No quise ver ni oír más aquello, y fui a despedirme del incomparable D. Celestino, a quien hallé en el cuarto de Santurrias, ocupado aún en bizmarle y curar sus heridas. Luego que puso fin a esta operación, se ocupó en acostar a los cuatro muchachos campaneros, los cuales, fatigados de la batahola de aquel día, yacían medio dormidos sobre el suelo. Era preciso desnudarles como a cuerpos muertos, y al mismo tiempo hacerles comer las sopas de ajo que la tía Gila había traído en una gran cazuela. D. Celestino, teniendo sobre sus rodillas al más pequeño de aquellos diablillos, le acercaba la cuchara a la boca, esforzándose en introducirla por entre los apretados dientes. Después, procurando despabilarle decía:
—Vamos ahora a rezar todos el Padre Nuestro. Si vieras, Gabrielillo — añadió dirigiéndose a mí—, ¡cómo me han mortificado estos cuatro enemigos! Uno me ponía rabos de papel en la sotana; otro tendía una cuerda desde la cama a la mesa para que al pasar me enredara las piernas y cayese al suelo; otro calentó la llave de la alacena y me abrasé los dedos cuando fui a abrir; y por último, con mi sombrero hicieron un muñeco que decían era el Príncipe de la Paz, y después de arrastrarle por el patio, iban a meterle en el fogón para quemarlo. Afortunadamente, la tía Gila acudió a tiempo. ¡Pero qué han de hacer, si ya no hay autoridad, ni se obedece a los superiores! Me parece que ahora van a venir tiempos muy calamitosos. Si cada vez que se les antoje quitar a un ministro salen gritando los cocheros de los príncipes con unas cuantas docenas de labriegos y soldados de la guarnición, de antemano seducidos, vamos a estar con el alma en un hilo. Gabriel, aquí para entre los dos, ¿no es indecoroso y humillante, e indigno que un Príncipe de Asturias arranque la corona de las sienes de su padre, amedrentándole con los ladridos de torpes lacayos, de ignorantes patanes, de bárbaros chisperos y de una soldadesca estúpida y sobornada? ¡Ay! Si yo no fuera un hombre corto de genio, y lo hubiera tenido para decirle al Príncipe de la Paz lo que se fraguaba; si él, siguiendo mis consejos hubiera puesto a la sombra a tres o cuatro pícaros como Santurrias y otros… Porque, créelo hijo, este borrachón es, según me han dicho, el que ha embaucado a medio pueblo para hacerle tomar parte en el alboroto… por supuesto, que ha corrido dinero de largo. Yo de buena gana castigaría a este hombre execrable a este pérfido sacristán; ¿pero cómo he de dejar sin pan a un viudo con cuatro hijos? Ya ves: se me parte el corazón al considerar que estos angelitos andarán por las calles pidiendo una limosna… Lo que antes te he dicho es cierto… El vulgo, esa turba que pide las cosas sin saber lo que pide, y grita viva esto y lo otro, sin haber estudiado la cartilla, es una calamidad de las naciones, y yo a ser rey, haría siempre lo contrario de lo que el vulgo quiere. La mejor cosa hecha por el vulgo resulta mala. Por eso repito yo siempre con el gran latino:
Odi profanum vulgus et arceo… et arceo
, y lo aparto…
et arceo
, y lo echo lejos de mí…
et arceo
, y no quiero nada con él.
Concluida esta filípica, me abrazó deseándome mil felicidades, y haciéndome jurar que le enteraría puntualmente de la situación de Inés. Salí al fin de su casa y del pueblo, y cuando el coche que me conducía pasó por la plaza de San Antonio, sentí la algazara del pueblo agolpado delante de palacio. Sus gritos formaban un clamor estrepitoso que hacía enmudecer de estupor a las ranas de los estanques y asustaba a los grillos, pues unas y otros desconocían aquella monstruosidad sonora que tan de improviso les había quitado la palabra.
El pueblo victoreaba al nuevo Rey: el plan concebido en las antecámaras de palacio había sido puesto en ejecución con el éxito más lisonjero. Todo estaba hecho, y los cortesanos que desde los balcones contemplaban con desprecio el entusiasmo de la fiera, tan brutal en su odio como en su alegría, no cabían en sí de satisfacción, creyendo haber realizado un gran prodigio. En su ignorancia y necedad no se les alcanzaba que habían envilecido el trono, haciendo creer a Napoleón que una nación donde príncipes y reyes jugaban la corona a cara y cruz sobre la capa rota del populacho, no podía ser inexpugnable.
Hasta que nuestro coche no se internó mucho por la calle Larga no dejamos de oír los gritos. Aquel fue el primer motín que he presenciado en mi vida, y a pesar de mis pocos años entonces, tengo la satisfacción de no haber simpatizado con él. Después he visto muchos, casi todos puestos en ejecución con los mismos elementos que aquel famosísimo, primera página del libro de nuestros trastornos contemporáneos; y es preciso confesar que sin estos divertimientos periódicos, que cuestan mucha sangre y no poco dinero, la historia moderna de la heroica España sería esencialmente fastidiosa.
Pasan años y más años: las revoluciones se suceden, hechas en comandita por los grandes hombres, y por el vulgo, sin que todo lo demás que existe en medio de estas dos extremidades se tome el trabajo de hacer sentir su existencia. Así lo digo yo hoy, a los ochenta y dos años de mi edad, a varios amigos que nos reunimos en el café de Pombo, y oigo con satisfacción que ellos piensan lo mismo que yo, don Antero, progresista blindado, cuenta la picardía de O'Donnell el 56; D. Buenaventura Luchana, progresista fósil, hace depender todos los males de España de la caída de Espartero el 43; D. Aniceto Burguillos, que fue de la Guardia Real en tiempo de María Cristina, se lamenta de la caída del Estatuto. Reúnense junto a nuestra mesa algunos jóvenes estudiantes, varios capitanes y tenientes de infantería, y no pocos parásitos de esos que pueblan los cafés, probándonos que son tan pesados de pretendientes como de cesantes. Todos nos ruegan que les contemos algo de las felicidades pasadas para edificación de la edad presente, y sin hacerse de rogar cuenta D. Antero la del 56, D. Buenaventura se conmueve un poco y relata la del 43, D. Aniceto da doce puñetazos sobre la mesa, mientras narra la del 36, y yo mojando un terroncito de azúcar y chupándomelo después, les digo con este tonillo zumbón que no puedo remediar: «Vds. han visto muchas cosas buenas; ustedes han visto la de los grandes militares, la de los grandes civiles y la de los sargentos; pero no han visto la de los lacayos y cocheros, que fue la primera, la primerita y sin disputa la más salada de todas».
Me siento fatigado; pero es preciso seguir contando. Vds. están impacientes por saber de Inés: lo conozco, y justo es que no la olvidemos.
Llegué, pues, a Madrid muy temprano, y después de haber acomodado mi equipaje en la casa que tenía el honor de albergarme (calle de San José, número 12, frente al Parque de Monteleón), me arreglé y salí a la calle resuelto a visitar a Inés en casa de sus tíos. Mas por el camino ocurriome que no debía presentarme en casa de tales señores sin informarme primero de su verdadera condición y carácter. Por fortuna, yo conocía un maestro guarnicionero instalado en la calle de la Zapatería de Viejo, muy contigua a la de la Sal, y resolví dirigirme a él para pedir informes del Sr. Requejo.
Cuando entré por la calle de Postas, mi emoción era violentísima, y cuando vi la casa en que moraba Inés, me flaqueaban las piernas, porque toda la vida se me fue de improviso al corazón. La tienda de los Requejos estaba en la calle de la Sal, esquina a la de Postas, con dos puertas, una en cada calle. En la muestra, verde, se leía:
Mauro Requexo
, inscripción pintada con letras amarillas; y de ambos lados de la entrada, así como del andrajoso toldo, pendían piezas de tela, fajas de lana, medias de lo mismo, pañuelos de diversos tamaños y colores. Como la puerta no tenía vidrieras, dirigí con disimulo una mirada al interior, y vi varias mujeres a quienes mostraba telas un hombre amarillo y flaco, que era de seguro el mancebo de la lonja. En el fondo de la tienda había un San Antonio, patrón sin duda de aquel comercio, con dos velas apagadas, y a la derecha mano del mostrador una como balaustrada de madera, algo semejante a una reja, detrás de la cual estaba un hombre en mangas de camisa, y que parecía hacer cuentas en un libro. Era Requejo: visto al través de los barrotes, parecía un oso en su jaula.
Aparteme de la puerta, y alzando la vista observé otra muestra colocada en la ventana del entresuelo, la cual decía:
Préstamos sobre alhajas.
En la ventanilla donde campeaba tan consolador llamamiento, no había flores, ni jaulas de pájaros, sino una multitud de capas, que respiraban higiénicamente el aire matutino por entre los agujeros de sus remiendos y apolilladuras. Tras los vidrios pendía una mugrienta cortineja. Observé que una mano apartó la cortina; vi la mano, luego un brazo y después una cara. ¡Dios mío! Era Inés. Yo la vi y ella me vio. Pareciome que sus ojos expresaban no sé si terror o alegría. Aquel rayo de luz duró un segundo. Cayó la cortinilla y ya no la vi más.
Esto avivó en mí el deseo de entrar. ¿Cómo podían encontrarse en aquella vivienda las comodidades, los lujos, las riquezas que ponderaban los Requejos en su visita inolvidable? Para salir de dudas, doblé la esquina, y molí a preguntas al guarnicionero.
—Ese Requejo —me dijo— es el bicho de peores trazas que ha venido al mundo. Está rico; pero ya se ve… en casa donde no se come, ¿no ha de haber dinero? Porque has de saber que en el barrio corre la voz de que él se alimenta con las carnes de su hermana, y su hermana con las del mancebo, que por eso está como una vela. ¡Y cuidado si tienen dinero esas dos ratas!… Con la tienda y la casa de préstamos, se han puesto las botas. Verdad que por las prendas de vestir no dan más que la cuarta parte de su valor, con interés de dos pesetas en duro por cada mes. Cuando toman sábanas finas y vajillas dan una onza, con interés de cuatro duros al mes. En la tienda dan al fiado a los vendedores que van por los pueblos; pero les cobran cuatro pesetas y media por cada duro que venden. Dicen que cuando doña Restituta entra en la iglesia, roba los cabos de vela para alumbrarse de noche, y cuando va a la plaza, que es cada tercer día, compra una cabeza de carnero y sebo del mismo animal, con lo cual pringa la olla, y con esto y legumbres van viviendo. Una vez al año van a la botillería, y allí piden dos cafés. Beben un poquito, y lo demás lo echa ella disimuladamente en un cantarillo que deja escondido bajo las faldas, cuyo café traen a casa, y echándole agua lo alargan hasta ocho días. Lo mismo hacen con el chocolate. D. Mauro es vanidoso y gastaría algo más si su hermana no le tuviera en un puño, como quien dice. Ella tiene las llaves de todo, y no sale nunca de casa, por miedo a que les roben; y la casa es bocado apetitoso para los ladrones, porque se dice que en el sótano está la caja del dinero.
Estas noticias confirmaron la opinión que acerca de los tíos de Inés había yo formado. La primera pena que sentí al oír el panegírico de los dos personajes, consistió en la certidumbre de que me sería muy difícil introducirme y menos trabar amistad con sus dueños. En esto pensaba tristemente, cuando vino a mi memoria un anuncio que varias veces había compuesto en la imprenta del
Diario
, el cual decía:
«Se necesita un mozo de diez y siete a diez y ocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes y además buenos informes, diríjase a la calle de la Sal, esquina a la de Postas, frente a los peineros, lonja de lencería y pañolería de don Mauro Requexo, donde se tratará del salario y demás.».
Corrí a la imprenta del
Diario
a ver si aún se insertaba aquel anuncio, y tuve el gusto de saber que los Requejos no habían encontrado quien les sirviera. Abandoné mi profesión de cajista, y sin consultarlo con nadie, pues nadie me hubiera comprendido, presenteme en la casa de la calle de la Sal, declarándome poseedor de las cualidades consignadas en el anuncio.
Mi único temor consistía en que los Requejos recordasen haberme visto en Aranjuez, con lo cual recelarían de tomarme a su servicio; pero Dios, que sin duda protegía mi buena obra, permitió que ni uno ni otro me reconocieran, y si doña Restituta me miró al pronto con cierta expresión sospechosa y como diciendo «yo he visto esta cara en alguna parte», fue sin duda un fugaz pensamiento que no la decidió a poner obstáculos a mi admisión.
Cuando entré en la tienda, la primera persona a quien expuse mis pretensiones fue D. Mauro, el cual dejando un rancio librote donde escribía torcidos números, se rascó los codos y me dijo:
—Veremos si sirves para el caso. De un mes acá han venido más de cincuenta; pero piden mucho dinero. Como ahora quieren todos ser señoritos…