos quedará ese consuelo. Las pérdidas serán irreparables.

—Por eso no hay que ceder un palmo —opina el cuñado Alfonso—. Fijaos en Chile: sigue fiel a la Corona. Como México, pese a la revuelta de ese cura loco, español para más infamia... Y en Montevideo, el general Elío lo está haciendo bien. Con mano dura.

Las últimas palabras son acompañadas con un aprobatorio golpe de abanico de Cari Palma. Lolita mueve la cabeza, disconforme.

—Eso es lo que me preocupa. En América, la mano dura no lleva a ninguna parte —apoya, afectuosa, una mano sobre un brazo de Fernández Cuchillero—. Nuestro amigo es un buen ejemplo... No oculta que es partidario de reformas radicales en su tierra, pero sigue en las Cortes. Sabe que se trata de una ocasión para combatir la arbitrariedad y el despotismo que lo han envenenado todo.

—Así es —confirma el criollo—. Una oportunidad histórica, de la que sería imperdonable hallarme ausente... Se lo dice a ustedes alguien que luchó en Buenos Aires junto al general Liniers y bajo la bandera de España.

Lolita conoce el episodio, y sabe que el rioplatense es modesto limitándose a esa referencia. En 1806 y 1807, durante las invasiones inglesas del Río de la Plata, Fernández Cuchillero se batió contra las tropas británicas, como otros jóvenes patricios, hasta la capitulación enemiga, en una dura y doble campaña que costó a Gran Bretaña más de tres mil bajas entre muertos y heridos. Lo atestigua la cicatriz de su mejilla derecha, roce de un balazo recibido en la defensa de la casa O'Gorman, en la calle de la Paz de la ciudad porteña.

—Cuando esto acabe, habrá que afrontar un mundo nuevo —dice Lolita—. Quizá más justo, eso no lo sé. Pero diferente... Perdamos o no América, se salve Cádiz o se arruine, con ingleses o sin ellos, nuestro vínculo con América serán los hombres como Jorge.

—Y el comercio —apostilla hosco el cuñado Alfonso.

Sonríe Lolita, tristemente irónica.

—Claro. El comercio.

Los ojos del capitán Virués siguen posados en ella, y no puede evitar sentirse halagada. El militar es hombre apuesto; y la casaca azul con solapas y cuello morados le da aspecto distinguido. El sentimiento de Lolita Palma es íntimo y grato: una vaga caricia en su orgullo de mujer, que ni va más allá, ni ella estaría dispuesta a tolerarlo. No es la primera vez que un hombre la mira así, por supuesto. En algún momento fue una muchacha razonablemente linda, y a su edad aún puede considerarse agraciada: la piel todavía es blanca y tersa; los ojos, oscuros y vivos; las formas, agradables. Manos finas y pies pequeños, de buena casta. Aunque viste sobria, siempre de oscuro desde la muerte de su padre —un color que favorece su apariencia a la hora de los negocios—, lo hace con gusto de mujer bien educada, vestidos y zapatos a la moda. Todavía se halla dentro de la categoría que en Cádiz se define como
niña con posibilidades,
aunque el espejo demuestre que tales posibilidades disminuyen día a día. Pero también es consciente de ser partido apetecible para un cazador de fortunas ajenas. Como suele decir el primo Toño, más de un lobo ha rondado a la oveja; y en tal sentido, Lolita no se hace ilusiones. No es de las que se aturden ante un porte elegante, unas manos finas, un frac a la última o un bizarro uniforme. Fue educada por su padre para vivir con la conciencia de lo que es; y esto le permite adoptar siempre, ante cualquier homenaje masculino, una actitud cortés, algo ausente. Una indiferencia afectada que disimula su desconfianza. Como el duelista consumado que, sin aspavientos, se sitúa de perfil ante el adversario para acortar las posibilidades de recibir un balazo.

—Cuentan que has perdido un barco —comenta Alfonso Solé.

Lolita mira a su cuñado, incómoda. Engreído inoportuno, piensa. Molesto por el giro de la conversación, pretende desquitarse ahora con rencor casi infantil. Torpe como sólo él puede serlo. Cada día que pasa, ella agradece más a su padre, que en gloria esté, no haberlo aceptado como socio.

—Sí. Con el flete.

Es una forma de resumirlo. El disgusto. Hace cuatro días, la
Tlaxcala,
una goleta procedente de Veracruz y cargada con 1.200 lingotes de cobre, 300 cajas de zapatos y 550 tercios de azúcar consignados a la casa Palma, fue capturada por los franceses cuando venía de arribada, tras un viaje de sesenta y un días. El autor del apresamiento fue el falucho corsario que opera habitualmente desde la ensenada de Rota, al que unos pescadores vieron marinando la goleta dos millas al oeste de punta Candor.

—Por lo menos, las pólizas de seguros han bajado desde la paz con Inglaterra —apunta el cuñado, malévolo—. Y lo mismo te recuperas pronto, con tu corsario.

Lolita, que en ese momento mira a Lorenzo Virués, ve pasar una sombra por el rostro del militar cuanto éste oye la palabra
corsario.
Desde la conversación que mantuvieron el día de la recepción del embajador inglés, ninguno de los dos ha vuelto a nombrar a Pepe Lobo; pero ella supone a Virués al corriente de las andanzas del marino. Desde su armamento por las firmas Sánchez Guinea y Palma, la balandra corsaria ha sido mencionada varias veces en los periódicos gaditanos. Entre las primeras capturas figuraron una polacra cargada con 3.000 fanegas de trigo y la afortunada represa de un bergantín procedente de Puerto Rico con carga de cacao, azúcar y palo de tinte, suficiente por sí sola para amortizar la inversión inicial. El último informe lo registraba
El Vigía de Cádiz
hace exactamente una semana:
«Entró un místico francés con tripulación de presa del corsario
Culebra.
Hacía ruta de Barbate a Chipiona con aguardiente, trigo, cueros y correspondencia»...
Lo que no detallaba el periódico era que el místico llevaba seis cañones y había opuesto resistencia durante su captura, que al echar el ancla traía a bordo a dos tripulantes de la
Culebra
gravemente mutilados, y que otros dos hombres de Pepe Lobo quedaban sepultados en el mar.

La enorme vela cangreja gualdrapea dando bandazos en la marejada, con fuertes tirones que estremecen el palo y el casco negro de la balandra. A popa, al lado de los dos timoneles que manejan la caña de hierro forrado de cuero, Pepe Lobo mantiene la embarcación en facha, con el viento de proa haciendo flamear el foque suelto y la larga botavara oscilando sobre su cabeza. Hasta él llega el olor de los botafuegos que humean en el costado de estribor, junto a los cuatro cañones de 6 libras que, por esa banda y bajo la supervisión del contramaestre Brasero, apuntan a la tartana inmovilizada muy cerca, a tiro de pistola, con sus dos velas triangulares flameando y las escotas sueltas. Lobo sabe que, a estas alturas, los cañones apuntando a bocajarro al casco de su presa tienen más efecto de imponer respeto que otra cosa. Sería imposible dispararlos sin alcanzar también a la gente propia; al vociferante trozo de abordaje que, armado con chuzos, hachas, pistolas y alfanjes, y dirigido por Ricardo Maraña, acorrala hacia popa a la tripulación de la tartana: docena y media de hombres desconcertados que retroceden en grupo, retirándose por la cubierta ante la amenaza de los que acaban de saltar a bordo. En la banda de estribor, bajo el arraigo de los obenques del palo mayor, la tablazón del casco y parte de la regala están astillados, señalando el lugar donde, tras la caza y la maniobra de abordaje —la tartana intentaba escapar, haciendo caso omiso a las señales—, la balandra corsaria se abarloó con su presa, el tiempo necesario para que los veinte hombres armados saltasen de un barco a otro.

Maraña lo hace muy bien. Como nadie. En situaciones como ésta, al adversario no hay que dejarlo pensar, y se aplica a ello con la fría eficiencia de siempre. Apoyadas las manos en la regala de la balandra, sin perder de vista la posición de velas y escotas propias respecto al viento que permite mantener a la tartana por el través, Pepe Lobo observa a su primer oficial moviéndose por la cubierta de la presa. Pálido, sin sombrero, vestido de negro de arriba abajo, el teniente de la
Culebra
lleva un sable en la mano derecha, una pistola en la izquierda y otra al cinto. Desde que pasó a bordo, ni él ni sus hombres han necesitado disparar un tiro ni dar una cuchillada. Abrumados por la violencia del asalto, por el griterío y el aspecto de los corsarios, los de la tartana no se deciden a oponer resistencia. Algunos hacen amago, pero al cabo se echan atrás y dudan. La actitud agresiva de los asaltantes, sus voces y amenazas, el aire intrépido del joven que los dirige y su modo insolente, despreocupado, de señalarlos uno por uno con la punta del sable mientras exige que arrojen las armas, los intimida. Reculan los asaltados hasta la caña, que da bandazos sin nadie que la gobierne. La bandera de dos franjas rojas y tres amarillas, usada tanto por los mercantes josefinos como por los patriotas, ondea al extremo de un corto mástil en el coronamiento de popa. Bajo ella, alguien que parece el patrón de la tartana mueve los brazos como alentando a sus hombres a resistir, o quizá los disuada de ello. Desde la
Culebra
puede verse a un individuo fornido, que empuña un cuchillo grande o un machete, encararse con Maraña; pero éste lo aparta de un empujón, camina abriéndose paso con mucha sangre fría entre los tripulantes, llega hasta el patrón, y sin descomponer el gesto le apoya el cañón de la pistola en el pecho, mientras con la otra mano corta de un sablazo la driza de la bandera, que cae al mar.

Suicida hijo de puta, murmura entre dientes Pepe Lobo. Empeñado siempre en llevar demasiado trapo arriba, camino del infierno. El Marquesito. Aún sonríe cuando se vuelve hacia el contramaestre Brasero.

—Fuera zafarrancho —ordena—. Trincad cañones y chalupa al agua.

Sopla en su silbato el contramaestre y recorre luego los sesenta y cinco pies de eslora y dieciocho de manga de la balandra, dando las voces oportunas. En la tartana, mientras la gente del trozo de abordaje desarma a los adversarios y los mete bajo cubierta, Maraña se acerca a la regala y hace desde allí la señal de barco rendido y bajo control: los brazos en alto, cruzadas las muñecas. Después baja por el tambucho y desaparece. Lobo saca el reloj del bolsillo del chaleco, consulta la hora –9.48 de la mañana— y le dice al escribano de a bordo que tome nota en el libro de presas. Luego mira por la banda de babor, hacia una vaga forma oscura que se adivina entre la bruma grisácea que oculta la línea de costa: están a levante del bajo de la Aceitera, unas dos millas al sur del cabo Trafalgar. Acaba así la caza iniciada con la primera luz del día, cuando desde la
Culebra
avistaron una vela navegando hacia el norte, a punto de terminar el cruce del Estrecho. Aunque se acercaron sin bandera, la tartana entró en sospechas, forzando vela con viento de levante, en demanda del refugio barbateño. Pero la
Culebra,
de mayor andar, casco forrado de cobre y el palo cubierto de lona, velacho y escandalosa incluidos, le dio caza en hora y media. Izó el corsario pabellón francés, respondió la tartana con el suyo sin aflojar la marcha —en el embustero mar, Jesucristo dijo hermanos, pero no primos—, y ordenó al fin el capitán Lobo arriar la bandera francesa e izar la corsaria española, asegurándola con un cañonazo. Puso entonces escotas en banda la tartana, gobernó la
Culebra
borda con borda para meterle a Maraña y sus hombres dentro, y fin de la historia. De momento.

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