—¿Quiere eso decir que es aquí donde tiene intención de ofrecer su última resistencia? —preguntó Devlin—. ¿Quizá mientras se escucha la música de Wagner por los altavoces?
—Sí, pero bueno, no nos gusta pensar en eso —dijo Schellenberg—. Las personas importantes disponen aquí de alojamientos secundarios, lo que, evidentemente, incluye al
Reichsführer
.
—¿Y qué va a pasar ahora? ¿Esperan que la RAF arrase la ciudad esta noche o qué?
—No, no es nada tan excitante. Al Führer le gusta tener reuniones con su estado mayor en la sala de mapas. Después, ofrece cenas.
—¿Ahí abajo? —preguntó Devlin, estremeciéndose—. Preferiría comer un bocadillo de carne asada.
El Mercedes se introdujo por la rampa para coches y un centinela de las SS se le aproximó. A pesar del uniforme de Schellenberg, el centinela comprobó a conciencia sus identidades, antes de permitirles el paso. Devlin siguió a Schellenberg a lo largo de un pasillo interminable, con paredes de cemento y débilmente iluminado. Los ventiladores eléctricos del sistema de ventilación producían un suave zumbido, y de vez en cuando se percibía una ligera ráfaga de aire frío. Había guardias de las SS aquí y allá, pero no se veía a muchas personas. Mientras seguían avanzando por el pasillo, se abrió de pronto una puerta y un joven cabo salió. Devlin distinguió por detrás una sala atestada de equipos de radio y una serie de operadores.
—No cometa el error de pensar que no hay nadie aquí —dijo Schellenberg—. Hay salas como ésa por todas partes. Hay un par de cientos de personas en lugares como esa sala de radio.
Un poco más adelante se abrió otra puerta y, ante el asombro de Devlin, Hitler salió por ella, seguido de un hombre de anchos hombros y fornido, que llevaba un uniforme indescriptible. Al aproximarse, Schellenberg apartó a Devlin a un lado y se puso firme. El Führer hablaba con el otro hombre en voz baja, y los ignoró por completo. Pasó junto a ellos y descendió la escalera situada en el extremo del pasillo.
—El hombre que iba con él era Bormann —dijo Schellenberg—. El
Reichsleiter
Martin Bormann, jefe de la cancillería del partido nazi. Un hombre muy poderoso.
—¿Y ése era el Führer? —preguntó Devlin—. Y pensar que he estado casi a punto de tocarle la chaqueta…
—A veces, amigo mío, me pregunto cómo se las ha arreglado para durar tanto como ha durado —dijo Schellenberg con una sonrisa.
—Ah, bueno, eso tiene que ser gracias a mi buena suerte, general.
Schellenberg llamó a una puerta, la abrió y entró. Una mujer joven, una auxiliar de las SS en uniforme, estaba sentada ante una máquina de escribir, en un rincón de la estancia. El resto del espacio estaba ocupado por archivadores y la mesa de despacho detrás de la cual estaba sentado Himmler, revisando un expediente. Levantó la mirada y se quitó los quevedos.
—Bien, general, ¿de modo que ha llegado?
—Que Dios les bendiga a todos —dijo Devlin con tono alegre.
Himmler esbozó una mueca y le dijo a la mujer:
—Déjenos. Vuelva dentro de quince minutos. — La mujer salió y él siguió diciendo—: Le esperaba en Berlín bastante antes,
herr
Devlin.
—Su sistema ferroviario parece haber tenido problemas con la RAF —le dijo Devlin encendiendo un cigarrillo, sobre todo porque sabía lo mucho que eso le disgustaba a Himmler.
El
Reichsführer
se sintió fastidiado, pero no dijo nada. Se volvió hacia Schellenberg y comentó:
—Hasta el momento, general, parece haber malgastado usted una gran cantidad de tiempo. ¿Por qué no regresó con usted
herr
Devlin directamente desde Lisboa?
—Ah, el general hizo un trabajo estupendo —intervino Devlin—. Era yo quien tenía planes para Navidad, ¿comprende? No, el general fue muy razonable. Mucho más de lo que podría decir con respecto a ese otro tipo, Berger. Él y yo no pudimos congeniar.
—Eso es lo que tengo entendido —dijo Himmler—. Pero eso apenas importa, ya que el
Sturmbannführer
tiene otras obligaciones de las que ocuparse. —Se reclinó en la silla antes de preguntar—: ¿De modo que, en su opinión, este asunto puede llevarse adelante? ¿Cree que puede sacar a Steiner de donde está?
—Eso depende del plan —contestó Devlin—, pero todo es posible.
—Sería un golpe de mano muy notable para todos nosotros —asintió Himmler.
—Es posible que lo sea —dijo Devlin—, pero lo que a mí me preocupa es el regreso. La última vez casi no lo consigo.
—En aquella ocasión se le pagó muy bien, y debo recordarle que esta vez también se le pagará bien.
—Y eso es un hecho —dijo Devlin—. Como dijo mi anciana madre, el dinero será mi muerte.
Himmler parecía sentirse extremadamente molesto.
—¿Es que no puede tomarse nada en serio, irlandés?
—La última vez que tuve el placer de ver a su señoría ya le di una respuesta a eso. Es a causa de la lluvia.
—Oh, sáquelo de aquí —exclamó Himmler—. Y continúe con el asunto, general. No hace falta decirle que espero un informe regular sobre sus progresos.
—
Reichsführer
—saludó Schellenberg haciendo salir a Devlin.
Ya en el pasillo, el irlandés sonreía con una amplia mueca.
—He disfrutado con eso.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó en el momento en que Berger aparecía tras doblar una esquina, con un mapa enrollado bajo el brazo.
Iba vestido de uniforme, con las cruces de Hierro de primera y segunda clase. Se puso rígido al verlos, y Devlin dijo alegremente:
—Muy apuesto, hijo, pero a mí me da la impresión de que alguien se ha dedicado a estropearle su buen aspecto.
El rostro de Berger estaba muy pálido y aunque la hinchazón ya había disminuido, era evidente que su nariz estaba rota. Ignoró a Devlin y saludó formalmente a Schellenberg.
—General.
Pasó a su lado y llamó a la puerta del despacho de Himmler.
—Debe de sentirse muy bien ahí dentro —observó Devlin.
—Sí —asintió Schellenberg—. Interesante.
—Bien, ¿y ahora a dónde? ¿A su despacho?
—No, eso lo dejaremos para mañana. Le llevaré a comer y después le dejaré en el apartamento de Ilse. Pasará una buena noche de sueño y mañana empezaremos a trabajar.
Al llegar a la boca del túnel sintieron una bocanada de aire fresco y Devlin respiró profundamente.
—Gracias a Dios —exclamó echándose a reír.
—¿De qué se ríe ahora? —preguntó Schellenberg.
En la pared había un cartel con la imagen muy idealizada de un soldado de las SS, debajo de la cual se leía la frase: «Al final está la victoria».
—Que Dios se apiade de nosotros, general —dijo Devlin, sin dejar de reír—, pero algunas personas son capaces de creer cualquier cosa.
Berger entrechocó los talones ante la mesa de Himmler.
—He traído el plano del
cháteau
de Belle Ile,
Reichsführer
.
—Excelente —dijo Himmler—. Déjeme ver.
Berger desenrolló el plano y el
Reichsführer
lo examinó.
—Bien, muy bien —dijo al cabo de un momento, levantando la mirada—. Estará usted a cargo de todo, Berger. ¿Cuántos hombres sugeriría para la guardia de honor?
—Veinticinco. Treinta como mucho,
Reichsführer
.
—¿Ha visitado ya el lugar? —preguntó Himmler.
—Volé a Cherburgo anteayer y luego me dirigí al castillo. Es realmente espléndido. Los propietarios son unos aristócratas franceses que huyeron a Inglaterra. Por el momento sólo han quedado allí un encargado y su esposa. Les he informado de que nos haremos cargo del lugar en un próximo futuro, aunque, naturalmente, no le he dicho la razón.
—Excelente. No hay ninguna necesidad de acercarse por allí durante las dos próximas semanas. En otras palabras, espere todo lo posible antes de que sus hombres se hagan cargo del control. Ya sabe cómo son los de esa denominada Resistencia francesa. Una pandilla de terroristas dedicados a poner bombas y asesinar. —Enrolló el plano y se lo devolvió a Berger—, Después de todo, Berger, la seguridad del Führer se encontrará en esta conferencia bajo nuestra más directa responsabilidad. Y esa responsabilidad es sagrada.
—Desde luego,
Reichsführer
.
Berger volvió a entrechocar los talones y salió. Himmler tomó la pluma y empezó a escribir de nuevo.
El Mercedes avanzó por la Kurfúrstendamm al tiempo que empezaba a nevar otra vez. Por todas partes se observaban las pruebas de los estragos causados por las bombas, y la perspectiva de la avenida era algo menos que agradable, con la prohibición de encender luces y la llegada de la oscuridad, —Fíjese en todo esto —dijo Schellenberg—. Había sido una gran ciudad… Arte, música, teatro, y los clubs, señor Devlin. El Paraíso y el Nilo Azul. Siempre abarrotados con los travestidos más hermosamente vestidos que se hayan visto jamás.
—Mis gustos nunca han ido por ese lado —dijo Devlin.
—Y tampoco los míos —dijo Schellenberg riendo—. Siempre pienso que se están perdiendo algo muy bueno. Bien, vayamos a comer. Conozco un pequeño restaurante en una calle secundaria, no lejos de aquí, donde cocinan razonablemente bien. Con productos del mercado negro, claro, pero me conocen, y eso siempre ayuda.
El lugar era bastante hogareño y apenas si había una docena de mesas. Estaba dirigido por un hombre y su esposa que, evidentemente, conocían bien a Schellenberg. El hombre se disculpó porque no tenía bocadillos de carne asada, pero pudo ofrecer caldo de cordero, con carne, patatas y col, así como una botella de Hock.
El reservado en el que se sentaron era bastante privado y una vez que hubieron terminado de comer, Schellenberg preguntó:
—¿Cree usted realmente que esa operación es posible?
—Cualquier cosa es posible. Recuerdo un caso que se produjo durante la revolución irlandesa, en mil novecientos veinte. Los ingleses habían capturado a un tipo llamado Michael Fitzgerald, un importante líder del IRA. Lo encerraron en la prisión de Limerick. Un hombre llamado Jack O'Malley, que sirvió con el ejército británico en Flandes, con el rango de capitán, sacó su viejo uniforme, camufló a media docena de sus hombres como soldados y se presentó en la prisión de Limerick con una orden falsa para trasladar a Fitzgerald al castillo de Dublín.
—¿Y funcionó?
—Como si fuera un hechizo. —Devlin sirvió lo que quedaba de la botella, repartiéndolo en los dos vasos—. Aquí, sin embargo, tenemos un problema, y es bastante importante.
—¿De qué se trata?
—De Vargas.
—Ya nos hemos ocupado de eso. Le hemos dicho que debemos disponer de información convincente acerca de a dónde tienen intención de trasladar a Steiner.
—¿Está usted convencido de que lo trasladarán?
—Estoy seguro. No seguirán teniéndolo en la Torre. Es demasiado absurdo.
—¿Y cree que Vargas conseguirá la información correcta? —Devlin sacudió la cabeza con expresión dubitativa—. Tiene que ser muy bueno.
—Siempre lo ha sido en el pasado, según ha podido saber el Abwehr. Se trata de un diplomático español, señor Devlin, un hombre situado en una posición privilegiada. No es un agente ordinario. Y he ordenado investigar a fondo a ese primo suyo, ese tal Rivera.
—Está bien, acepto eso. Digamos que Rivera está perfectamente limpio, pero ¿quién ha comprobado a Vargas? Nadie. Rivera no es más que un conducto a través del cual van y vienen los mensajes, pero ¿y si Vargas es otra cosa?
—¿Quiere decir que puede tratarse de una trampa de la inteligencia británica para atraernos?
—Bueno, miremos las cosas tal como ellos podrían considerarlas. Sea quien fuere el que lleve a cabo la operación, necesita contar con amigos en Londres, alguna clase de organización. Si yo estuviera al mando del lado británico, soltaría un poco de cuerda, dejaría que las cosas empezaran y luego detendría a todo aquel que se pusiera a mi alcance. Desde ese punto de vista, sería todo un golpe.
—¿Me está diciendo que se lo ha pensado mejor, que ahora no quiere ir?
—No, no es eso. Lo que le estoy diciendo es que, si lo hago, tengo que partir de la suposición de que allí me están esperando. Ese Vargas nos ha vendido. Una vez que pienso así, las cosas son completamente diferentes.
—¿Está hablando en serio? —preguntó Schellenberg.
—Yo aparecería como un perfecto idiota si organizáramos las cosas sobre la base de que Vargas está de nuestro lado y, al llegar allí, resultara que no lo está. Táctica, general, eso es lo que necesitamos en este caso. Es como en el ajedrez. Uno tiene que pensar por lo menos con tres jugadas de antelación.
—Señor Devlin, es usted un hombre muy notable —le dijo Schellenberg.
—Fui un genio en mis buenos tiempos —asintió Devlin con aires de solemnidad.
Schellenberg se encargó de pagar la cuenta y salieron. Seguía nevando ligeramente cuando se dirigieron hacia el Mercedes.
—Ahora le llevaré al apartamento de Ilse y volveremos a reunimos por la mañana. —En ese momento empezaron a sonar las sirenas de alarma. Schellenberg llamó a su conductor —. Hans, a esta dirección. —Luego, se volvió hacia Devlin—. Pensándolo mejor, creo que sería preferible regresar al restaurante y permanecer tranquilamente sentados en el sótano, en compañía de las demás personas sensatas. Es un lugar bastante cómodo. Ya he estado antes allí.
—¿Por qué no? —replicó Devlin y regresó con él—. ¿Quién sabe? Quizá puedan encontrarnos allí una botella de algo.
Por detrás de ellos, el fuego de las baterías antiaéreas retumbaba como una tormenta desde las afueras de la ciudad.
Mientras se acercaban al despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, el aire de la mañana olía a humo.
—Parece ser que anoche alcanzaron su objetivo —dijo.
—Ya lo puede asegurar —asintió Devlin.
Se abrió la puerta del despacho y apareció Ilse Huber, dándoles los buenos días.
—Menos mal que ha aparecido, general. Empezaba a sentirme un poco preocupada.
—El señor Devlin y yo nos pasamos la noche en el sótano de ese restaurante que hay en Marienstrasse.
—Rivera viene hacia aquí—dijo ella.
—Estupendo, hágale pasar en cuanto llegue.
Ella salió del despacho, y diez minutos más tarde hizo entrar a Rivera. El español se quedó allí de pie, moviendo el sombrero, mirando con nerviosismo a Devlin.
—Puede hablar con entera libertad —le dijo Schellenberg.