El asedio (57 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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Simón Desfosseux no llega a oír la orden de fuego. Sólo advierte los estampidos irregulares de los fusiles —los tiros suenan sueltos, casi con desgana, en vez de la reglamentaria descarga cerrada, y algún cebo no llega a prender con el chispazo— y la humareda blanquecina de pólvora que se disipa de inmediato en la lluvia.

—Joder, joder —murmura Bertoldi—. Joder.

Una chapuza, piensa Desfosseux, propia del día y las circunstancias. Casi está a punto de vomitar el brebaje bebido hace menos de media hora. El desertor del chaleco ha caído de bruces al barro, inmóvil, y la lluvia le extiende con rapidez una mancha bermeja por las mangas de la camisa mojada. Pero el joven menudo y moreno, tumbado sobre un costado, patalea en el barro por el que intenta arrastrarse pese a las manos atadas a la espalda, dejando un reguero de sangre mientras alza la cara —todavía lleva los ojos vendados— a la manera de un ciego que intentase ver lo que ocurre alrededor. En cuanto al pelirrojo, sigue sentado en el suelo, gimoteando aterrado pero sin un rasguño visible, entre las ráfagas de lluvia que lo acribillan todo.

La bronca del coronel de estado mayor al teniente, y la de éste al huraño piquete, llega nítidamente hasta Simón Desfosseux. Los soldados que rodean la hondonada se miran unos a otros o maldicen sin disimulo mirando a los oficiales. Nadie sabe qué hacer. Tras una vacilación, el teniente saca una pistola de debajo de su capa, y con paso indeciso pasa junto al reo arrodillado, se acerca al que se arrastra, y le dispara; pero la chispa sólo quema algo de pólvora húmeda y el tiro no sale. El teniente estudia y manipula el arma, desconcertado. Luego, vuelto hacia el piquete, ordena que vuelvan a cargar los fusiles; pero todos, incluido Desfosseux, saben que con aquel viento y la lluvia eso no servirá de nada.

—Acabaremos a bayonetazos, ya veréis —murmura uno de los oficiales.

Por el grupo corren algunas risas sarcásticas, contenidas. Abajo, en la hondonada, la situación la resuelve el suboficial de gendarmes, un veterano de mostacho espeso. Con mucha presencia de ánimo, sin esperar órdenes de nadie, coge la carabina de uno de sus hombres, se dirige al herido que se arrastra y lo remata con un disparo a quemarropa. Después cambia el arma por la de otro gendarme, se acerca al pelirrojo sentado en el suelo y le descerraja un tiro en la cabeza. El muchacho cae de boca, encogido como un conejo. Entonces el sargento devuelve la carabina y, chapoteando con indiferencia en el barro, pasa por delante del confuso teniente, sin mirarlo, y se cuadra ante el coronel de estado mayor. Que, no menos confuso, le devuelve el saludo.

Regresan los hombres a sus puestos, despacio. Algunos murmuran en voz baja o echan una última ojeada a los tres cuerpos inmóviles en la orilla del caño. El teniente Bertoldi mira a los dos oficiales de marina españoles, que vigilados por el centinela se retiran al barracón.

—No me gusta que los manolos hayan visto esto —comenta.

Simón Desfosseux, que se sube las solapas empapadas del capote y agacha la cabeza bajo las ráfagas de agua, tranquiliza a su ayudante.

—Pierda cuidado... Ellos hacen lo mismo con los suyos. Y a crueles no les gana nadie.

El capitán echa a andar por la trinchera llena de barro, camino del puente medio anegado. Sueña con un poco de fuego de leña que le quite alguna humedad de la ropa y caliente sus manos ateridas. Lo mismo hay suerte y todavía encuentra tibio el café, añade con risueño optimismo. En cualquier caso, concluye, parece mentira la importancia que en situaciones de necesidad extrema, como la que allí viven, puede tener un sorbo caliente, un trozo de pan o —el colmo del lujo, estos días— una pipa o un cigarro. A veces se pregunta si, después de aquello, logrará adaptarse a los tiempos que quizá conozca, si sobrevive. A ver cada día el rostro de su mujer y sus hijos. A situarse frente a paisajes que pueda contemplar sin encontrarse calculando, automáticamente, parábolas e impactos. A praderas donde poder tumbarse y cerrar los ojos sin la aprensión de que, en el más simple de los casos, un guerrillero se acerque con sigilo y le rebane el cuello.

Mientras sigue adelante, sacando y metiendo las botas en el agua fangosa, a su espalda oye chapotear y refunfuñar a Maurizio Bertoldi:

—¿Sabe lo que pienso, mi capitán?

—No. Y tampoco quiero saberlo.

Más chapoteo. La voz del teniente suena de nuevo al poco rato, cual si hubiera considerado a fondo las palabras de su superior.

—Bueno... Lo diré de todas formas, si no le importa.

Otra ráfaga violenta de lluvia. Simón Desfosseux se sujeta el sombrero y agacha la cabeza, malhumorado.

—Me importa. Cierre el pico.

—Esta guerra es una mierda, mi capitán.

El hombre desnudo, acurrucado en un ángulo del muro, alza una mano para protegerse el rostro cuando Rogelio Tizón se inclina sobre él, echándole un vistazo. En los labios rotos y agrietados, en las marcas producidas por los golpes y en las ojeras profundas, resultado del sufrimiento y la falta de sueño, el individuo que tiene delante se parece muy poco al que detuvo hace cinco días en la casa de la calle de las Escuelas. Con ojo perito, hecho a ello, el comisario evalúa los daños y calcula las posibilidades de la situación. Que son razonablemente elásticas. Hace un rato hizo venir a un médico de relativa confianza: un matasanos borrachín que suele revisar, cuando se tercia, el estado de salud de las mujerzuelas de Santa María y la Merced. El sujeto aún aguanta conversación, fue el diagnóstico facultativo. Bien de pulso y respiración regular, dentro de lo que cabe. En dosis moderadas y con tiento, se le puede seguir dando hilo a la cometa. Creo. Después de aquello, con media onza más de peso en un bolsillo de su raída chupa, el médico —Casimiro Escudillo, más conocido en los antros gaditanos como doctor Sacatrapos— se fue directo al despacho de vino más próximo, a convertir de sólido en líquido la reciente y rápida ganancia. Y aquí sigue Tizón, mientras tanto, asistido por el habitual Cadalso y otro agente ocupados en darle hilo a la cometa. En conversación con Gregorio Fumagal, o con lo que de él va quedando.

—Empezaremos otra vez, camarada —dice Tizón—. Si no te importa.

Gime el taxidermista cuando lo levantan y, haciéndole arrastrar los pies por el suelo, lo llevan de nuevo a la mesa, donde lo tumban boca arriba, el borde a la altura de los riñones. Su piel poco velluda y sucia reluce de sudor frío a la luz del velón de sebo que ilumina a medias el sótano sin ventanas. Mientras el agente lo sujeta por las piernas, sentándose sobre ellas, Rogelio Tizón acerca una silla y se acomoda al revés, con los brazos apoyados en el respaldo, cerca de la cabeza del otro; que cuelga, con medio torso, en el vacío desde el borde de la mesa. La boca del prisionero se abre en un esfuerzo por aspirar aire mientras la sangre afluye y le congestiona el rostro. En estos cinco días ha contado cosas que bastan para darle garrote diez veces por espía, pero ninguna de las que realmente interesan al comisario. Este se acerca más y recita en voz queda, casi confidencial:

—María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra... Bernarda Garre, catorce años, venta del Cojo... Jacinta Herrero, diecisiete años, calle de Amoladores...

Así hasta completar seis nombres, seis edades que no alcanzan los diecinueve, seis lugares de Cádiz. Con largas pausas entre cada uno, dándole a Fumagal una oportunidad de llenar los huecos. Tizón acaba la relación y se queda inmóvil, todavía con la boca próxima a la oreja derecha del taxidermista.

—Y las putas bombas —añade al fin.

Desde su posición invertida, crispados los rasgos por el dolor, el otro lo mira con ojos turbios.

—Bombas —susurra, débil.

—Eso es. Las marcadas en tu plano, ¿recuerdas?... Puntos de caída. Lugares especiales. Cádiz.

—Ya lo he dicho todo... sobre las bombas...

—De verdad que no. Te lo aseguro. Haz memoria, anda. Estoy cansado, y tú también... Todo esto es perder el tiempo.

Se sobresalta el otro como si aguardase un golpe. Uno más.

—He contado lo que sé —gime—. El Mulato...

—El Mulato está muerto y enterrado. Le dieron garrote, ¿recuerdas?

—Yo... Las bombas...

—Exacto. Bombas que estallan y mujeres muertas. Cuéntamelo.

—No sé nada... de mujeres.

—Mala cosa —Tizón tuerce la boca, sonriendo sin una pizca de humor en el semblante—. Conmigo es mejor saber que no saber.

Mueve a un lado y a otro la cabeza el taxidermista, con desmayo. Al cabo de un momento se estremece y emite un quejido largo y ronco. Con curiosidad técnica, el comisario observa el reguero de saliva que sale por la comisura de la boca, cruza la cara y de allí gotea al suelo.

—¿Dónde escondes el látigo?

Mueve los labios Fumagal, en vano. Cual si no lograra coordinar las palabras.

—¿El... látigo? —articula al fin.

—Ese mismo. Trenzado de alambre. Tu herramienta para desollar.

Agita el otro débilmente la cabeza, negando. Tizón levanta, breve, los ojos hacia Cadalso, que se ha acercado a la mesa empuñando un vergajo. Entonces el ayudante golpea una sola vez, rápido y seco, entre los muslos de Fumagal. El quejido de éste se torna alarido de angustia.

—No vale la pena —apunta Tizón con feroz suavidad—. Te aseguro que no.

Espera un instante, atento al rostro del prisionero. Después mira de nuevo a Cadalso y otro vergajazo restalla, haciendo que el alarido de Fumagal se vuelva más agudo: un chillido de horror y desesperación que el comisario analiza con oído profesional, acechando en él la nota, el punto exacto que busca. Y que, concluye irritado, no encuentra.

—María Luisa Rodríguez, dieciséis años, Puerta de Tierra... —empieza de nuevo, paciente.

Más gemidos. Más vergajazos y gritos. Más pausas cuidadosamente calculadas. Por aquí deberían darse una vuelta esos caballeretes liberales de las Cortes, se dice Tizón en una de ellas. Jugando a mundos ideales con su soberanía nacional, su hábeas corpus y demás sandeces de petimetres.

—No quiero saber por qué las mataste —dice al cabo de un rato—. No por ahora, al menos... Sólo que me confirmes los lugares de cada una... Y también el antes y el después de las bombas... ¿Me sigues?

Los ojos del taxidermista, desorbitados por el dolor, lo miran un instante. Tizón cree advertir en ellos un destello de comprensión. O de quiebra.

—Cuéntamelo y descansarás, por fin. Descansarán estos amigos y descansaremos todos.

—Las bombas... —murmura Fumagal, ronco.

—Eso es, camarada. Las bombas.

Mueve los labios el otro, sin emitir sonidos. Tizón se acerca un poco más, atento.

—Venga. Dímelo de una vez... Seis bombas y seis mujeres muertas. Acabemos con esto.

De tan cerca, el prisionero huele agrio, a sudor y a descomposición corporal. A carne tumefacta. Húmeda. Como huelen todos al cabo de unos días de tratamiento. De darle hilo a la cometa, como dice el doctor Sacatrapos.

—No sé... nada... de mujeres.

El susurro brota como un soplo de último aliento. Le sigue una arcada de vómito. El comisario, que había acercado una oreja a la boca del taxidermista para averiguar lo que decía, se aparta con disgusto.

—Lástima que no lo sepas.

Brutal, desprovisto de imaginación y sin otra iniciativa que la de su jefe y superior, el ayudante aguarda vergajo en mano, esperando instrucciones para golpear de nuevo. Tizón lo disuade con una mirada.

—Relájate, Cadalso. Esto va para largo.

Un rayo de sol rompe el velo de nubes bajas que todavía se mantiene espeso más allá de las alturas de Chiclana, al otro lado del caño Saporito, el de Sancti Petri y el laberinto de esteros y salinas. Cuando Felipe Mojarra sale de su casa, la luz del amanecer penetra la bruma y empieza a reflejarse en las láminas de agua inmóvil y gris, crecida por las recientes lluvias y la marea alta. Dejando atrás el breve emparrado de ramas nudosas y desnudas por el invierno, el salinero camina despacio, mirando los montones enmarañados de barro, broza y cañas que arrastró el temporal, acumulados junto al talud del dique cercano y al pie de los muros del chozo, donde quedó arrasado el pequeño huerto familiar.

Hace un frío húmedo y perro que araña los huesos. Cubierto con calañés sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, manta puesta a manera de capote de monte y atadas las alpargatas por las cintas y colgadas del cuello, Mojarra inclina la cabeza y, golpeando el eslabón y la piedra junto a la yesca, enciende, masculino y serio, un cigarro de picadura. Después se descuelga del hombro el largo fusil francés y fuma apoyado en él mientras espera a su hija. Demasiadas mujeres en casa, piensa. Aunque, si hubiera tenido un hijo varón —a veces mira con envidia al hormiguilla de su compadre Curro Panizo—, lo mismo a estas alturas se lo habrían matado ya en la guerra, como a tantos. Nunca se sabe dónde puede saltar la suerte o la desgracia, y más con los gabachos cerca. El caso, resumiendo, es que a Mojarra le desagradan las despedidas familiares; y esta mañana ha querido ahorrarse el llanto y los abrazos de su hija Mari Paz con la madre, abuela y hermanillas. La muchacha regresa a Cádiz después de pasar la Nochebuena en la Isla. Gracias habría que dar por que la dueña de la casa donde sirve diera permiso, dijo el salinero, irritado, dejando brusco sobre la mesa el mendrugo de pan desmigado en vino del desayuno para irse afuera antes de tiempo. Y tampoco es que la chica regrese al fin del mundo. Con guerra o sin ella, ni en la Isla ni en España están los tiempos para blanduras de familia, ni despedidas de mujeres. Las lágrimas se guardan para los entierros, y la vida hay que buscarla allí donde lo dejan a uno. En una casa buena de Cádiz, o en el infierno. Donde sea. Donde se pueda.

—Cuando quiera, padre.

Mira el salinero a su hija, que viene por la senda: hatillo anudado en una mano, saya y mantilla de paño pardo, cubierta la cabeza y mostrando los ojos oscuros, grandes y dulces. Fina como lo era su madre a esa edad, antes de que la molieran las fatigas de los partos y los trabajos. A pique de los diecisiete, que hace pronto. Edad ya de pensar en casarla como Dios manda si aparece un hombre a propósito, serio y decente, capaz de hacerse cargo de ella. Lo antes posible, si no fuera por la necesidad y las circunstancias. Que Mari Paz sirva con las señoras Palma permite sostener la casa familiar, allí donde no alcanza lo poco que Mojarra percibe por seguir alistado en la compañía de escopeteros locales: algo de carne para el puchero y algunas monedas sueltas, cuando hay paga. Porque del premio por la cañonera del molino de Santa Cruz sigue sin haber noticias. Las reclamaciones suyas y de Curro Panizo no han servido de nada hasta la fecha, y el cuñado Cárdenas murió hace dos semanas en el hospital, tirado como un perro, o casi, con los vecinos de cama robándole el tabaco, y sin ver un cuarto. Al menos ése, piensa el salinero a modo de consuelo, no tenía familia de la que ocuparse. Ni huérfanos ni viuda. A veces concluye que un hombre cabal no debería dejar nada detrás. Libre de esa inquietud, lo haría todo con más decisión. Con menos tiento y menos miedo.

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