El 19 de marzo y el 2 de mayo (9 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El 19 de marzo y el 2 de mayo
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El
Kirie eleyson
cantando,
¡Viva el príncipe Fernando!

Un alarido, un colosal balido resonó en la taberna, y el orador bajó de su escabel, rompiendo otro vaso. Mientras limpia el sudor de su frente coronada con los laureles oratorios, la moza de la taberna se acerca a escanciarle vino. ¿Es Hebe, la gallarda copera de los dioses, que vierte el néctar de Chipre en el vaso de oro del joven de los rubios cabellos, al regresar de la diurna carrera? No: es Mariminguilla, la ninfa de Perales de Tajuña, a quien trajo desde las riberas de aquel florido río el Sr. Malayerba, dándole el cargo de escanciadora mayor, que desempeña entre pellizcos y requiebros.

Lopito, que tiene con ella alguna aventura pendiente, la llama, la pellizca también, dícele mil niñerías… pero a todas estas la multitud que ocupa la taberna se levanta obedeciendo a la orden de un hombre que allí se presentó de improviso. Salieron todos, y yo no queriendo perder el final de una función que parecía ser divertida, les seguí.

—Silencio todo el mundo —dijo una voz, perteneciente, según comprendí, a persona resuelta a hacerse obedecer; y la turba se puso en marcha con cierto orden. La noche era oscurísima; pero serena.

—¿A dónde vamos, Lopito? —pregunté a mi compañero.

—A donde nos lleven —me contestó por lo bajo—. ¿A que no sabes quién es ese que nos manda?

—¿Quién? ¿Aquel palurdo que va delante con montera, garrote, chaqueta de paño pardo y polainas; que se para a ratos, mira por las boca calles y se vuelve hacia acá para mandar que callen?

—Sí; pues ese es el señor conde de Montijo. Con que figúrate, chiquillo, si no podemos decir aquel refrán de… cuando los santos hablan, será porque Dios les habrá dado licencia.

- IX -

El grupo recorrió algunas calles, y uniose a otro más numeroso que encontramos al cuarto de hora de haber salido. Lopito, señalándome las tapias que se veían en el fondo del largo callejón, me dijo:

—Aquellas son las cocheras y la huerta del Príncipe de la Paz.

Pasamos de largo y vimos de lejos las dos cúpulas del palacio. Cerca del mercado se nos unieron otras muchas personas que, según Lopito, eran cocheros, palafreneros, pinches, mozos de cuadra y lacayos del infante D. Antonio y del príncipe de Asturias.

—Pero ¿qué vamos a hacer aquí? —pregunté a mi amigo—. ¿Vamos a impedir que los Reyes salgan del pueblo, o vamos simplemente a tomar el fresco?

—Eso lo hemos de ver pronto —me contestó—. Yo, si he de decirte la verdad, no sé lo que se ha de hacer, porque Salvador el cochero no me ha dicho más sino que vaya donde van los demás y grite lo que los demás griten. Ves, ahí frente tenemos el palacio: no hay luces en las ventanas ni se oye ruido alguno, como no sea el de las ranas que cantan en los charcos del río.

La voz del que nos mandaba dijo «alto», y no dimos un paso más.

—Es raro —dije a Lopito muy quedamente— que no hayamos encontrado centinelas que nos detengan; ni siquiera una ronda de tropa que nos pregunte a dónde vamos a estas horas.

—¡Necio! —me contestó—. ¡Si sabrá la tropa lo que se pesca! ¿Pues qué hacen ellos si no estarse quietecitos en sus cuarteles esperando a que les digan: caballeros, esto se acabó?

Dime por convencido y callé. Durante un rato bastante largo no se oyó más que el sordo murmullo de diálogos sostenidos en voz baja, algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y a lo lejos el canto de las discutidoras ranas y el rumor de leves movimientos del aire, sacudiendo las ramas de los olmos, que empezaban a reverdecer. La noche era tranquila, triste, impregnada de ese perfume extraño que emiten las primeras germinaciones de la primavera: el cielo estaba tachonado de estrellas, a cuya pálida claridad se dibujaban los espesos y negras arboledas, la silueta cortada del Real Palacio, y más allá la figura del Anteo de mármol levantado del suelo por Hércules en el grupo de la fuente monumental que limita el llamado
Parterre.
El sitio y la hora eran más propios para la meditación que para la asonada.

De improviso aquel silencio profundo y aquella oscuridad intensa se interrumpieron por el relámpago de un fogonazo y el estrépito de un tiro que no sé de dónde partió. La turba de que yo formaba parte lanzó mil gritos, desparramándose en todas direcciones. Parecía que reventaba una mina, pues no a otra cosa puedo comparar la erupción de aquel rencor contenido. Todos corrían, yo corría también. Lucieron antorchas y linternas, se alzaron al aire nudosos garrotes: muchas escopetas se dispararon, oyose un son vivísimo de cornetas militares, y multitud de piedras, despedidas por manos muy diestras, fueron a despedazar, produciendo horribles chasquidos, los cristales de una gran casa. Era la del Príncipe de la Paz.

La historia dice que el tumulto empezó porque la turba se empeñó en conocer a una dama encubierta que, acompañada de dos guardias de honor, salía en coche de casa del generalísimo. Aseguran algunos que en una de las ventanas del palacio se vio una luz, considerada como señal para empezar la gresca.

Del tiro y toque de corneta no tengo duda, porque los oí perfectamente. En cuanto a la luz, yo no la vi, pero creo haber oído decir a Lopito que él la vio, aunque no estoy muy seguro de ello. Poco importa que apareciera o no: lo primero es, si no cierto, muy verosímil, porque el centro de la conjuración estaba en el alcázar, y los principales conspiradores eran, como todo el mundo sabe, el príncipe de Asturias, su tío, su hermano, sus amigos y adláteres, muchos gentiles hombres, altos funcionarios de la casa del Rey y algunos ministros.

Los alborotadores se multiplicaban a cada momento, pues nuevas oleadas de gente engrosaban la masa principal, sin que un soldado se presentase a contener al paisanaje. No tardó en caer al suelo destrozada por repetidos golpes y hachazos la puerta del palacio del Príncipe de la Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritado vulgo entre horribles juramentos y amenazas.

La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados y hasta por los que todo lo deben al infeliz que cae, de modo que a las manos del odio justo o injusto, se unen para rematar la víctima las manos de la ingratitud, el más canalla de todos los vicios. Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo.

Cuando la puerta de la casa se abrió, precipitose la turba en lo interior, bramando de coraje. Su salvaje resoplido me causaba terror e indignación, mayormente cuando consideré que iba a saciar su sed de venganza en la persona de un hombre indefenso. Era aquella la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez.

A los gritos de «¡Muera Godoy!» se mezclaban preguntas de feroz impaciencia; «¿Le han cogido?». «¿Le han matado?». Todos querían entrar; pero no era posible, porque la casa estaba ya atestada de gente. Desde fuera y al través de los balcones de par en par abiertos, se veía el resplandor de las hachas: siniestros gritos y ruidos de muebles o vasos que se quebraban bajo las garras de la fiera, salían de la casa a mezclarse con el concierto exterior. En un instante se encendió una gran hoguera que iluminó la calle: las campanas de todas las iglesias y conventos del pueblo tocaban sin cesar; pero no podía definirse si aquellos tañidos eran toques de alarma o repiques de triunfo.

Lopito, que bailaba como un demonio adolescente junto a la hoguera, se acercó a mí y me dijo:

—Gabriel, ¿no te entusiasmas?¿Qué haces ahí tan friote? Ven, subamos al palacio. Alguna vez ha de ser para nosotros. ¿No dicen que todo lo ha robado a la nación?

Casi arrastrado por mi joven amigo entré en el palacio y subí a las habitaciones altas, abriéndonos paso por entre los energúmenos que bajaban y subían. Recorrí todas las salas por las cuales había transitado dos días antes, llegué al mismo despacho del príncipe, y vi la mesa donde escribí mi nombre. La multitud subía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices, volcaba sofás y sillones, creyendo encontrar tras alguno de estos muebles al objeto de su ira; violentaba las puertas a puñetazos; hacía trizas a puntapiés los biombos pintados; desahogaba su indignación en inocentes vasos de China; esparcía lujosos uniformes por el suelo, desgarraba ropas, miraba con estúpido asombro su espantosa faz en los espejos, y después los rompía; llevaba a la boca los restos de cena que existían aún calientes en la mesa del comedor; se arrojaba sobre los finos muebles para quebrarlos, escupía en los cuadros de Goya, golpeaba todo por el simple placer de descargar sus puños en alguna parte; tenía la voluptuosidad de la destrucción, el brutal instinto tan propio de los niños por la edad como de los que lo son por la ignorancia; rompía con fruición los objetos de arte, como rompe el rapaz en su despecho la cartilla que no entiende; y en esta tarea de exterminio la terrible fiera empleaba a la vez y en espantosa coalición todas sus herramientas, las manos, las patas, las garras, las uñas y los dientes, repartiendo puñetazos, patadas, coces, rasguños, dentelladas, testarazos y mordiscos.

La rabia del monstruo aumentó cuando corrieron de boca en boca estas frases: «No está ese perro». «El endino se ha escapao». Efectivamente; el Príncipe no parecía por ninguna parte, de lo cual me alegré.

Cuando la turba no puede saciar su hambre de destrucción en el objeto humano de su rencor, suele darse el gustazo de tomar venganza en los cuerpos inocentes de los muebles que a aquel pertenecieron. Así ha ocurrido en todos los motines de nuestro repertorio, y así ocurrió en aquel, más que ninguno famoso, por las diversas causas que lo ocasionaron. Convencidos, pues, los conjurados de que no habrían a las manos ni un pelo del Príncipe de la Paz, concibieron el heroico pensamiento de quemar todas las preciosidades del palacio recién saqueado.

Con gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo y la conciencia de su fuerza irresistible, comenzaron los nuevos huéspedes del palacio a arrojar por los balcones sillas, sofás, tapices, vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas, papeles, vajillas y otros mil perversos cómplices de la infame política de Godoy. La fiera cumplía este cometido con cierto orden, sin dejar de decir: «¡Muera ese tunante, ladrón!», y «¡Viva el Rey, viva el Príncipe de Asturias!».

Pero antes de que empezara esta operación, y cuando los exploradores se convencieron de que el Príncipe había huido, la Princesa de la Paz, que estaba hasta entonces oculta, se presentó pidiendo socorro, e implorando la compasión de la multitud. El miedo hacía temblar a la infeliz señora, lo mismo que a su hija, niña de corta edad que con ambos puños en los ojos lloraba sin consuelo. No sé si los ruegos de la madre y de la hija ablandaron a los amotinados, o si las personas de categoría que dirigían la fiesta determinaron poner en salvo con todo miramiento y consideración a la infeliz princesa; lo cierto fue, que lejos de maltratarla de obra o de palabra, sacáronla de la casa, y puesta en una berlina fue llevada en
ca el palacio
de los reyes, como decía Pujitos, quien sin que nadie se lo ordenara, se encargó de tan caballeresca comisión.

Ustedes comprenderán que todo lo que fuese figurar en primer término agradaba a Pujitos, así es que si se reunía un pelotón para marchar a cualquier parte, allí estaba él para mandarlo, complaciéndose en decir: «Marchen, media güelta a lizquielda», con tanta marcialidad como un coronel de guardias walonas. No me cansaré de repetirlo: Pujitos tenía en su cráneo entre un lobanillo y un chichón, la protuberancia (¿cómo lo diré…?) la protuberancia de la
tenientividad.
Como Napoleón el genio de la guerra, poseía él el instinto de la milicia nacional; mas los hados no quisieron que llegase a mandar ninguna compañía de aquella honrada fuerza, porque antes de 1820 la Parca cruel lo arrebató de este mundo, privando a nuestro planeta de tan grande y simpática figura.

Cuando los infatigables trabajadores del motín comenzaron a arrojar por ventanas y balcones los muebles del palacio, Lopito, que llevaba a cuestas una maravillosa obra de porcelana, producto de los talleres de la Moncloa, se llegó a mí y díjome:

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