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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (20 page)

BOOK: El asedio
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—Calla y escucha. A lo lejos.

Un rumor recio y sordo, muy distante, llega hasta los veladores de la confitería. Las señoras y los maridos, como el resto de transeúntes, miran con inquietud más allá de la esquina con la calle Murguía, donde está el café de Apolo. Por un momento quedan en suspenso las conversaciones, intentando establecer si se trata de un cañoneo de rutina, de los que a diario intercambian Puntales y el Trocadero, o si los artilleros franceses —restablecida la situación tras lo de Chiclana, apuntan otra vez al casco urbano de Cádiz— envían más bombas de las que intentan alcanzar el centro.

—No pasa nada —se desentiende doña Piedita, volviendo a sus pasteles.

Con helado rencor, el taxidermista mira hacia el lado de levante. De esa dirección, piensa, vendrá un día el viento abrasador que ponga las cosas en su sitio: la espada flamígera de la ciencia que avanza poco a poco, espesándose, salpicando de puntos rojos la traza de aquella ciudad que se obstina en permanecer al margen de la Historia. Esa espada llegará a esta plaza. De ello está seguro y para eso trabaja, con riesgo de su vida. En la llave del mundo futuro. Llegará incluso más allá, tarde o temprano, hasta cubrir la totalidad de este espacio irreal poblado por seres hace tiempo irreales. De este absceso de pus que pide a gritos el tajo de un cirujano. De esta cuña obcecada, suicida, que entorpece la rueda de la razón y el progreso.

Las señoras siguen su parloteo, cubriéndose la frente, a modo de quitasol, con los abanicos abiertos. Observándolas de reojo, Fumagal esboza una sonrisa impremeditada, feroz. Al instante, dándose cuenta, la disimula con otro sorbo de su vaso de leche. Caerán bombas sobre esos botones de oro y diamantes, se regocija. Sobre los chales de seda, los abanicos, los zapatos de raso. Los tirabuzones.

Estúpidos animales, se dice. Escoria gratuita y enferma del mundo, sujeta desde su nacimiento al contagio del error. Le gustaría llevar a cualquiera de ellas a su casa, trofeo singular entre las otras piezas convencionales que la decoran; incluido el perro callejero, su último trabajo, satisfactoriamente erguido ahora sobre las cuatro patas, mirando al vacío con flamantes ojos de cristal. Y allí, en la penumbra acogedora y tibia del gabinete, disecar desnuda a esa mujer sobre la mesa de mármol.

Pensando en ello, el taxidermista experimenta una inoportuna erección —lleva pantalón de punto, con levita abierta y sombrero redondo— que lo obliga, para disimular, a cruzar las piernas cambiando de postura. Después de todo, concluye, la libertad del hombre no es sino la necesidad contenida en su interior.

Rumor de conversaciones. Sin música, porque es Cuaresma. Por lo demás, el palacete alquilado por el embajador inglés para su fiesta —recepción, es el discreto término utilizado en atención a las fechas— reluce de candelabros, plata y cristal fino entre ramos de flores, bajo las arañas bien iluminadas del techo. Se festeja el éxito angloespañol del cerro del Puerco, aunque dicen que se trata de una maniobra diplomática para suavizar tensiones entre aliados después del rifirrafe entre los generales Graham y Lapeña. Esa es la razón, quizá, de que esta vez la recepción del embajador Wellesley no se celebre en su residencia de la calle de la Amargura sino en terreno neutral, al costo —esos detalles interesan mucho en Cádiz— de 15.000 reales de alquiler que acaba de embolsarse la Regencia; pues el edificio es propiedad del marqués de Mazatlán, y está incautado por jurar su antiguo dueño al intruso José Bonaparte. En cuanto al refrigerio, no es gran cosa: vinos españoles y portugueses, un ponche inglés que nadie prueba excepto los británicos, hojaldritos de pescado, fruta y refrescos. Todo el gasto se ha ido en luminarias de cera y aceite, pues la casa está deslumbrante desde la escalera a los salones. En la calle, donde reciben criados de librea, hay faroles y hachones encendidos, y también en la terraza, cuya balaustrada, iluminada con candiles, da al paseo que circunda las murallas y la oscuridad de la bahía, con algunas luces a lo lejos, hacia El Puerto de Santa María, Puerto Real y el Trocadero.

—Ahí entra la viuda del coronel Ortega.

—Pues más que viuda de coronel, parece coima de sargento.

Ríe el grupo, sofocando ellas el gesto con los abanicos. La broma ha salido, como siempre, del primo Toño. Este ocupa el centro de un sofá rodeado de sillones y taburetes, próximo a la gran vidriera de la terraza, con Lolita Palma y otras gaditanas casadas y solteras. Media docena de señoras y señoritas, en total. Las acompañan algunos caballeros que están de pie, copas y cigarros en mano, fracs oscuros, corbatas blancas o chorreras de encaje y chalecos muy a la vista, según la moda. Hay también un par de militares españoles con uniforme de gala y un joven diputado en Cortes llamado Jorge Fernández Cuchillero, delegado por Buenos Aires, amigo de la familia Palma.

—No seas malo —reprende afectuosa Lolita, agarrando al primo Toño por una manga.

—Para eso
os
sentáis conmigo —responde el otro con bonachón desenfado—. Para que lo sea.

El primo Toño —Antonio Cardenal Ugarte— es un pariente solterón que siempre mantuvo excelente relación doméstica con los Palma, y que cumple desde hace años el ritual casi diario de la visita de media tarde en casa de Lolita y su madre, donde es perejil de todas las salsas y deja bajo la línea de flotación el nivel de cuanta botella de manzanilla le ponen a tiro. Habitual de los cafés gaditanos, muy alto y desgarbado, algo miope y un poco tripón con los años, viste con simpático desaliño: suele llevar los lentes torcidos sobre la nariz, la corbata compuesta de cualquier manera y el chaleco manchado de ceniza de cigarro habano. Su posición económica es desahogada pese a no haber trabajado en la vida: nunca se levanta antes del mediodía y vive de rentas que le producen unos títulos que tiene en La Habana, cuyo flujo de caudales no ha cortado la guerra. Por lo demás, ajeno a la política, el primo Toño es amigo de todo el mundo. Siempre ingenioso y chispeante, su inalterable buen humor lo convierte en animador de cada tertulia por la que se deja caer. Posee extraordinaria facilidad para congregar en torno a los más jóvenes, a las mujeres más bonitas y a las señoras más divertidas; y no hay reunión, por formal que sea, donde el grupo en que se encuentra no destaque por su bullicio y alegría.

—Ni se te ocurra probar lo de esas bandejas, niña. Son infames. Nuestro aliado Wellesley se lo ha gastado todo en luz de velas: mucho brillo y pocas nueces.

Escandalizada, Lolita Palma le pone los dedos en la boca, mirando de soslayo al embajador inglés. Vestido con una casaca de terciopelo morado, medias de seda negra y zapatos con grandes hebillas de plata, el hermano del general Wellington recibe a los invitados junto a la puerta del salón. Lo acompañan algunos oficiales con chaqueta roja y otros con el uniforme azul galoneado de la marina británica. Entre ellos, altivo y con semblante adusto, colorado como una gamba cocida, se encuentra el general Graham. El héroe del cerro del Puerco.

—No hables tan alto, que te van a oír.

—Que me oigan, diantre. Nos matan de hambre.

—Pero ¿ésos no eran los franceses? —pregunta divertido uno de los caballeros. Es un militar de muy buena planta, destacado en la isla de León. Lolita lo conoce de una de las pocas tertulias gaditanas a las que acude a
veces,
la de su madrina doña Conchita Solís. El oficial es sobrino de ésta. Lorenzo Virués, se llama. De Huesca. Capitán de ingenieros.

—Qué franceses ni qué niño muerto —chirigotea el primo Toño—. Ante estos hojaldres infames no hay duda: tenemos al enemigo dentro.

Más risas. El primo Toño enlaza un chascarrillo tras otro y sus carcajadas —sonoras como las de los niños— atruenan aquel ángulo del salón. Después de él, la que más ríe y agita los tirabuzones es Curra Vilches, la mejor amiga de Lolita Palma: menuda, guapa, regordeta aunque de buena figura, que esta noche refuerza con un chal turco ceñido al busto de su túnica de crepé. Casada con un comerciante gaditano de buena posición, que viaja mucho y le concede una razonable libertad social, su desparpajo y carácter alegre son inagotables, y hace buenas migas con el primo Toño. Ella y Lolita se conocen desde niñas: estudios en la academia para señoritas de doña Rita Norris y veraneos en Chiclana entre los pinares y el mar. También confidencias mutuas, lealtad e infinita ternura.

—¿Otro refresco, Lolita? —sugiere el capitán Virués.

—Sí. Limonada, hágame el favor.

Se aleja el militar en busca de un camarero, mientras el primo Toño ilustra a las damas sobre cómo el Santo Oficio —cuya abolición debaten estos días en San Felipe Neri— se opone a la bragueta de los calzones masculinos, por inmoral, en favor de la más decente portañuela con dos botonaduras.

—Precepto que yo mismo cumplo a rajatabla. Vean, señoras mías. No es cosa de condenarse por cuatro botones más o menos.

La glosa, hecha con la chispa habitual, arranca nuevas risas y golpes de abanico. Sonriendo, Lolita Palma pasea la vista por el lugar. Hay algunas sotanas eclesiásticas. Un grupo de caballeros, sin señoras, charla de pie en torno a una mesa. Lolita los conoce a casi todos. En su mayor parte son jóvenes, del grupo reformista que empieza a ser conocido como libre o liberal, y entre ellos hay algunos diputados de las Cortes: el famoso Argüelles, jefe del clan y José María Queipo de Llano, conde de Toreno; que, pese a ser todavía un muchacho, es delegado por Asturias. Los acompañan el literato Quintana, el poeta Francisco Martínez de la Rosa —guapo, agitanado y de ojos grandes—, el joven Antoñete Alcalá Galiano, hijo del brigadier muerto en Trafalgar, a quien Lolita conoce desde niña, y Ángel Saavedra, duque de Rivas: un capitán que atrae las miradas de las señoras no sólo por sus gallardos veinte años, los cordones de estado mayor que adornan su casaca y las elegantes botas rusas a la Suvarov, sino porque ya fue herido de gravedad en la batalla de Ocaña y lleva la frente vendada por un bayonetazo recibido en el combate de Chiclana. En otro grupo, rodeados de oficiales y ayudantes, están el gobernador Villavicencio, el teniente general don Cayetano Valdés, comandante de las fuerzas sutiles de la bahía, y los generales Blake y Castellanos; sin que al general Lapeña, que anda quemadísimo con los ingleses, se le vea por ninguna parte. Entre el resto de uniformes destaca la nota colorida de los oficiales de Voluntarios, recargados de bordados y cordones en proporción inversa a su proximidad al frente de batalla. En cuanto a mujeres, es fácil distinguir a las gaditanas de las forasteras aristócratas o adineradas: éstas visten aún a la manera francesa, con cinturas altas, y aquéllas a la inglesa, con escotes más velados y tonos sobrios. Alguna de las emigradas de más edad lleva todavía el pelo con rizos en la frente
y
cortado en la nuca, a la moda que llaman
guillotinada, y
que hace tiempo aquí nadie usa.

Por su parte, Lolita viste discreta, como suele. Esta noche prescinde del negro o el gris habituales en favor de un vestido azul de corpiño ceñido y talle bajo, con una mantilla de encaje dorado sobre los hombros y el pelo recogido con dos peinetas pequeñas de plata. Como única joya lleva al cuello un camafeo de familia en un junquillo de oro. Casi nunca asiste a esta clase de recepciones, a menos que haya de por medio interés comercial. Y tal es el caso. La invitación del embajador inglés ha llegado en un momento en el que Palma e Hijos aspira a hacerse con un contrato de carne de vacuno marroquí destinado a las tropas británicas. Lo aconsejable en tales circunstancias es dejarse ver un rato, aunque tenga previsto retirarse temprano.

Regresa el capitán Virués, seguido por un criado que trae limonada sobre una bandeja. Fernández Cuchillero, que acaba de recibir carta familiar de Buenos Aires, cuenta cómo andan las cosas en el Río de la Plata, cuya Junta insurrecta se niega a acatar la autoridad de la Regencia. Mientras coge el vaso y agradece al militar su gentileza, Lolita, sorprendida, ve entrar en el salón a don Emilio Sánchez Guinea, acompañado por su hijo Miguel y por el marino llamado Lobo: de frac oscuro los dos comerciantes, casaca de paño azul con botones dorados y calzón blanco.

El corsario. La presencia de este último la incomoda vagamente, y no es la primera vez. Ignora por qué los Sánchez Guinea lo traen esta noche. A fin de cuentas, no es más que un asociado minoritario, subalterno. Un empleado de todos ellos. O casi.

—Vaya —comenta el capitán Virués, que ha seguido la dirección de su mirada—. A quién tenemos ahí... El hombre de Gibraltar.

Se vuelve Lolita hacia el militar, asombrada.

—¿Lo conoce?

—Un poco.

—¿Por qué Gibraltar?

Virués tarda unos instantes en responder. Cuando al fin lo hace, sonríe de forma extraña.

—Estuvimos allí prisioneros los dos, en mil ochocientos seis.

—¿Juntos?

—Aunque no revueltos.

A Lolita Palma no le pasa inadvertido el tono despectivo del comentario; pero no quiere ser indiscreta, ni aparentar demasiado interés. Virués se ha sumado a la conversación general. Desde el sofá, Lolita ve cómo Sánchez Guinea saluda al embajador y a algunos invitados, y luego, al verla, se acerca cruzando el salón. Su hijo Miguel y el corsario lo siguen unos pasos detrás. Por impulso que ella misma tarda en comprender, se levanta y va al encuentro del viejo comerciante. No le apetece recibir su saludo con el resto del grupo, concluye, junto a Virués y su peculiar sonrisa.

—Estás guapísima, Lolita. Si tu padre te viera.

Intercambio de cortesías afectuosas. Se suma al saludo Miguel Sánchez Guinea, correcto y apuesto aunque algo bajo de estatura, de rasgos muy parecidos a los de su padre. El capitán Lobo se ha quedado atrás, observando la escena; y cuando Lolita lo mira al fin, aquél hace una breve inclinación de cabeza, sin moverse del sitio ni despegar los labios. Ella se coge del brazo de don Emilio y lo lleva aparte, bajando la voz.

—¿Cómo se le ha ocurrido traerlo aquí?

Se justifica el viejo comerciante. Pepe Lobo trabaja para él,
y
también para ella. La ocasión es óptima para presentarle a algunas personas, inglesas
y
españolas, de conocimiento útil para la tarea que lleva entre manos. No está de más engrasar los goznes de ciertas puertas, para que no chirríen. Aquello es Cádiz.

—Por amor de Dios, don Emilio. Es un corsario.

—Claro que sí. Y en su empresa has invertido el mismo dinero que yo. El interés del negocio es tan tuyo como mío.

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