—Todo en orden, capitán —se presenta Ricardo Maraña—. Confirmados carga y destino, sin más novedad. He hecho clavar y sellar las escotillas.
Nunca tutea a su capitán delante de la tripulación, y éste responde con el mismo tratamiento. Todo el trozo de abordaje está de vuelta de la tartana. Los hombres dejan las armas en las cestas de mimbre que hay al pie del palo
y
se desperdigan por cubierta, ruidosos y satisfechos, refiriendo a sus compañeros las circunstancias de la captura. Con chirriar de candalizas, seis marineros izan la chalupa y la trincan en cubierta, chorreando agua. Pepe Lobo tira la colilla del cigarro y se aparta del coronamiento.
—¿Buena presa, entonces?
Tose Maraña, llevándose a los labios el pañuelo que saca de la manga de la casaca, y lo guarda tras mirar indiferente las salpicaduras de saliva roja.
—Las hice peores.
Cambian una sonrisa cómplice los dos marinos. Detrás del escribano, que trae también la patente, el rol y el conocimiento de carga de la presa, sube a cubierta el patrón de la tartana: un sujeto grueso, de patillas blancas, tez rojiza y cierta edad, con cara de habérsele hundido el mundo bajo los pies. Es español como la mayor parte de sus tripulantes, entre los que no hay ningún francés. Maraña le permitió meter sus cosas en un pequeño cofre de camarote que han traído los del trozo de abordaje, y que ahora, abandonado en la cubierta, acentúa su estampa patética.
—Lamento verme obligado a retener su barco —le dice Pepe Lobo, tocándose el sombrero—. Será conducido con su carga y documentación, pues lo considero buena presa.
Mientras habla, saca la petaca del bolsillo y le ofrece un cigarro al otro, que lo rechaza casi de un manotazo.
—Es un atropello —balbucea indignado—. No tiene derecho.
El capitán de la
Culebra
se guarda la petaca.
—Llevo una patente de corso en regla, como le habrá dicho mi teniente. Se dirige con carga consignada a un puerto enemigo, y eso es contrabando de guerra. Además, no se detuvo al asegurar yo mi pabellón con un cañonazo. Resistiéndose.
—No diga estupideces. Soy español, como usted. Me gano la vida.
—Todos nos la ganamos.
—El apresamiento es ilegal... Además, se me acercó con bandera francesa.
Pepe Lobo se encoge de hombros.
—Antes de abrir fuego icé la española, así que todo está en regla... De cualquier modo, cuando lleguemos a puerto podrá hacer su protesta de mar. Tiene a mi escribano a su disposición —mientras se llevan abajo al patrón de la tartana, Lobo se vuelve al primer oficial, que asistió al diálogo sin abrir la boca, divertido—. Haga cazar escotas, piloto. Rumbo oeste cuarta al sudoeste para darle resguardo a la Aceitera. Luego, arriba.
—¿A Cádiz, entonces?
—A Cádiz.
Asiente Maraña, impasible. Con cara de pensar en otra cosa. Es el único a bordo que no muestra satisfacción ante la perspectiva de bajar a tierra; pero eso también forma parte del personaje. Pepe Lobo sabe que, en su fuero interno, al teniente le agrada poder reanudar los arriesgados viajes nocturnos a El Puerto de Santa María. El problema, jugándosela como suele, vendrá si lo sorprenden unos u otros a medio camino. Si, fiel a sí mismo hasta el aburrimiento, el Marquesito no se deja atrapar vivo —bang, bang y luego el sable, por ejemplo—, llevándose por delante cuanto pueda. Todo muy a su manera. Y la
Culebra,
sin primer oficial.
—Iremos en conserva con la tartana, escoltándola. No me fío del falucho de Rota.
Maraña asiente de nuevo. Tampoco él se fía del corsario francés que desde principios de año apresa a todo barco incauto, español o extranjero, que se acerca demasiado a la costa entre punta Camarón y punta Candor. Ni la marina de guerra inglesa ni la española, ocupadas en acciones de más envergadura, han logrado poner fin a sus correrías. La audacia del francés crece con la impunidad: cuatro semanas atrás, en una noche de poca luna, llegó al extremo de hacerse, bajo los cañones mismos del castillo de San Sebastián, con una goleta turca que traía carga de avellanas, trigo y cebada. El propio capitán de la
Culebra
tiene experiencia directa de lo peligroso que es el falucho, cuyo mando, según le han contado en Cádiz —la bahía es un patio de vecinos—, lo ejerce un antiguo teniente de navío de la armada imperial que navega con tripulación francesa y española. Fue ese mismo corsario, rápido en barloventear con sus velas latinas, peligrosamente armado con seis cañones de 6 libras y dos carronadas de a 12, el que estuvo a punto de arruinarle —de arruinárselo un poco más— el último viaje que a finales de febrero hizo de Lisboa a Cádiz como capitán de la polacra mercante
Risueña,
justo antes de quedarse sin empleo. Quizá por esto el recuerdo es doblemente ingrato. Los ocho cañones de 6 libras que ahora lleva a bordo cambian las cosas. Pero no se trata sólo de eso. Pese al tiempo transcurrido, Lobo no olvida el mal rato que el falucho le hizo pasar dándole caza frente a Cádiz. En su lista de asuntos personales hay una línea subrayada, gruesa, relativa a ese barco y su capitán. Por grande que sea el mar, en algunos de sus parajes todos acaban coincidiendo tarde o temprano. Barcos y hombres. Si llega el momento, a Pepe Lobo no le desagradará ajustar cuentas.
Como cada día después de su ronda de los cafés, Rogelio Tizón se hace lustrar el calzado. Pimporro, se llama el betunero. O lo llaman. Es día de levante en calma, y la mañana traza las primeras franjas de sol entre los toldos y velas de barco tendidas de balcón a balcón que dan sombra a la calle de la Carne, frente al puesto de grabados y estampas. Hay bochorno, y puede recorrerse la ciudad entera sin dar con un soplo de aire. Cada vez que una gota de sudor se desliza por la nariz inclinada de Pimporro y cae sobre el cuero reluciente de las botas, el betunero —negro como el nombre de su oficio— la quita con un movimiento rápido de los dedos y sigue a lo suyo, golpeando de vez en cuando con chasquidos sonoros, no exentos de virtuosismo exhibicionista y caribeño, el mango del cepillo contra las palmas de las manos. Clac, clac, hace. Clac, clac. Como de costumbre, el limpiabotas procura quedar bien con Tizón, aun sabiendo que éste no va a pagar el servicio. Nunca lo paga.
—Ponga el otro pie, señor comisario.
Tizón, obediente, retira la bota lustrada y coloca la otra sobre la caja de madera del betunero, que frota arrodillado en el suelo. De pie y apoyada la espalda en la pared, inclinado hacia adelante el sombrero veraniego de bejuco blanco con cinta negra y algo sobado, pulgar colgado del bolsillo izquierdo del chaleco y bastón de puño de bronce en la otra mano, el policía observa a los que pasan por la calle. Aunque continúan los enfrentamientos militares a lo largo del caño que separa la isla de León de la tierra firme, hace tres semanas que no cae una bomba en Cádiz. Eso se manifiesta en la actitud relajada de la gente: mujeres charlando con cestas de la compra al brazo, criadas que friegan los portales, tenderos que, desde la puerta de sus comercios, miran con avidez a los forasteros ociosos que pasean arriba y abajo o curiosean en el puesto de estampas, donde se venden grabados de héroes y batallas, ganadas o presuntas, contra los franceses, con profusión de retratos del rey Fernando, a pie, a caballo, de medio cuerpo y de cuerpo entero, sujetos alrededor de la puerta con pinzas de tender la ropa: todo un despliegue patriótico. Tizón sigue con la mirada a una mujer joven de mantilla y saya de flecos que le resaltan el vaivén cuando pasa taconeando con garbo de maja. Desde una taberna cercana, un muchacho trae un vaso de limonada fresca que el policía, irreverente, coloca entre dos velas consumidas y apagadas, en un nicho de la pared donde hay un azulejo con la imagen sangrante, agobiada por la corona de espinas y el calor que hace en la calle, de Jesús Nazareno.
—Así que no hay nada nuevo, camarada —comenta.
—Ya le digo, señor comisario —el negro se besa el pulgar y el índice de una mano, puestos en forma de cruz—. Nada de nada.
Bebe Tizón un sorbo de limonada. Sin azúcar. El limpiabotas es uno de sus confidentes, parte minúscula pero útil —betunea por el centro de la ciudad— de la vasta red de soplones que mantiene el policía: rufianes, prostitutas, mendigos, aljameles, mozos de taberna, criados, cargadores del puerto, marineros, caleseros y algunos delincuentes de poco peligro como descuideros de café y calle, desvalijadores de coches y sillas de posta, ladrones de relojes y hurones de faltriquera. Gente bien situada para sorprender secretos, escuchar conversaciones, presenciar escenas interesantes, identificar nombres y rostros que luego el policía clasifica y archiva a fin de utilizarlos en el momento adecuado, lo mismo en interés del servicio que en el suyo propio: intereses no siempre coincidentes, pero con frecuencia rentables. A algunos de tales confidentes, Tizón les paga. A otros, no. La mayoría coopera por las mismas razones que el betunero Pimporro. En una ciudad y un tiempo como éstos, donde a menudo es necesario buscarse la vida con la mano izquierda, alguna benevolencia policial supone el más eficaz de los amparos. Sin contar cierto grado de intimidación, que también influye. Rogelio Tizón pertenece a esa clase de agentes de la autoridad que, por experiencia del oficio, consideran práctico no bajar la guardia ni aflojar nunca la presión. Sabe que el suyo es un trabajo que no puede hacerse con afectos y palmaditas en la espalda. Nunca lo fue, desde que hay policías en el mundo. Él mismo procura confirmarlo cuanto puede, sosteniendo sin destemplarse incluso los aspectos más siniestros de su fama, en esta Cádiz donde tantos reniegan a su paso, pero siempre —por la cuenta que les trae— en voz baja. Como debe ser. Aquel emperador romano que prefirió ser temido a ser querido tenía razón. Toda la del mundo y alguna más. Hay eficacias que sólo se alcanzan con el miedo.
Cada mañana, entre las ocho y media y las diez, el comisario hace una ronda por los cafés para echar un vistazo a las caras nuevas y comprobar si las conocidas siguen allí: el del Correo, el Apolo, el del Ángel, el de las Cadenas, el León de Oro, la confitería de Burnel, la de Cosí y algún otro establecimiento, son los hitos de ese recorrido, con numerosas escalas intermedias. Podría confiar la ronda a algún subordinado, pero hay asuntos que no deben asignarse a ojos ni oídos ajenos. Policía por instinto además de por oficio, Tizón refresca en esos paseos cotidianos la visión de la ciudad que es su terreno de trabajo, tomándole el pulso allí donde mejor late. Es el momento de confidencias hechas al paso, de conversaciones breves, de miradas significativas, de indicios en apariencia banales que luego, combinados en la reflexión del despacho con la lista de viajeros registrados en posadas y casas de vecindad, orientan la actividad rutinaria. La caza de cada día.
—Ya está, señor comisario —el limpiabotas se seca el sudor con el dorso de la mano—. Como dos jaspes.
—¿Qué te debo?
La pregunta es tan ritual como la respuesta:
—Está usted cumplido.
Tizón le da dos golpecitos con el bastón en el hombro, apura el resto de la limonada y sigue camino calle abajo, fijándose según acostumbra en los transeúntes que por su ropa y aspecto identifica como forasteros. En el Palillero ve a varios diputados que se dirigen a San Felipe Neri. Casi todos son jóvenes, vestidos con fracs que descubren los chalecos, sombreros ligeros de junco o abacá filipino, corbatines de tonos claros, pantalones ajustados o a la jineta con botas de borla, a la moda de los que se llaman liberales por oposición a los parlamentarios partidarios a ultranza del poder absoluto del rey, que visten más formales y suelen inclinarse por las levitas y casacas redondas. A estos últimos, los gaditanos guasones empiezan a llamarlos
serviles,
apuntando así por dónde van los tiros del gusto popular en el debate, cada vez más agrio, sobre si la soberanía pertenece al monarca o a la nación. Un debate que, por otra parte, al comisario lo trae al fresco. Liberales o serviles, reyes, regencias, juntas nacionales, comités de salvación pública o archipámpanos del Gran Tamerlán, quien mande en España siempre necesitará policías para hacerse obedecer. Para devolver al pueblo, después de haber rentabilizado a conveniencia su aplauso o su cólera, la realidad de las cosas.
Al cruzarse con los diputados, por simple instinto profesional ante cualquier autoridad, Tizón saluda quitándose el sombrero con la misma diligencia que emplearía —nunca se sabe cuándo esos casos llegan— si le ordenaran meterlos a todos en la cárcel. Reconoce entre ellos los ojos claros y acuosos, semejantes a ostras crudas, del jovencísimo conde de Toreno; también al zanquilargo e influyente Agustín Argüelles y a los americanos Mexía Lequerica y Fernández Cuchillero. Tizón saca el reloj del bolsillo del chaleco y comprueba que son más de las diez de la mañana. Pese a que las reuniones diarias de las Cortes empiezan de modo oficial a las nueve en punto, raro es el día que hay quórum antes de las diez y media. A sus señorías —en esto no hay diferencia entre liberales y serviles— les gusta poco madrugar.
Torciendo a la derecha por la calle de la Verónica, el comisario se mete en el colmado de un montañés, que es también despacho de vinos. El dueño trabaja detrás del mostrador llenando frascas mientras su mujer friega vasos en la pila, entre embutidos colgados de una viga y sardinas saladas de bota.
—Tengo un problema, camarada.
Lo mira el otro, suspicaz, el palillo en la boca. Salta a la vista que conoce a Tizón lo suficiente para saber que un problema del policía no tardará en ser problema suyo.
—Usted dirá.
Sale del mostrador y Tizón se lo lleva al fondo, cerca de unos sacos de garbanzos y una pila de cajas de bacalao seco. La mujer los mira suspicaz, oído atento y cara de vinagre. También ella conoce al comisario.
—Anoche te encontraron aquí gente a deshoras. Y jugando a los naipes.
Protesta el otro. Fue un malentendido, dice escupiendo el palillo. Unos forasteros se equivocaron de sitio, y él no hizo ascos a un par de monedas. Eso es todo. En cuanto a lo de los naipes, es una calumnia. Falso testimonio de algún vecino cabrón.
—Mi problema —prosigue Tizón, impasible— es que tengo que ponerte una multa. Ochenta y ocho reales, para ser exactos.
—Eso es injusto, señor comisario.
Tizón mira al montañés hasta que éste baja los ojos. Es un santanderino de la sierra de Bárcena: un tipo alto y fuerte, con bigotazo, que lleva en Cádiz toda la vida. Razonablemente apacible, que él sepa. Del tipo vive y deja vivir. Su única debilidad, como la de todo el mundo, es querer embolsarse algunas monedas más. El policía sabe que en el colmado, cerrada la puerta de la calle, se juega a las cartas contraviniendo las ordenanzas municipales.