El 19 de marzo y el 2 de mayo (8 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El 19 de marzo y el 2 de mayo
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La mayor parte de los héroes de Zocodover y las Vistillas, no parecían inclinados a dar crédito a la regia palabra, antes bien se burlaban de cuantos acudían a leerla, añadiendo: —No se nos engañará. A mí con esas… Aspacito, Sr. D. Carlos, que ya lo arreglaremos.

Cuando fui a casa encontré a D. Celestino loco de alegría: paseaba con la sotana suelta por su habitación, y aunque no estaba presente ni aun en sombra el pícaro sacristán, mi amigo profería con desaforado acento estas palabras:

—¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tunante, borracho, mal acólito, que no sabes más que juntar gotas de aceite y mocos de vela para venderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo tenía razón? ¿Ves cómo los Reyes no han pensado nunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esos señores en el trono para darte gusto a ti, pérfido sacristán, escurridor de lámparas y ganzúa de cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, que soy amigo de Su Alteza Serenísima, y tengo estudios para comprender lo que conviene al interés de la nación? Véngase Vd. ahora con bromitas, amenáceme con tocar las campanas sin mi permiso. ¡Ah!, agradézcame el muy tunante que no me cale ahora mismo el manteo y teja para ir en persona a contarle a Su Alteza qué clase de pajarraco es usted, con lo cual, dicho se está que el señor Patriarca me lo pondría de patitas en la calle. Pero no, Sr. Santurrias; soy un hombre generoso y no iré; no quiero quitarle el pan a un viudo con cuatro hijos. Pero véngase Vd. ahora con bromitas diciendo que mi paisano acá y allá; y que le van a arrastrar, y repita aquello de «¡Viva Fernando,
Kirie eleyson
! ¡Muera Godoy,
Christe eleyson
!» con que me despierta todos los días.

A este punto llegaba, cuando advirtió que yo estaba delante, y echándome los brazos al cuello, me dijo:

—Al fin hemos salido de dudas. Todo era invención de Santurrias. ¿Qué hay por el pueblo? Estará la gente contentísima ¿no? Ahora cuando salga el señor príncipe de la Paz a paseo supongo que le victorearán… ¡Ay!, qué susto me he llevado, hijito. De veras creí que íbamos a tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que es eso? En mi vida he visto tal cosa y sírvase Dios llevarme a su seno, antes que lo vea. Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias a Dios no tendremos ahora nada de esto, y sin duda la prudencia y tino de aquel hombre… ¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle de lo que pasaba y no me recibió?…

—Lo creo. En estos días no tendrá Su Alteza humor para recibir, porque como dijo el otro, no está la Magdalena para tafetanes.

—Tal vez él tenga noticias de las picardías de Santurrias y de los otros perdidos con quien se junta en la taberna del tío Malayerba —continuó el cura—. ¿Pero en dónde está ese endemoniado sacristán? No parece por aquí porque sabe que le he de poner más colorado que un pimiento riojano.

No había acabado de decirlo, cuando entreabriéndose la puerta, dejó ver los dientes, la plegada y siempre risueña boca, la exprimida cara y arrugada frente del sacristán.

—Venga acá —exclamó D. Celestino con alborozo—; venga el sapientísimo Sr. Santurrias, presunto cardenal metropolitano; venga acá para que nos ilustre con su saber, para que nos aconseje con su prudencia. ¿Puede decirnos cuándo es el viaje? Porque yo tengo para mí que la proclama de S. M. es una tiñería; y qué crédito merece el Rey de las Españas, de las Indias de Jerusalén, de Rodas, etc., cuando habla el Excmo. Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán que fue de monjas Bernardas, y hoy de mi parroquia. A ver, ¿nos sacará de dudas su señoría?

—Mañana, mañana, mañanita, señor cura —contestó el sacristán—. Dígame su paternidad: ¿saca o no las botellicas?

Y luego, sin desconcertarse ante la ironía de su superior, sino por el contrario burlándose de los graves gestos con que se le interpelaba, empezó a entonar los singulares cantos de su repertorio, haciendo mil grotescos visajes y moviendo los brazos, ya en ademán de repicar, ya aparentando recorrer el teclado de un órgano, ya en fin, con la postura propia de tocar la guitarra, sin dejar de cantar en la forma siguiente:


Domine, ne in furore tuo arguas me…

Es la corte la mapa
de ambas Castillas,
y la flor de la corte
las Maravillas.
Anda moreno,
que no hay cosa en el mundo
como tu pelo.

De profundis clamavi ad te, Domine Domine exaudi vocem meam…

Don, dilondón, don, don.

- VIII -

Al día siguiente no hallé tampoco quien me llevase a Madrid; pero deseando vivamente saber de Inés y curioso por oír de sus propios labios si era verdad o mentira la bienaventuranza que le habían ofrecido los Requejos, determiné marcharme a pie, lo cual, si no era muy cómodo, era más barato: don Celestino y yo hablábamos de esto, cuando Lopito entró a buscarme.

—Esta noche —me dijo al bajar la escalera— tendremos fiesta. No lo digas ni a tu camisa, Gabrielillo. Pues verás… aquel papelote que escribió ayer el Rey es una farsa. Bien decía yo que D. Carlitos, con su carita de pascua, nos está engañando.

—¿De modo que hay viaje?

—Tan cierto como ahora es día. Pero como no queremos que se vayan, porque esto es enjuague de Napoleón con Godoy para luego repartirse a España entre los dos; como no queremos que se vayan, el viaje se prepara ocultamente para esta noche. Si fuera verdad que no pensaban salir, ¿por qué no se ha retirado la tropa? ¿Por qué ha venido más tropa y más tropa, y más tropa? ¿Ves? Ahora está entrando un batallón por la calle de la Reina.

Confieso que a mí no me importaba gran cosa que saliese un batallón o entraran ciento, ni tampoco me ponía en cuidado el que mi Sr. D. Carlos se marchara a Andalucía o a donde mejor le conviniese. Así se lo manifesté a mi amigo; pero hallándose el alma de Lopito inundada de generoso entusiasmo, por
el bien del reino,
me hizo ver que mi indiferencia era censurable y hasta criminal. Largas horas pasamos discurriendo por el pueblo y matando el tiempo con amenas conversaciones. Él se empeñó en llevarme a la taberna, y a la taberna fuimos. La concurrencia era la misma, aunque el panorama de caras había variado, viéndose entre ellas la de Santurrias, que no era la menos animada. También estaba allí muy macilento y meditabundo, con los agujereados codos sobre la mesa, el poeta calagurritano que tres años antes capitaneaba la turba de silbantes en el estreno de
El sí de las niñas
, y con él libaba el néctar de Esquivias en el mismo vaso otro de los dioses menores del Olimpo Comellesco, el famoso Cuarta y Media, calderero y poeta. ¡Pobres hijos de Apolo!

El pinche me dijo que todos aquellos personajes habían venido de Madrid traídos por los confeccionadores de la conjuración, y añadió:

—Esto para que se vea que también toman parte los hombres que se llaman
científicos.

No puedo menos de decir que toda aquella gente me repugnaba, y en cuanto a sus intenciones y propósitos, todo me parecía absurdo sin explicarme por qué.

—Estúpidos —decía para mí— ¿pensáis que semejante gatería es capaz de quitar y poner reyes a su antojo?

Pero en la noche de aquel mismo día fue cuando pude medir en toda su inexplorada profundidad el abismo de ignorancia y fanatismo de aquel puñado de revolucionarios. No hallando otro alivio a mi aburrimiento que la asistencia a la taberna en compañía de Lopito, en cuanto cerró la noche procuré tranquilizar a D. Celestino y me fui allá. Lopito, que me aguardaba con impaciencia, me dijo al verme a su lado:

—Me alegro de que hayas venido, pues con eso no perderás lo mejor. Aquí está reunida toda la gente, y después… después veremos.

La taberna del tío Malayerba estaba llena de bote en bote, y también disfrutaba el honor de una desmesurada concurrencia, un patio interior destinado de ordinario a paradero y taller de carretería. No puedo haceros formar idea de la variedad de trajes que allí vi, pues creo que había cuantos han cortado la historia, la costumbre y el hambre con su triple tijera. Veíanse muchos hombres envueltos en mantas, con sombrero manchego y abarcas de cuero; otros tantos cuyas cabezas negras y redondas adornaba un pingajo enrollado, última gradación de turbante oriental; otros muchos calzados con la silenciosa alpargata, ese pie de gato que tan bien cuadra al ladrón; muchos con chalecos botonados de moneditas, se ceñían la faja morada, que parece el último jirón de la bandera de las comunidades; y entre esta mezcolanza de paños pardos, sombreros negros y mantas amarillas, se destacaban multitud de capas encarnadas cubriendo cuerpos famosos de las Vistillas, del Ave-María, del Carnero, de la Paloma, del Águila, del Humilladero, de la Arganzuela, de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, del Tribulete, de Ministriles, de los Tres Peces, y otros célebres
faubourgs
(permítasenos la palabrota) donde siempre germinó al beso del sol de Castilla la flor de la granujería.

En cuanto a la variedad de las voces nada puedo decir, porque todos hablaban a un tiempo. Pero al fin de aquella reunión, como en todas las de igual naturaleza, resonó una voz para dominar a las demás. La multitud sabe a veces callar para oír, sin duda porque se marea con sus propios gritos. Algunos de los presentes dijeron: «que hable Pujitos», y al instante Pujitos, cediendo a los reiterados ruegos de sus
amigos políticos
(dispensadme este anacronismo), salió al mostrador de la taberna, rompiendo tres vasos y dos botellas, que sin duda le cargarían en cuenta al heredero de la corona de dos mundos.

Pujitos era lo que en los sainetes de D. Ramón de la Cruz se señala con la denominación de
majo decente
, es decir, un majo que lo era más por afición que por clase, personaje sublimado por el oficio de obra prima, el de carpintero o el de platero, y que no necesitaba vender hierro viejo en el Rastro, ni acarrear aguas de las fuentes suburbanas, ni cortar carne en las plazuelas, ni degollar reses en el matadero, ni vender aguardiente en
Las Américas,
ni machacar cacao en Santa Cruz, ni vender torrados en la verbena de San Antonio, ni lavar tripas allá por el portillo de Gilimón, ni freír buñuelos en la esquina del hospital de la V.O.T., ni menos se degradaba viviendo holgadamente a expensas de ninguna mondonguera, o castañera, o de alguna de las muchas Venus salidas de la jabonosa espuma del Manzanares. Pujitos estaba con un pie en la clase media; era un artesano honrado, un hábil maestro de obra prima; pero tan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia a las trapisondas y jaleos manolescos, que ni en el traje ni en las costumbres se le distinguía de los famosos Tres Pelos, el Ronquito, Majoma, y otras notabilidades de las que frecuentemente salían a visitar las cortes y sitios reales de Ceuta, Melilla, etc.

Pujitos era español, y como es fácil comprender, tenía su poco de imaginación, pues alguno de los granos de sal pródigamente esparcidos por mano divina sobre esta tierra, había de caer en su cerebro. No sabía leer, y tenía ese don particular, también español neto, que consiste en asimilarse fácilmente lo que se oye; pero exagerando o trastornando de tal manera las ideas, que las repudiaría el mismo que por primera vez las echó al mundo. Pujitos era además bullanguero; era de esos que en todas épocas se distinguen, por creer que los gritos públicos sirven de alguna cosa; gustaba de hablar cuando le oían más de cuatro personas, y tenía todos los marcados instintos del personaje de club; pero como entonces no había tales clubs, ni milicias nacionales, fue preciso que pasaran catorce años para que Pujitos entrara con distinto nombre en el uso pleno de sus extraordinarias facultades. Setenta años más tarde, Pujitos hubiera sido un zapatero suscrito a dos o tres periódicos, teniente de un batallón de voluntarios, vicepresidente de algún círculo propagandista, elector diestro y activo, vocal de una comisión para la compra de armas, inventor de algún figurín de uniforme; hubiera hablado quizás del
derecho al trabajo
y del
colectivismo,
y en vez de empezar sus discursos así:
«Jeñores: denque los güenos españoles…»
, los comenzaría de este otro modo:
«Ciudadanos: a raíz de la revolución…».

Pero entonces no se había hablado de los derechos del hombre, y lo poco que de la soberanía nacional dijeron algunos, no llegó a las tapiadas orejas de aquel personaje; ni entonces había asociaciones de obreros, ni derecho al trabajo, ni batallones de milicias, ni gorros encarnados; ni había periódicos, ni más discursos que los de la Academia, por cuyas razones Pujitos no era más que Pujitos.

De pie sobre el mostrador, con la capa terciada, el sombrero echado sobre la ceja derecha, aquel personaje, hombre pequeño de cuerpo, si bien de alma grande, morenito, con sus ojuelos abrillantados por los vapores que le subían del estómago, habló de esta manera:

—Jeñores: denque los güenos españoles golvimos en sí, y vimos quese menistro de los dimonios tenía vendío el reino a Napolión, risolvimos ir en ca el palacio de su sacarreal majestad pa icirle cómo estemos cansaos de que nos gobierne como nos está gobernando, y que naa más sino que nos han de poner al Príncipe de Asturias, para que el puebro contento diga, «el
Kirie eleyson
cantando, ¡Viva el príncipe Fernando!».
(Fuertes gritos y patadas.)
Ansina se ha de hacer, que ínterin quel otro se guarda el dinero de la Nación, el puebro no come, y Madrid no quiere al menistro, con que, ¡juera el menistro!, que aquí semos toos españoles, y si quieren verlo, úrgennos un tantico y verán dó tenemos las manos.
(Señales de asentimiento.)
Pos sigo iciendo que esombre nos ha robao, nos ha perdío, y esta noche nos ha de dar cuenta de too, y hamos de ecirle al Rey que le mande a presillo y que nos ponga al príncipe Fernando, a quien por esta (y besó la cruz), juro que le efenderemos contra too el que venga, manque tenga enjércitos y más enjércitos. Jeñores: astamos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa más sino dejarse de pedricar y coger las armas pacabar con Godoy, y digamos toos con el ángel:

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