—¿Se puede entrar, señor cura? —preguntó, sonriendo, con aquella jovialidad mixta de bufón y de demonio que era su rasgo sobresaliente.
—A tiempo viene el Sr. Santurrias —dijo el cura frunciendo el ceño—, porque tengo que prevenirle… Sepa Vd. que estoy incomodado, sí señor; y pues los sagrados cánones me autorizan para imponerle castigo… allá veremos… y digo y repito que la gente que se ve por ahí no viene a lo que Vd. me indicó esta mañana. Pues no faltaba más.
—Señor cura —contestó irrespetuosamente Santurrias—, esta noche me desollará las manos la cuerda de la campana grande. Es preciso tocar, tocar para reunir la gente.
—¡Ay de Santurrias si suenan las campanas sin mi permiso!… Pero ¿qué quiere esa gentuza? ¿Qué pretende?
—Eso lo veremos luego.
—Ande Vd. con Barrabás, diablo de siete colas. ¿Pero a qué viene esa gente a Aranjuez? —repitió D. Celestino dirigiéndose a mí—. Gabriel, se nos olvidó advertir al señor príncipe de la Paz lo que pasa, y aconsejarle que no esté desprevenido. ¡Cuánto nos hubiese agradecido Su Alteza nuestro solícito interés!
—Ya se lo dirán de misas —murmuró burlonamente Santurrias—. Lo que quiere esa gente es impedir que nos lleven para las Indias a nuestros idolatrados Reyes.
—¡Ja, ja! —exclamó el sacerdote poniéndose amarillo—. Ya salimos con la muletilla. Como si uno no tuviera autoridad para desmentir tales rumores; como si uno no fuera amigo de personas que le enteran de lo que pasa; como si uno no estuviera al tanto de todo.
Diciendo esto, D. Celestino no quitaba de mí los ojos, buscando sin duda una discreta conformidad con sus afirmaciones. En tanto Santurrias, que era uno de los sacristanes más tunos y desvergonzados que he visto en mi vida, no cesaba de burlarse de su superior jerárquico, bien contradiciéndole en cuanto decía, bien cantando con diabólica música una irreverente ensaladilla compuesta de trozos de sainete mezclados con versículos latinos del Oficio ordinario.
—¡Ay señor cura, señor cura! —dijo—. Si veremos correr a su paternidad por el camino de Madrid con los hábitos arremangados. ¡Ja, ja, ja!
Préstame tu moquero
si está más limpio
para echar los tostones
que me has pedido.
Asperges me, Domine, hissopo, et mundabor.
—Mi dignidad —repuso el clérigo cada vez más amostazado— no me permite rebajarme hasta disputar con el Sr. de Santurrias. Si yo no le tratara de igual, como acostumbro, no se habría relajado la disciplina eclesiástica; pero en lo sucesivo he de ser enérgico, sí señor, enérgico, y si Santurrias se alegra de que esa plebe indigna vocifere contra el príncipe de la Paz, sepa que yo mando en mi iglesia, y… no digo más. Parece que soy blando de genio; pero Celestino Santos del Malvar sabe enfadarse, y cuando se enfada…
—Cuando llegue la hora del jaleo, señor cura, su paternidad nos sacará aquellas botellitas que tiene guardadas en el armario, para que nos refresquemos —dijo Santurrias descosiéndose de risa otra vez.
—Borracho; así está la santa Iglesia en tus pícaras manos —repuso el clérigo—. Gabriel, ¿querrás creer que hace dos días tuve que coger la escoba y ponerme a barrer la capilla del Santo Sagrario, que estaba con media vara de basura? Desde que llegué aquí, me dijeron que este hombre acostumbraba visitar la taberna del tío Malayerba: yo me propuse corregirlo con piadosas exhortaciones, pero ¡el diablo le lleve!, hay días, chiquillo, que hasta el vino del santo sacrificio desaparece de las vinajeras. ¡Y esto se permite tener opinión, y disputar conmigo, asegurando que si cae o no cae el dignísimo, el eminentísimo, ¡óigalo Vd. bien, el incomparabilísimo príncipe de la Paz!
—Pues, y nada más. ¡Como que no le van a arrastrar por las calles de Aranjuez, como al gigantón de Pascua florida!…
—¡Qué abominaciones salen por esa boca, Dios de Israel!
Santurrias tan pronto ahuecaba la voz para cantar gravemente un trozo de la misa o del oficio de difuntos, como la atiplaba entonando con grotescos gestos una seguidilla. Luego imitaba el son de las campanas, y hasta llegó en su irrespetuoso desparpajo, a remedar la voz gangosa de mi amigo, el cual todo turbado variaba de color a cada instante, sin poder sobreponerse a las zumbas de su miserable subalterno.
—Pero en resumen —dijo al fin— ¿qué es lo que mi señor sacristán espera? ¿Cuenta, sin duda, con ordenarse de menores para que le hagan cardenal subdiácono?
—Allá veremos, Sr. D. Celestino —contestó el bufón—. Esta noche o mañana veremos lo que hace Santurrias. No tema nada mi curita; que ya le pondremos en salvo.
Tuba mirum spargens sonum
per sepulchra rigionum
coget omnes ante thronum.
Esta sí que es tira, tirana:
ojo alerta, cuidado, señores,
que aunque tengan las caras de plata
muchas tienen las manos de cobre.
—Eso es, mezcle Vd. los cantos divinos con los mundanos. Me gusta. Pero se me acaba la paciencia, señor rapa-velas. ¡Oh Gabriel!, estoy sofocadísimo. Yo bien sé que no hay nada; que no ocurre nada: bien sé que de ese monigote no hay que hacer caso. Sabe Dios cuántos cuartillos de lo de Yepes tendrá en el bendito estómago; pero conviene averiguar… Mira hijito, sal tú por ahí, entérate bien, y tráeme noticias de lo que se dice en el pueblo. Puede que esos tunantes tengan el propósito aleve… Si así fuese, haz lo que te digo; que aquí quedo yo esperándote; y en cuanto descabece un sueñecito, iré a prevenir al Príncipe, para que se ande con cuidado… Pues no me lo agradecerá poco el buen señor.
No sólo por obedecerle sino también por satisfacer mi curiosidad, salí de la casa y recorrí las calles del pueblo. El gentío aumentaba en todas partes, y especialmente en la plaza de San Antonio. No era preciso molestar a nadie con preguntas para saber que el generoso pueblo, enojado con la noticia verdadera o falsa de que los Reyes iban a partir para Andalucía, parecía dispuesto a impedir el viaje, que se consideraba como una combinación infernal fraguada por Godoy de acuerdo con Bonaparte.
En todos los grupos se hablaba del generalísimo, como es de suponer, y en verdad digo que no hubiera querido encontrarme en el pellejo de aquel señor a quien poco antes había visto tan fastuoso y espléndido; pero sabido es que la fortuna suele ser la más traidora de las diosas con aquellos mismos que favoreció demasiado, y no hay que fiarse mucho de esta ruin cortesana. Decía, pues, que a los vasallos del buen Carlos no les parecía muy bien el viaje, y aunque hasta entonces no se les había hablado del derecho a influir en los destinos de esta nuestra bondadosa madre España, ello es, que guiados, sin duda, por su instinto y buen ingenio aquellos benditos, se disponían a probar que para algo respiraban doce millones de seres humanos el aire de la Península.
Más de dos horas estuve paseándome por las calles. Como a cada instante llegaba gente de la corte traté de encontrar alguna persona conocida; pero no hallé ningún amigo. Ya me retiraba a la casa del cura, cercana la noche, cuando de un grupo se apartó un joven de más edad que yo y llegándose a mí con aparatosa oficiosidad, me saludó llamándome por mi nombre y pidiéndome informes acerca de mi importantísima salud. Al pronto no le conocí; mas cuando cambiamos algunas palabras, caí en la cuenta de que era un señor pinche de las reales cocinas, con quien yo había trabado conocimiento cinco meses antes en el palacio del Escorial.
—¿No te acuerdas de quién te daba de cenar todas las noches? —me dijo—. ¿No te acuerdas del que te contestaba a tus mil preguntas?
—¡Ah!, sí —repuse—, ya reconozco al Sr. Lopito; has engordado sin duda.
—La buena vida, amigo —dijo con petulancia, terciando airosamente la capa en que se envolvía—. Ya no estoy en las cocinas; he pasado a la montería del señor infante D. Antonio Pascual, donde no hay mucho que hacer y se divierte uno. Velay
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; ahora nos han mandado que nos quitemos las libreas, y paseemos por el pueblo… en fin, esto no se puede decir.
—Pues yo por nada serviría en palacio. Tres días fui paje de la señora condesa Amaranta, y quedé harto.
—Quita allá; en ninguna parte se vive como en palacio, porque después que le dan a uno buena cama, buen plato y buena ropa, cuando llega una ocasión como esta no falta un dobloncito en el bolsillo… pero esto no es para dicho aquí entre tanta gente, y allí está la taberna del tío Malayerba, que parece llamarnos, para que refrescando en ella nos contemos nuestras vidas.
Lopito era un chicuelo de esos que prematuramente se quieren hacer pasar por hombres, pues también entonces existía esta casta, no conociendo para tal objeto otros medios que beber a porrillo y dar de puñetazos en las mesas, desvergonzarse con todo el mundo, mirar con aire matachín, y contar de sí propios inverosímiles aventuras. Pero con estas cualidades y otras muchas, el ex-pinche no dejaba de ser simpático, sin duda porque unía a su vanidosa desenvoltura la generosidad y el rumbo, que acompañan por lo regular a los pocos años. Convidome a cenar en la taberna, charlamos luego hasta las nueve y nos separamos tan amigotes, cual si hubiéramos aprendido a leer en la misma cartilla.
Al día siguiente, como no era posible volverme a Madrid, a causa de que los trajineros pedían fabulosos precios por el viaje, nos reunimos otra vez. Lopito estaba tan desocupado como yo, y entre la taberna del tío Malayerba y los jardines del Príncipe nos pasamos la mayor parte del día, conferenciando sobre cuanto nos ocurría, y especialmente acerca de acontecimientos públicos, asunto en que él se daba extraordinaria importancia. Al principio se mostraba algo reservado en esta cuestión; pero por último, no pudiendo resistir dentro de su alma el sofocante peso de un secreto, se franqueó conmigo generosamente.
—Si quieres —me dijo— puedes ganarte algunos cuartos. Yo te llevaré a casa del Sr. Pedro Collado; criado de S. A. el príncipe Fernando, y verás cómo te dan soldada. ¿Ves esos paletos manchegos que andan por ahí? Pues todos cobran ocho, diez o doce reales diarios, con viaje pagado y vino a discreción.
—¿Y por qué es eso, Lopito? Yo creí que esa gente gritaba y chillaba porque así era su gusto. ¿De modo que todo eso de
vivan nuestros reyes
y lo de
muera el choricero
es porque corre el dinero?
—No: te diré. Los españoles todos aborrecen a ese hombre; mas para que dejen sus casas y tierras y sus caballerías por venir aquí a gritar, es preciso que alguien les dé el jornal que pierden en un día como este. Todos los que servimos al infante D. Antonio Pascual y los criados del príncipe de Asturias hemos estado por ahí buscando gente. De Madrid hemos traído medio barrio de Maravillas, y en los pueblos de Ocaña, Titulcia, Villatobas, Corral de Almaguer, Villamejor y Romeral, creo que no han quedado más que las mujeres y los viejos, pues hasta un racimo de chiquillos trajo el Sr. Collado.
—Pero tonto —dije yo, creyendo presentar un argumento decisivo—, ¿qué importa que toda esa gente chille a las puertas de palacio pidiendo lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahí S. M. sus reales tropas para hacerse respetar? Porque o somos o no somos. Si con un puñado de gente gritona traída de los pueblos y de las Vistillas de Madrid se puede obligar al rey a que haga una cosa, no sé para qué se toma ese señor el trabajo de llevar corona en la cabeza.
—Dices bien, Gabrielillo, y si el condenado generalísimo estuviera seguro de que la tropa le sostenía, ya podían volverse a sus casas todos esos caballeros, que han venido a darle una serenata; pero tú no sabes de la misa la media. También han repartido dinero a la tropa —añadió bajando la voz—; y como el príncipe de Asturias tiene no sé cuántas arcas llenas de onzas de oro que le ha ido dando su padre para juguetes… ya ves… S. A. hará lo que le dé la gana, porque le ayudan todos los señores de la grandeza, muchos obispos, muchos generales, y hasta los mismos ministros que ahora tiene el Rey.
—Eso sí que es una grandísima picardía —exclamé con ira—. Son ministros del Rey, son compañeros del otro, a quien sin duda deben los zapatos con que se calzan, y al mismo tiempo le hacen la mamola al niño Fernando, porque ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Por fas o nefas, por la mano derecha o por la izquierda, no ha de tardar en sentarse en el trono».
Con este diálogo llegamos a la taberna, y allí nos sentamos, pidiendo Lopito para sí aguardiente de Chinchón, y yo tintillo de Arganda. No estábamos solos en aquella academia de buenas costumbres, porque cerca de la mesa en que nosotros perfeccionábamos nuestra naturaleza física y moral, se veían hasta dos docenas de caballeros, en cuyas fisonomías reconocí a algunos famosos Hércules y Teseos de Lavapiés, de aquellos que invocó con épico acento el poeta al decir:
Grandes, invencibles héroes,
que en los ejércitos diestros
de borrachera, rapiña,
gatería y vituperio,
fatigáis las faltriqueras…
Entre estos hombres vi otros de figura extraña, y tan astrosos y con tanto andrajo cubiertos, que daba lástima verlos.
—Estos —me dijo Lopito satisfaciendo mi curiosidad— son lo mejorcito de Zocodover de Toledo, donde ejercitan su destreza en el aligeramiento de bolsillos y alivio de caminantes.
También entraron en las tabernas muchos soldados de caballería, y al poco rato se había entablado conversación tan viva que no era posible entender ni una palabra, si palabras pueden llamarse las vociferaciones y juramentos de aquella gente. Unos sostenían que la familia real partiría aquella misma tarde, y otros que el Rey no había pensado en tal viaje. Pronto se disiparon las dudas, porque corrió la voz de que S. M. dirigía la voz a sus súbditos por medio de una proclama que al punto se fijó en todos los sitios públicos. En ella, después de llamar
vasallos
a los españoles, decía el buen Carlos IV, que la noticia del viaje era invención de la malicia, que no había que temer nada de los franceses, nuestros queridos amigos y aliados, y que él era muy dichoso en el seno de su familia y de su pueblo, al cual conceptuaba asimismo como empachado de prosperidad y bienaventuranza al amparo de paternales instituciones.