—¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería ser príncipe, generalísimo y secretario del despacho. A los diez y seis años se pueden decir tales cosas; pero no a los sesenta.
—Viviendo conmigo, Inés ha de estar condenada a perpetua estrechez. ¿No vale más que se la lleven los parientes de su madre, que parecen personas muy caritativas? En todo caso, Gabriel, si la muchacha no estuviera contenta allí, tiempo tenemos de recogerla, porque a mí, como tío carnal, me corresponde la tutela.
—¿Y por qué la deja Vd. marchar?
—Porque los Requejos son ricos… ¿lo comprenderás al fin?… porque Inés en casa de esa gente puede estar como una princesa, y casarse al fin con un comerciante muy rico de la calle de Postas o Platerías.
—Alto allá, señor mío —exclamé muy amostazado—, ¿qué es eso de casarse Inés? Inés, Dios mediante, no se casará más que conmigo. Sí ¡vaya Vd. a hablarle de comerciantes y de usías!
—Es verdad, no me acordaba, hijito —dijo el cura con algo de mofa—. ¡Casarse a los diez y seis años! ¿El matrimonio es algún juego? Y además: hazme el favor de decirme qué ganas tú en la imprenta donde trabajas.
—Sobre tres reales diarios.
—Es decir, noventa y tres reales los meses de treinta y uno. Algo es, pero no basta, chiquillo. Ya ves tú: cuando Inés esté en su sala con cortinas verdes de ramos amarillos y se siente en aquellas mesas donde hay siete pavos por Navidad, y todas las noches cena de perdiz por barba… ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse a ella un pretendiente con noventa y tres reales al mes, en los que traen treinta y uno.
—Eso ella es quien lo ha de decir —repuse con la mayor zozobra—; y si ella me quiere así, veremos si todos los Requejos del mundo lo pueden impedir. En resumidas cuentas, Sr. D. Celestino, ¿Vd. está decidido a que Inés se vaya esta tarde con don Mauro!
—Decidido, hijo, es para mí un caso de conciencia.
—¿Y quién le dice a Vd. que con noventa y tres reales al mes no se puede mantener una familia? Pues a mí me da la gana de casarme, sí señor.
—¡Casarse a los diez y seis años! Uno y otro debéis esperar a tener los treinta y cinco cumplidos. La vida se pasa pronto: no te apures. Para entonces podréis casaros. Sois a propósito el uno para el otro. Casar y compadrar, cada uno con su igual. Veremos si de aquí allá te luce más el oficio.
—¿Y no puedo yo buscar un destinillo?
—Eso es como cuando se te puso en la cabeza que te iba a caer un principado o un ducado.
—No: un destinillo de estos que se dan a cualquier pelón, en la contaduría de acá o en la de allá.
—¿Pero crees tú que un empleo es cosa fácil de conseguir?
—¿Por qué no? —respondí enfáticamente—. ¿Pues para qué son los destinos sino para darlos a todos los españoles que necesitan de ellos?
—Hijo, las antesalas están llenas de pretendientes. Ya recordarás que a pesar de ser paisano y amigo del príncipe de la Paz, estuve catorce años haciendo memoriales.
—Y al fin… pero hoy visita Vd. a S. A. y le trata; de modo que si le pidiera para mí una placita no creo que se la negara.
—¡Ah! —exclamó D. Celestino con satisfacción—. El día que visité a S. A. fue para mí el más lisonjero de mi vida, porque oí de sus augustos labios las palabras más cariñosas. Si vieras con cuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, qué dulzura, qué llaneza sin dejar por eso de ser príncipe en todos sus gestos y palabras! Cuando entré, yo estaba todo turbado y confuso, y la lengua se me quedó pegada al paladar. Mandome S. A. que me sentara, y me preguntó si yo era de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bondad? Contestele que había nacido en los Santos de Maimona, villa que está en el camino real como vamos de Badajoz a Fuente de Cantos. Luego me preguntó por la cosecha de este año, y le respondí que según mis noticias, el centeno y cebada eran malos, pero que la bellota venía muy bien. Ya comprenderás por esto el interés que se toma por la agricultura. En seguida me dijo si estaba contento en mi parroquia, a lo cual contesté afirmativamente, añadiendo que me tenía edificada la piedad de mis feligreses; al decir esto no pude contener las lágrimas. Bien claro se ve que al príncipe le interesa mucho cuanto se refiere a la religión. Hablele después de que entretenía mis ocios con la poesía latina, y notifiquele haber compuesto un poema en hexámetros
[5]
, dedicado a él. Enterado de esto, dijo que
bueno,
en lo cual se demuestra palmariamente su desmedida afición a las letras humanas; y por fin, a los diez minutos de conferencia, me rogó afectuosamente que me retirara, porque tenía que despachar asuntos urgentísimos. Esto prueba que es hombre trabajador, y que las mejores horas del día las consagra puntualmente a la administración. Te aseguro que salí de allí conmovido.
—¿Y no vuelve Vd.?
—¡Pues no he de volver! Supliqué a S. A. que me fijara día para llevarle el poema latino, y mañana tendré el honor de poner de nuevo los pies en el palacio de mi ilustre paisano.
—Pues yo iré con Vd. Sr. D. Celestino —dije con mucha determinación—. Iremos juntos y Vd. le pedirá un destino para mí.
—¡Estás loco! —exclamó el sacerdote con asombro—. No me creo capaz de semejante irreverencia.
—Pues se lo pediré yo —dije más resuelto cada vez a entrar en la administración.
—Modera esos arrebatos, joven sin experiencia. ¿Cómo quieres que te presente sin más ni más al príncipe de la Paz? ¿Qué puedo decir de ti, cuáles son tus méritos? ¿Conoces acaso por el forro los versos latinos? ¿Has saludado siquiera el
Divitias alius fulvo sibi congerat auro
, el
Passer, delitiæ
[6]
meæ
[7]
puellæ
, o el
Cynthia prima suis me cepis ocellis
? ¿Estás loco, piensas que los destinos están ahí para los mocosos a quienes se les antoja pedirlos?
—Vd. le dice que soy un joven pariente suyo, y yo me encargo de lo demás.
—¿Pariente mío? Eso sería una mentira, y yo no miento.
Así disputamos un buen rato, y al fin, entre ruegos y razones logré convencer al padre Celestino para que me llevara a presencia del serenísimo señor Godoy. Mi tenaz proyecto se explica por el estado de desesperación en que me puso la visita de los Requejos, y su propósito de cargar con la pobre Inés. La viva antipatía que ambos hermanos me inspiraron desde que tuve la desdicha de poner los ojos sobre ellos, engendró en mi espíritu terribles presentimientos. Se me representaba la pobre huérfana en dolorosa esclavitud bajo aquel par de trasgos, condenada a perecer de tristeza si Dios no me deparaba medios para sacarla de allí. ¿Cómo podía yo conseguirlo, siendo como era, más pobre que las ratas? Pensando en esto, vino a mi mente una idea salvadora, la que desde aquellos tiempos principiaba a ser norte de la mitad, de la mayor parte de los españoles, es decir, de todos aquellos que no eran mayorazgos ni se sentían inclinados al claustro; la idea de adquirir una plaza en la administración. ¡Ay!, aunque había entonces menos destinos, no eran escasos los pretendientes.
España había gastado en la guerra con Inglaterra, la espantosa suma de
siete mil millones
de reales. Quien esto derrochó en una calaverada, ¿no podía darme a mí cinco mil para que me casara? Por supuesto, el pretender casarse entonces a los diez y siete años, era una calaverada peor que la de gastar siete mil millones en una guerra. Aquella idea echó raíces en mi cerebro con mucha presteza. A la media hora de mi conferencia con D. Celestino, ya se me figuraba estar desempeñando ante la mesa forrada de bayeta verde, las funciones que el Estado tuviera a bien encomendarme para su prosperidad y salvación. Atrevido era el proyecto de pedir yo mismo al poderoso ministro lo que me hacía falta: pero la gravedad de las circunstancias, y el loco deseo de adquirir una posición que me permitiera disputar la posesión de Inés a la temerosa pareja de los Requejos, disminuía los obstáculos ante mis ojos, dándome aliento para las empresas más difíciles.
La huérfana no disimuló al hablar conmigo la repugnancia que le inspiraban sus tíos: tal vez hubiera yo logrado impedir el secuestro; pero D. Celestino repitió que era para él caso de conciencia, y con esto Inés no se atrevió a formular sus quejas, ¡tan grande era entonces la subordinación a la autoridad de los mayores! La escrupulosidad del buen sacerdote no impidió, sin embargo, que yo hablara mil pestes de los dos hermanos, criticando sus fachas y vestidos, y comentando a mi manera aquello de los siete pavos y capones, con la añadidura de las perdices por barba en la hora de la cena. También me reí con implacable saña de los tratamientos que se daban hermano y hermana, pues, según el lector observaría, se llamaban simplemente
éste
y
ésta
. D. Celestino me dijo al oírme, que tratase con más miramientos a dos personas respetables que habían sabido labrar pingüe fortuna con su trabajo y honradez, y entre tanto Inés preparaba de muy mala gana su equipaje para marchar a la corte.
No tardó la casa del cura en verse honrada de nuevo con las personas de los Requejos, que llegaron a eso de las cuatro, haciendo mil ponderaciones de las tierras adquiridas cerca de Ontígola; y su contento al ver que Inés se disponía a seguirles, fue extraordinario.
—No te des prisa, pimpollita —decía D. Mauro—, que todavía hay tiempo de sobra.
—Su impaciencia por emprender el viaje —añadió doña Restituta, plegando de un modo indefinible el forro cutáneo de su cara— es tan viva, que la pobrecilla quisiera tener alitas para salir más pronto de aquí.
—Eso no —dijo D. Celestino algo amoscado—; que su tío no le ha dado malos tratos, para que así se impaciente por abandonarle.
Inés se arrojó llorando a los brazos del cura, y ambos derramaron muchas lágrimas. Por mi parte, tenía interés en que los Requejos no conocieran que un antiguo y cordial amor me unía a Inés, así es que disimulé mi sofocación, y acechándola fuera, cuando salió en busca de un objeto olvidado, le dije:
—Prendita, no me digas una palabra, ni me mires, ni me saludes. Yo me quedo aquí, pero descuida; pronto nos hemos de ver allá.
Llegó por fin la hora de la partida; el coche se acercó a la puerta de la casa. Inés entró en él muy llorosa y los Requejos tomaron asiento a un lado y otro, pues aun en aquella situación temían que se les escapara. Jamás he visto mujer ninguna que se asemejara a un cernícalo como en aquel momento doña Restituta. El coche partió, y al poco rato nuestros ojos le vieron perderse entre la arboleda. Don Celestino, que hacía esfuerzos por aparentar gran serenidad, no pudo conservarla, y haciendo pucheros como un niño, sacó su largo pañuelo y se lo llevó a los ojos.
—¡Ay, Gabriel! ¡Se la llevaron!
Mi emoción también era intensísima, y no pude contestarle nada.
Al día siguiente me llevó D. Celestino al palacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de marzo, si no me falla la memoria.
Aunque no tenía ropa para mudarme en tan solemne ocasión, como la que llevaba a Aranjuez era la mejorcita, con una camisa limpia que me prestó el cura, quedé en disposición, según él mismo me dijo, de presentarme aunque fuera a Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora de las audiencias, D. Celestino sacaba del bolsillo interior de su sotana el poema latino para leerlo en alta voz, porque,
—Quizás el señor Príncipe —decía— me mande leer algún trozo, y conviene hacerlo con entonación clásica y ritmo seguro, mayormente si hay delante algún embajador o general extranjero.
Después, guardando el manuscrito, añadió con cierta zozobra:
—¿Sabes que el sacristán de la parroquia, ese condenado Santurrias… ya le conoces… me ha puesto esta mañana la cabeza como un farol? Dice que el señor Príncipe de la Paz no dura dos días más al frente de la nación, y que le van a cortar la cabeza.Esto no merece más que desprecio, Gabrielillo; pero me da rabia de oír tratar así a persona tan respetable. Pues, ¿qué crees tú? he descubierto que ese pícaro Santurrias es jacobino, y se junta mucho con los cocheros del infante D. Antonio Pascual, los cuales son gente muy alborotada.
—¿Y qué dice ese reverendo sacristán?
—Mil necedades; figúrate tú. Como si a personas de estudios y que tienen en la uña del dedo a todos los clásicos latinos, se les pudiera hacer tragar ciertas bolas. Dice que el señor príncipe de la Paz, temiendo que Napoleón viene a destronar a nuestros queridos reyes, tiene el propósito de que éstos marchen a Andalucía para embarcarse y dar la vela a las Américas.
—Pues anoche —dije yo— cuando fui al mesón a decir a los arrieros que no me aguardaran, oí decir lo mismito a unos que estaban allí, y por cierto que hablaban de su amigo y paisano de Vd. con más desprecio que si fuera un bodegonero del Rastro.
—No saben lo que se pescan, hijo —me dijo el cura—. Pero o yo me engaño mucho o los partidarios del príncipe de Asturias andan metiendo cizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez hay mucha gente extraña y… quiera Dios. Ya me dijo esta mañana Santurrias que su mayor gusto será tocar las campanas a vuelo si el pueblo se amotina para pedir alguna cosa; pero ya le he dicho —y al hablar así D. Celestino se paró, y con su dedo índice hacía demostraciones de la mayor energía— ya le he dicho que si toca las campanas de la Iglesia sin mi permiso, lo pondré en conocimiento del señor Patriarca para lo que este tenga a bien resolver.
Con esta conversación llegó la hora, y nosotros al palacio de S. A. Atravesamos por entre varios guardias que custodiaban la puerta, porque ha de saberse que el generalísimo tenía su guardia de a pie y de a caballo, lo mismo que el rey, y mejor equipada, según observaban los curiosos. Nadie nos puso obstáculo en el portal ni en la escalera; pero al llegar a un gran vestíbulo en cuyo pavimento taconeaban con estrépito las botas de otra porción de guardias, uno de estos nos detuvo, preguntando a D. Celestino con cierta impertinencia que a dónde íbamos.