El asedio (21 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Pero esta fiesta... Hágase cargo. Cada cosa tiene su sitio. Su momento.

Mira alrededor, incómoda, mientras pronuncia esas palabras. Sánchez Guinea la mira a ella.

—¿Te refieres al qué dirán?

—Por supuesto.

—No entiendo esa reticencia. Es un marino como tantos. Dispuesto, eso sí, a arriesgar más de lo común.

—Por dinero.

—Como tú misma, hija mía. Y como yo. Ese móvil tiene en esta ciudad una tradición tan honrada como cualquier otra.

Lolita Palma mira más allá del hombro de su interlocutor. A unos pasos, junto a Miguel Sánchez Guinea, el capitán corsario estudia la bandeja con bebidas que le ofrece un sirviente vestido de librea. Al cabo de un instante, tras lo que parece una corta reflexión, niega con la cabeza. Cuando alza la vista, su mirada se cruza con la de la mujer, que aparta la suya.

—A usted le gusta ese hombre. Me lo dijo.

—Pues sí. Y a Miguel también le gusta. Es competente y formal. El suyo es un trabajo de confianza. Así deberías verlo tú.

—Pues a mí no me gusta nada.

El comerciante le dirige una ojeada inquisitiva.

—¿De verdad?... ¿Nada?

—Como lo oye.

—Sin embargo, te has asociado con nosotros.

—Eso es distinto. Me he asociado con usted, como otras veces.

—Entonces confía en mí, como las otras veces. Nunca te fue mal por hacerlo —Sánchez Guinea le ha cogido una mano y se la palmea con afecto—. Tampoco estoy pidiendo que lo invites a tomar chocolate.

Sin brusquedad, Lolita libera su mano.

—Eso es una impertinencia, don Emilio.

—No, hija mía. Es el cariño que te tengo. Por eso no comprendo lo que te pasa.

Cambian de asunto, pues Miguel Sánchez Guinea viene a mezclarse en la conversación. El corsario se mantiene aparte, y a ratos Lolita Palma lo sigue con la vista mientras éste se mueve despacio por el salón, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, el aire tranquilo y un poco ausente. Algo fuera de lugar, quizás; aunque Lolita decide que eso es pura imaginación suya, pues al poco rato, cuando mira de nuevo, lo ve charlando desenfadado con personas a las que antes no parecía conocer en absoluto.

—Vuestro capitán Lobo se relaciona rápido —le comenta a Miguel Sánchez Guinea.

Sonríe el otro mientras enciende un cigarro.

—Para eso ha venido. No es de los que se pierden en sitios como éste, ni en ningún otro. Si se cayera al mar, le saldrían branquias y aletas.

—Dice tu padre que te tiene sorbido el seso.

Miguel expulsa humo con una risa divertida. Lolita y él se conocen desde niños. Jugaban juntos en los alrededores de las casas de campo de sus respectivas familias, bajo los pinos chiclaneros. Ella es madrina de su hijo mayor.

—Un hombre de arriba abajo —resume—. Como los de antes.

—Y buen marino, decís.

—El mejor que conozco —Miguel interrumpe las chupadas al cigarro para apuntar con él en dirección al corsario, que charla ahora con un ayudante del general Valdés—. Es de esos fulanos tranquilos, que no se alteran aunque tengan un temporal con la costa a sotavento y se estén yendo los palos por la borda... Hará buenas presas, si lo acompaña la suerte.

—Estuvo en Gibraltar, creo.

—Ha estado muchas veces. Una de ellas, prisionero de los ingleses. Hace años.

—¿Y qué ocurrió allí?

—Se largó. Así, por la cara. Robó un barco.

Va y viene la gente, se saluda, hace corros, comenta el curso de la guerra y el de los negocios, que a menudo discurren juntos. Lolita Palma es de las mujeres —eso siempre intriga a los forasteros— que intervienen en esta clase de conversaciones; aunque prudente como suele, escucha atenta y reserva sus opiniones, incluso cuando se las piden. Durante un largo rato, a ella y a los Sánchez Guinea se acercan conocidos que comentan asuntos comerciales y expresan su preocupación por las tierras americanas insurrectas, la rebeldía y el bloqueo de Buenos Aires, la lealtad cubana, el caos en que la situación española lo está sumiendo todo al otro lado del Atlántico, donde oportunistas y aventureros pescan en río revuelto. El precio que los ingleses, tarde o temprano, acabarán cobrándose por su ayuda en la guerra de España.

—Discúlpenme, caballeros. Estoy cansada y voy a ir pensando en despedirme.

Se retira unos minutos al tocador, donde se refresca un poco. Al regresar encuentra al capitán Lobo de pie en mitad del recorrido que ella debe hacer para reunirse con el grupo donde resuenan las carcajadas del primo Toño. Asociando ideas, Lolita piensa que el corsario ha hecho un movimiento —no hay casualidades en tales maniobras— parecido al rumbo de estima que traza un barco para interceptar a otro: calculando posición en un momento determinado y puesto a la espera en un punto del océano, con cautela y paciencia. Parece hábil en esa clase de cálculos.

—Quería darle las gracias.

—¿Por qué?

—Por participar en la empresa.

Es la primera vez que lo observa de cerca, conversando. Un mes atrás, en el despacho de la calle del Baluarte, sólo se vieron un momento. Y estaba allí Sánchez Guinea. Suspicaz, Lolita Palma se pregunta si el viejo comerciante o su hijo han aconsejado este encuentro al marino.

—No sé si está al corriente —añade él—. Salimos de caza en una semana.

—Lo sé. Me lo ha contado don Emilio.

—Y a mí me ha dicho que a usted no le agradan los corsarios.

Directo, con una sonrisa suave. El descaro justo para no ser incorrecto, o descortés. Branquias, ha comentado Miguel hace un rato. Se cae al mar y le salen branquias.

—El señor Sánchez Guinea habla demasiado, a veces. Pero no veo en qué puede eso afectar a sus responsabilidades.

—No las afecta. Pero quizá sea conveniente explicarle en qué consisten.

De cerca su rostro no es desagradable, pero está desprovisto de finura. Nariz grande, tosco él perfil. Lolita advierte que, medio oculta por las patillas y el cuello de la casaca, hay una cicatriz en diagonal tras la oreja izquierda que penetra en el nacimiento del pelo, hacia la nuca. El color claro de sus ojos es verde, semejante al de uva recién lavada.

—Sé perfectamente en qué consisten —responde—. Me crié entre barcos y fletes, y más de una vez los intereses de mi familia fueron perjudicados por gente de su oficio.

—No españoles, supongo.

—Españoles o ingleses, da lo mismo. En mi opinión, un corsario no es más que un pirata con patente del rey.

Ningún acuse de recibo, comprueba. Nada. Los ojos claros siguen mirándola, tranquilos. Mira como un gato según la luz, concluye ella.

—Pero usted —una sonrisa suaviza la objeción— se asocia porque puede ser rentable.

El tono del marino es más prudente que educado. Denota alguna instrucción, sin llegar a extremos. Sin mucha filigrana. Lolita Palma detecta un origen familiar humilde en el fondo de esa voz y en los rasgos duros, marcadamente masculinos, del hombre que tiene delante. Y la palabra
hombre,
concluye, no es allí casual. Podría tratarse de un campesino sano y fuerte, de los que cada día doblan los riñones sobre las mieses, o un jaque de taberna entre humo de cigarros, sudor y navaja. Eso último, piensa inquieta, tal vez lo sea. No resulta difícil imaginarlo en los tugurios de mala nota situados entre la Puerta de Tierra y la de Mar, o en los colmados de jaleo y mujeres fáciles de la Caleta. Sobre eso, al menos, sí la previno don Emilio Sánchez Guinea. Ni su mirada directa es la de un caballero, ni parece de los que pretenden hacerse pasar como tales.

—Mis motivos son cosa mía, capitán. Prefiero no comentarlos con usted.

El corsario se queda callado un momento, sin apartar los ojos de ella. Muy serio.

—Mire, señora... ¿O prefiere que la llame señorita?

—Señora. Hágame el favor.

—Escuche. En nuestra balandra, usted y don Emilio invierten dinero que podrían poner en otro sitio. Yo pongo cuanto tengo. Si algo sale mal, sólo pierden la inversión.

—Olvida nuestro crédito como armadores...

—Puede. Pero ese crédito se recupera. Tienen con qué. Mientras que yo me pierdo con el barco.

Mueve Lolita la cabeza, muy despacio. Sosteniendo sin pestañear la mirada del hombre.

—Sigo sin entender qué tiene que ver eso con esta conversación. Con su necesidad de explicarme cosas.

Por primera vez el otro parece incómodo. Sólo un instante. Un ligero atisbo, que desentona en él como un traje mal cortado. O en su caso, piensa Lolita con maldad, bien cortado. Pepe Lobo se contempla las manos —anchas, fuertes, con uñas romas— y después desvía la mirada, paseándola brevemente por el salón. Ella repara ahora en que lleva la misma casaca de mangas rozadas que vestía en el despacho de la calle del Baluarte: bien cepillada y planchadas las solapas, pero la misma. También la camisa, limpia y almidonada, se deshilacha ligeramente en los filos del cuello, sobre el corbatín de tafetán negro. Por alguna inexplicable razón, eso la enternece un poco. Aunque quizá enternecerse sea excesivo, en su caso. Tal vez peligroso. Por eso busca en sus adentros un término adecuado. La suaviza, tal vez —ése puede valer—. O la relaja.

—Pues no estoy seguro, la verdad —responde el marino—. Nunca fui hombre de muchas palabras... Sin embargo, por alguna causa que no comprendo del todo, siento necesidad de explicárselas.

—¿A mí?

—A usted.

Lolita, que todavía digiere la incomodidad anterior, acoge la nueva irritación casi con alivio.

—¿Siente necesidad? ¿Conmigo?... Oiga, capitán. Me temo que se da demasiada importancia.

Otro silencio. Ahora el corsario la mira pensativo.

Quizás haya matado hombres, piensa ella de pronto. Mirándolos con aquellos ojos felinos e impasibles.

—No la molesto más —dice de pronto—. Lamento importunarla, doña Dolores... ¿O la llamo señora Palma?

Ella se mantiene erguida y golpetea suavemente con el abanico cerrado sobre la otra mano, intentando disimular su turbación. Turbada por sentirse turbada. A sus años. Propietaria de la firma Palma e Hijos.

—Llámeme como quiera, mientras lo haga con respeto.

El hombre asiente ligeramente y hace ademán de retirarse. Se detiene un instante de lado, vuelto a medias. Todavía parece reflexionar. Al fin alza apenas una mano, como solicitando una tregua.

—Zarpamos la noche del martes próximo, si todo va bien —dice casi en voz baja—. Tal vez le interese hacer antes una visita a la
Culebra.
Con don Emilio y Miguel, por supuesto.

Impasible, Lolita Palma le sostiene la mirada. Sin pestañear.

—¿Por qué habría de interesarme? Ya he estado a bordo de una balandra, antes.

—Porque también es su barco. Y a mi tripulación le iría bien comprobar que uno de sus jefes, por decirlo de algún modo, es una mujer.

—¿De qué serviría eso?

—Bueno. Es algo difícil de razonar... Digamos que nunca se sabe cuándo puede ser útil cierta clase de cosas.

—Prefiero no conocer a su tripulación.

Parece que aquel
su
dé que pensar al corsario. Un momento después se encoge de hombros. Ahora sonríe distraído, como si estuviera en otro sitio. O camino de él.

—También lo es suya. Y podrían hacerla rica.

—Se confunde mucho, señor Lobo. Yo ya soy rica. Buenas noches.

Dejando atrás al corsario, se despide de los Sánchez Guinea, de Fernández Cuchillero, de Curra Vilches y del primo Toño. Este quiere escoltarla a casa, pero ella no lo permite. Estás a gusto con estos amigos, dice, y vivo cerquísima. En el vestíbulo, mientras recupera su capa, coincide con Lorenzo Virués. El militar también se marcha, pues, según cuenta, debe estar en la isla de León a primera hora de la mañana. Bajan juntos las escaleras iluminadas y salen a la calle, pasando entre los vecinos curiosos que se agrupan junto a las calesas, a la luz de las velas y hachones. Lolita se ha puesto sobre la cabeza la holgada capucha de su capa de terciopelo negro. El militar camina cortés a su izquierda, bicornio puesto, capote sobre los hombros y sable bajo el brazo. Siguen el mismo camino, y Virués se muestra sorprendido de que ella regrese sola.

—Vivo a tres manzanas de aquí —responde Lolita—. Y ésta es mi ciudad.

La noche discurre agradable, serena. Un poco fría. Los pasos resuenan en las calles rectas y bien empedradas. Algunas palomillas de aceite iluminan la Virgen de la esquina del Consulado Viejo, donde un vigilante nocturno con chuzo y farol, que reconoce a Lolita y advierte el uniforme de su acompañante, se quita la gorra.

—Buenas noches, doña Lolita.

—Gracias, Pedro. Lo mismo le digo.

Desde las terrazas de Cádiz, apunta el capitán Virués, podrá verse hoy el cometa que estos días cruza el cielo de Andalucía, y del que todo el mundo habla. Grandes males y cambios en España y Europa, pronostican los que dicen conocer tales cosas. Como si para esas previsiones fuera menester mucha ciencia. Con la que está cayendo.

—¿Qué ocurrió en Gibraltar?

—¿Perdón?

Sigue un breve silencio. Sólo ruido de pasos. La casa de Lolita Palma ya está cerca, y ella sabe que no dispone de mucho tiempo.

—El capitán Lobo —apunta.

—Ah.

Un trecho más, sin otro comentario. Ahora Lolita camina despacio y Virués ajusta su paso al de ella.

—Estuvieron juntos, dijo antes. Usted y él. Prisioneros.

—Así es —admite Virués—. A mí me capturaron en una salida que hicieron los ingleses contra una línea de trincheras que intentábamos abrir entre la torre del Diablo y el fortín de Santa Bárbara. Fui herido y llevado al hospital militar del Peñón.

—Dios mío... ¿Grave?

—No demasiado —Virués alza horizontal el brazo izquierdo y gira a medias la muñeca—. Como puede ver, me repararon razonablemente. No hubo destrozos grandes, ni infección, ni necesidad de amputar. A las tres semanas estaba paseándome por Gibraltar bajo palabra, en espera de un canje de prisioneros.

—Y allí conoció al capitán Lobo.

—Sí. Allí lo conocí.

El relato del militar es conciso: oficiales aburridos que mataban el tiempo y comían de la caridad inglesa o de los pocos recursos que recibían del lado español, a la espera del fin de la guerra o el acuerdo que les permitiera regresar con los suyos. Clase privilegiada, pese a todo, si se comparaba su suerte con la de los simples soldados y marineros encerrados en cárceles y pontones, para quienes la posibilidad de un canje era remota. Entre la veintena de oficiales españoles que gozaban de libertad de movimientos por haber comprometido su palabra de honor en no escapar, se encontraba gente del Ejército y la Armada, y también capitanes de barcos corsarios capturados. A este último grupo no podía acogerse cualquiera, sino sólo marinos con patente de capitán que hubieran mandado embarcaciones de cierto porte y tonelaje. De ésos había dos o tres, y uno era Pepe Lobo. Iba a su aire, y no frecuentaba a los oficiales. Parecía más a sus anchas entre la gentuza del puerto.

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