—Gabrielillo, cuidado cómo coges nada. El
tío Pedro
, que está allí observando lo que hacemos, tiene en la mano una pistola, y dice que levantará la tapa de los sesos al que robe cualquier chuchería. No es el único gran caballero que anda entre nosotros. ¿Ves aquel hombre vestido de majo que está dando de patadas a un retrato de cuerpo entero? Pues es un gentil-hombre del cuarto del Príncipe. ¿Ves?, ya pasó el pie del otro lado de la tela. Tremendo agujero le han hecho. ¡Al fuego, al fuego!
La hoguera, alimentada con tanto combustible, subía a enorme altura, y las llamas oscilantes iluminaban de un modo pavoroso la calle toda, y también el interior del palacio. Parecíamos los cíclopes de una inmensa fragua; y digo parecíamos, porque yo también, temiendo que mi falta de entusiasmo fuera sospechosa y me proporcionase algún porrazo, puse manos a la obra, y cogiendo una armadura milanesa, en cuyo peto y casco se veían batallas microscópicas trabajadas por finísimo cincel, di con ella en la calle y en la hoguera. Ni por un momento cesaban los gritos de «muera Godoy»; y sin duda querían matarle a voces ya que de otra manera les fue imposible conseguirlo. Pero es de advertir que entre nosotros es muy común el intento de arreglar las más difíciles cuestiones mandando vivir o morir a quien se nos antoja, y somos tan dados a los gritos que repetidas veces hemos creído hacer con ellos alguna cosa.
Yo no sé si los asaltadores de la casa del Príncipe de la Paz creían estar quemando algo más que muebles muy finos y primorosas obras de arte; pero por lo que en boca de alguno de aquellos héroes oí, se me figura que estaban convencidos de que hacían un gran papel político; de que con la llama de los espinos y de los brezos, sin cesar alimentada por ébanos tallados y bordadas telas, estaban cauterizando las más feas llagas de la doliente España. ¡Ay! He presenciado después la misma escena repetida cada pocos años ya por esta idea, ya por la otra, y he dicho: «Algunas veces puede conseguirlo la espada en manos de un hombre de genio; pero el fuego en manos del vulgo, jamás».
Tras la armadura cogí un reló de bronce, y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía; aquel artificio que tanto se parece a un ser animado, aquella obra de los hombres que parece obra de Dios, y que ha sido inventada por la ciencia y adornada por las artes para uno de los más útiles empleos de la vida, iba a perecer a manos del hombre mismo, sin haber cometido más crimen que el de marcar las horas… ¿Pero a qué vienen estas consideraciones hechas ante la hoguera del rencor? Aunque me daba lástima del relojito, y lo estrechaba contra mi pecho escuchando su latido que iba a extinguirse, arrojelo al fin, y las mil piezas de su máquina ingeniosa repercutieron sobre el suelo. Al reló siguieron cuantas baratijas encontré a mano, entre ellas guantes perfumados, un estuche de marfil, pequeñas estatuas de alabastro y después unos mapas del Asia, libros lujosamente encuadernados que sin duda los muy necios se creían libres de la Inquisición, unas pantuflas, cuatro casacas con galones de plata y oro y el pupitre en que dos días antes se había extendido mi recomendación. ¡Fortuna, vil prostituta, por qué te invocan los hombres!
Cuando revolvía uno de los armarios, aparecieron varias cruces; pero algunos de los presentes, ni aun me permitieron tocarlas, y pusiéronlas todas en una bandeja de plata, para entregarlas, según decían, al Rey en persona. Lo más singular de la determinación de aquellos cortesanos tiznados con el hollín de la demagogia, era que disputaban sobre quién debía llevarlas, pues ninguno quería ceder a los demás semejante honor. Uno de ellos venció al fin; y no quisiera equivocarme, pero me pareció reconocer al señor de Mañara.
Con el crecer de la llama parecía que cobraban nuevos bríos los quemadores, si bien puede atribuirse este fenómeno a que algunos zaques dieron vuelta a la redonda, humedeciendo los secos paladares, y alegrando los ánimos que un trabajo tan penoso como patriótico, había comenzado a abatir. Creí oír la voz de Pujitos obligado nuevamente por sus
amigos políticos
a tomar la palabra; pero no, era Santurrias, que teniendo en la izquierda la bota y en la derecha mano un leño encendido, pronunciaba sentidas frases en loor del pueblo y del Rey, ambos en buen amor y compaña, para bien del
reino
; y añadía que el
endino
Príncipe de la Paz estaba bien castigado, puesto que eran ya cenizas todos los muebles que robó al
reino,
y que de
aquí palante,
es decir, en lo sucesivo, no habría más
menistros
pillos y
lairones
.
Las hogueras, cuando ya no había nada que echarles, se aplacaron: el populacho, mientras el tío Malayerba tuvo vino, y Pujitos y Santurrias elocuencia, seguía ardiendo y chisporroteando. Algunos quisieron trasladar el teatro de sus ingeniosas proezas a las puertas de palacio, no siendo extraños los dos oradores a un proyecto que ensanchaba la esfera de sus triunfos; pero debió oponerse a esto el tío Pedro y compañeros de polaina, mayormente cuando tenían la seguridad de que el motín de las calles no era más que una sucursal de la gran asonada que en los mismos momentos estallaba en palacio y en la cámara del rey Carlos IV.
Era ya la madrugada cuando quise retirarme, sin que lograra detenerme Lopito, que decía:
—Aún falta lo mejor. ¿Qué te parece, Gabrielillo, lo que hemos hecho? Pues
entavía
hemos de hacer mucho más. Ya habrá visto el Rey si se puede o no se puede. Pónganos otra vez menistros malos y verá cómo en menos que canta un gallo los despabilamos. Lo que es Lopito… je, je… ya habrán visto que tiene malas moscas… y como yo hubiera encontrado a Godoy en cualquiera parte de la casa, le juro que no sale vivo de mis manos.
Diciendo esto, el valiente pinche sacó una navajilla con la cual le vi describir heroicas curvas en el aire.
—Y si llegamos a ir a palacio —prosiguió alzando el arma homicida—, yo, yo mesmito soy el que me presento al Rey y a la Reina para decirles que si no nos ponen al príncipe Fernando en el trono, lo pondremos nosotros. Lo que es al Rey no le haré nada, porque es el Rey; pero a la Reina, manque se ponga de rodillas delante, no la perdono.
Dijo y guardó el arma. A todas estas llegó una compañía de guardias para custodiar la casa después de saqueada: fácil era comprender la inteligente dirección del motín de que había sido brutal instrumento un pueblo sencillo. Este no hubiera podido dar un paso más allá de la línea que se le marcara sin sentir encima la fuerte mano de la autoridad.
No necesito decir que cuando se montó la guardia, el predestinado Pujitos quiso formar parte de ella, aunque no era militar, y su genio organizador se entretuvo en reunir en pelotón hasta una docena de hombres, con los cuales se ocupó en patrullar por las inmediaciones de la casa, mandándoles marchar a compás y supliendo él mismo con su voz la falta de tambor.
Al fin me marché, no sólo porque tenía sueño, sino porque cuanto había visto y oído me repugnaba con exceso. Llegué a la casa del cura, y no puedo haceros formar idea del estado de agitación y fiebre en que le encontré. Envuelta en un pañuelo la cabeza, puesta la sotana vieja y con un antiguo gabán de paño burdo echado sobre los hombros y sus anchos pantuflos en los pies, estaba mi buen eclesiástico recorriendo de largo a largo los corredores y pasillos de su casa. Su aspecto era semejante al de los que sufren un terrible dolor de muelas; a cada instante se llevaba las manos a las orejas, como para resguardarlas del ruido que hacían aún las campanas de la iglesia vecina; de vez en cuando golpeaba el suelo con fuerte patada, y a lo mejor daba media vuelta, cambiando de dirección en su calenturiento paseo. Entretanto, no cesaba de hablar un solo momento. ¿Con quién? ¿Con las paredes, con la luna, con la parra, que enredándose en los maderos del corredor extendía sus flacos y secos brazos para coger alguna cosa? Cuando me vio, hablome sin aguardar a que llegase a su lado.
—Estoy loco, Gabrielillo, ¿qué pasa, qué ocurre? ¿Oyes las campanas de la parroquia? Por los mártires de Alcalá juro… no, jurar no, que es pecado… prometo que Santurrias me las ha de pagar todas juntas. ¿Pero has visto cómo se burla de mí ese condenado? No es él el que toca, que si fuera… Mira, estaba yo descabezando el primer sueño cuando me hizo saltar de la cama el ruido de las campanas. ¡Dios mío, qué algazara! Plin, plan, plin, plan… parecía que el cielo se venía abajo. Lleno de indignación subí a la torre, pero Santurrias no estaba, y en su lugar sus cuatro hijos tocaban las campanas. Tal era mi cólera, que resolví mostrar la mayor energía y les dije: «Pillos, granujas, váyanse de aquí noramala»; pero ellos se rieron de mí y siguieron tocando… plin, plan, plin, plan… ¡Si hubieras visto a los cuatro condenados muchachos, con qué alegría, con qué frenesí tiraban de las cuerdas!… ¡Malditos sean!… Pues uno de ellos, el mayor, es listillo y muy mono… y ayuda a misa como un zarapico. Pero me dio tal enfado, que les mandé salir de la torre. ¿Tú me obedeciste?, pues ellos tampoco; el más chico me dijo:
«Pare Gorio jue a matal a Godoy y nos puso a que tocálamos fuelte, fuelte».
Desde las once hasta ahora no han cesado ni un momento. ¿Pero dime, qué ocurre en el pueblo? He visto el resplandor de una llamarada, he sentido gritos. La tía Gila fue por orden mía a ver lo que pasaba, y volvió horrorizada, diciendo que estaban quemando todo el Palacio Real de punta a punta, y los jardines, y el Tajo y la cascada. Cuéntame, hijito, que estoy sin sosiego.
Contele lo que había pasado en casa del Príncipe su amigo.
—Pero a estas horas habrán salido las tropas para castigar a esa vil plebe —me dijo.
—¡Quia! ¡Si entre la multitud había muchos soldados! La tropa debe de estar sobornada.
—Pero a estas horas el Príncipe ha de estar tomando sus disposiciones para arreglarlo todo… porque él no es hombre que se anda con chiquitas, y si les sienta la mano… Cuánto deploro no haber podido advertirle ayer lo que se preparaba. Ya ves, hubiéramos podido evitar ese tumulto. ¡Miserable de mí!… Yo, yo tengo la culpa de lo que está pasando. Si no fuera por este genio corto que Dios me ha dado…
—El Príncipe ha huido, y debe estar a estas horas muy lejos de Aranjuez.
—¡Que ha huido! No puede ser, no puede ser —exclamó con cierta enajenación—. Gabriel: ¿para qué mientes? ¿O eres tú también de los que creen las majaderías y simplezas de Santurrias?
A este punto llegábamos de nuestro coloquio, cuando sentimos una voz ronca y desapacible que gritaba en el portal.
—¡Ah! —dijo el cura—, me parece que siento a Santurrias. Ahora va a ser ella: no intercedas por él… estoy decidido… ahora sí que es preciso ser enérgico.
La voz se acercaba. Era efectivamente el sacristán, que cantaba así, subiendo por la escalera:
Vale una seguidilla
de las manchegas,
por veinticinco pares
de las boleras.
Solvet sæclum in favilla, teste David cum Sibylla.
—Váyase Vd., Sr. Santurrias —exclamó el cura—. No le quiero ver a Vd., no quiero oír sus necedades.
El sacristán, que hasta entonces no nos había visto, se paró ante nosotros, y lanzando una carcajada de estupidez, habló así, con lengua estropajosa:
El
Kirieleyson
cantando,
¡Viva el príncipe Fernando!
Luego dio fuertes golpes en el suelo con un garrote medio quemado que en la mano traía, y acto continuo empezó a marchar militarmente por el corredor, imitando con la boca el ruido del tambor.
—¡Está borracho! —dijo el cura—. Pero miserable, ¿no ves que el vino se te sale por los ojos?
Santurrias, apoyado en su palo para no caer al suelo, alargó su cuello, fijó en nosotros los encandilados ojos, arrugose su cara más aún que de ordinario, y dijo: