También llegaban confusamente a mí las voces de D. Mauro y de Lobo, que habían quedado en la trastienda. Avancé un poco más hasta llegar a la escalera, y echándome en tierra apliqué el oído.
—Cuando yo le doy a Vd. mi palabra de que es así —decía el leguleyo—, Inesita fue abandonada y recogida por doña Juana. Su madre, que es una de las principales señoras de la corte, desea encontrarla y protegerla. Yo poseo los papeles con que se puede identificar la personalidad de la muchacha. De modo que si Vd. se casa con ella… Amiguito, la señora condesa tiene los mejores olivares de Jaén, las mejores yeguadas de Córdoba, los mejores prados del Jarama, y más de treinta mil fanegadas de pan en tierra de Olmedo y de D. Benito, sin herederos directos que se lo disputen a esa barbilinda que hace poco estaba haciendo pucheros aquí mismo.
—Pero ya Vd. la ha visto —dijo D. Mauro midiendo con grandes zancadas el piso de la trastienda—. La muchacha es un puerco-espín. Le hago una caricia y me da una manotada; le digo que la quiero y me escupe la cara.
—Amigo D. Mauro —repuso el licenciado—, el sistema que Vds. siguen no es el más a propósito para hacerse querer de la niña. Vds. debían traerla en palmitas, y la están maltratando haciéndola trabajar hasta que reviente. ¿A quién se le ocurre que una princesita como esta friegue los platos y lave la ropa? Por este camino aborrecerá a mi señor don Mauro como si fuera el demonio.
—Pues me parece —dijo mi amo dándose un golpe en la majestuosa cerviz—, que el señor licenciado tiene muchísima razón. Eso mismo dije yo a mi hermana; pero como Restituta es tan ambiciosa, que se dejaría desollar por un ochavo, ha dado en sacarle el cuero a la muchacha. ¿No somos ricos Sr. Lobo? Pues si somos ricos ¿a qué viene el descajillarse por un maravedí? Pero con mi hermana no hay quien pueda. ¿Le parece a Vd.? Aquí vivimos como en el hospicio: mi padre se llama hogaza y yo me muero de hambre, como dijo el otro. Pues digo que ha de ser lo que yo mando, y mi hermana que se case con Juan de Dios y se lleve lo suyo… Y nada más. Inesita no trabajará más, porque si se me muere…
—Además —dijo Lobo—; procure Vd. ser amable con ella. Cuide algo más de lo exterior, y no se le presente con esa facha de mozo de cordel, porque las niñas son niñas, Sr. D. Mauro, y no se entra en el templo del amor sino por la puerta del buen parecer.
—Eso está muy bien parlado. Si fuera por mí… Yo quiero vestirme bien, pero esa langostilla de Restituta no me deja, y dice que no me he de poner el traje bonito más que el día de
San Corpus Christi
. Nada, nada; aquí mando yo; me pondré guapote, porque yo… a Dios gracias, no soy de esos que necesitan afeites y menjurjes para parecer bien, y cuanto me cae encima está que ni pintado. Trataré a Inesita como ella se merece, y Dios por delante. Antes de un mes la llevo a la parroquia.
—Ese es el mejor sistema, Sr. D. Mauro. Con las amenazas, con el encierro, con las privaciones, con el trabajo excesivo no conseguirán Vds. sino que la muchacha les odie, y se enamorisque del primer pelafustán que pase por la calle.
Así hablaron el comerciante y el leguleyo. Despidiéronse después, y el segundo salió a la calle por la tienda. Retireme a toda prisa; pero aunque no hice ruido, doña Restituta, con su sutilísimo órgano auditivo debió sentir no sé si mi aliento o el ligero rumor de un ladrillo roto que se movió bajo mis pisadas. Esto produjo cierta alarma en su vigilante espíritu, y saliendo al encuentro de su hermano que subía, le dijo:
—Me parece que he sentido ruido. ¿Tendremos ladroncitos? Anoche hicieron un robo en la calle Imperial, metiéndose por los tejados.
Registraron toda la casa, mientras yo, metido entre mis sábanas, fingía dormir como un talego. Al fin convencidos de que no había ladrones se acostaron. Mucho más tarde advertí que doña Restituta registraba la casa segunda vez, hasta que todo quedó en silencio. Cerca ya de la madrugada oí ruido de monedas. Era doña Restituta contando su dinero. Después la sentí salir de su cuarto, bajar a la trastienda y de allí al sótano, donde estuvo más de una hora.
Al siguiente día D. Mauro se desvivió obsequiando a su sobrina; pero tan ramplonamente lo hacía, que cada una de sus finezas era una gansada y cada movimiento una coz.
—Restituta —decía— no quiero que trabaje la muchacha. ¿Óyeslo, hermana? Inés es mi sobrinita, y todo es para ella. Si hace falta coser, aquí tengo yo mi dinero para pagar costureras. Sácame el vestido nuevo, que me lo quiero poner todos los días, y quiero estar en la tienda con él… y no me pongas más olla con cabezas de carnero, sino que quiero carne de vaca para mí y para este angelito de mi sobrina… y lo que es el collar que tengo apalabrado lo compro hoy mismo… y aquí no manda nadie más que yo… y voy a traer un fortepiano para que Inés aprenda a tocar… y la voy a llevar en coche a la Florida… y si entra mañana el nuevo Rey, como dicen, hemos de ir todos a verle, y yo con mi vestido nuevo y mi sobrinita agarrada del brazo ¿
no verdá,
prenda?
Restituta quiso protestar contra estos despilfarros, pero amoscose su hermano, y no hubo más remedio que obedecer, aunque a regañadientes. Merced a la enérgica resolución del amo de la casa, viose la trastienda honrada con inusitados y allí nunca vistos platos, aunque doña Restituta, firme en su adhesión al antiguo régimen, no probó de ninguno.
—Hermana —le decía D. Mauro—, ya estoy de miserias hasta aquí. Nada, no más trabajar. ¿Ves esta gallina, Inesilla? Pues te la tienes que comer toda sin dejar ni una tripa, que para eso la he comprado con mi dinero. Y aquí te tengo un guardapiés de raso verde con eses de terciopelo amarillo que te has de poner mañana si vamos a ver entrar al Rey… Y también te pondrás unos zapatos azules y unas mediecitas encarnadas con rayas negras, y también le tengo echado el ojo a una escofieta que lo menos tiene catorce varas de cinta de varios colores… Conque a ponerse guapa… porque lo mando yo.
—Buenas cosas le estás enseñando a la niña —dijo doña Restituta dirigiendo oblicuamente los ojos a las prendas indicadas, que acababan de traer a la tienda.
En efecto, señores, la generosidad de D. Mauro era tan bestial como su tacañería y salvajismo; así es que su empeño en que Inés se vistiera con tan chabacano y ridículo traje, fue uno de los mayores tormentos que padeció la huérfana durante su encierro.
—Esta tarde —continuó el tío— voy a traer dos ciegos para que toquen, y puedas bailar cuanto quieras, Inesilla. Yo quiero que bailes lo menos tres horas seguidas, y así has de hacerlo, porque yo lo mando… y aquellos pendientes de a cuarta que están arriba, y son nuestros, porque no han venido a desempeñarlos, te los pondrás en tus lindas orejitas.
—Sí, para ella estaban —dijo con avinagrado gesto Restituta—. ¡Dos pendientes de filigrana de oro, largos como badajos de campana, y que pertenecieron a una camarista de la reina doña Isabel de Farnesio! Hermano, tengamos la fiesta en paz.
—Aquí no manda nadie más que yo —manifestó Requejo haciendo retemblar de un puñetazo el cajón que servía de mesa.
Como es de suponer, Inés se resistió a ponerse los vestidos de sainete comprados por D. Mauro, lo cual puso de mal humor al buen comerciante, quien no tuvo sosiego durante todo aquel día, y se quitó y puso repetidas veces el traje nuevo, jurando que en su casa nadie mandaba más que él.
Al lector habrá sorprendido una circunstancia, y es que en tres días que llevaba yo de permanencia en la funesta casa, no pudiese ni una vez tan sólo hablar con Inés. La suspicacia del ama era tan atroz y tan previsora, que siempre que bajaba del entresuelo a la trastienda, como no fuera en la hora tristísima de la comida, la dejaba encerrada, guardando la llave en su profundo bolsillo. Esto me desesperaba, quitándome toda esperanza de salvar a la pobre huérfana, hasta que un día, resuelto a comunicarme con ella, aceché la ocasión en que doña Restituta estaba desplumando a unos infelices en el despacho de los préstamos, y acercándome a la puerta del encierro, la llamé muy quedamente. Sentí el roce de su vestido, y su voz me preguntó:
—Gabriel, ¿eres tú?
—Sí, Inesilla de mi corazón. Hablemos un poquito, pero no alces la voz. Haré mucho ruido con la escoba para que no nos oigan.
—¿Cómo has venido aquí? Di, Gabrielillo, ¿me sacarás tú?
—Reina, aunque aquí hubiera cien mil Requejos y ochocientas mil Restitutas, te sacaría. No llores ni te apures. Pero di, picarona, ¿me quieres ahora menos que antes?
—No, Gabriel —me contestó—. Te quiero más, mucho más.
Hice mucho ruido, y di mil besos a la puerta.
—Toca con tus dedos en la puerta para que yo te sienta.
Inés dio algunos golpecitos en la madera, y después me interrogó:
—¿Tardarás mucho en sacarme? Escribe a mi tío para que venga por mí.
—Tu tío no conseguiría nada de estos cafres. Espera y confía en mí. Chiquilla, hazme el favor de besar la puerta.
Inés besó la puerta.
—Yo te sacaré de esta casa, prenda mía, o no soy Gabriel —le dije—. Haz por no disgustarles. Si te quieren sacar de paseo no te resistas. ¿Oyes bien? Déjame a mí lo demás. Adiós, que viene la culebra.
—Adiós, Gabriel. Estoy contenta.
Ambos besamos la barrera que nos separaba, y el diálogo acabó, porque consumado en el despacho de los préstamos el asesinato pecuniario, salieron las víctimas, y tras ellas, doña Restituta, radiante de ferocidad avariciosa. En su cara se conocía que había hecho un buen negocio.
Aquella noche vino a la tertulia de la trastienda, además del Sr. de Lobo, doña Ambrosia de los Linos, tendera de la calle del Príncipe, a quien mis lectores, si no me engaño, tienen el honor de conocer, pues algo me parece que figuró en los sucesos que conté anteriormente. Su difunto esposo había sido compañero de D. Mauro en el cargamento y arrastre de fardos y mercancías, y desde entonces entre ambas familias quedó establecida cordial amistad. Reconociome doña Ambrosia, mas no dijo nada que pudiese desfavorecerme en el concepto de mis nuevos amos, y cuando se hubo sentado, operación no muy fácil, dados su volumen y la estrechez de los asientos, soltó la sin hueso en estos términos:
—¿Cómo es eso Restituta, cómo es eso D. Mauro, con que no han ido Vds. a ver la entrada de los franceses? Pues hijos, les aseguro que era cosa de ver. ¡Qué majos son, válgame el santo Ángel de la Guarda!… ¡Pues digo, si da gloria ver tan buenos mozos… y son tantos que parece que no caben en Madrid! Si viera Vd., D. Mauro, unos que andan vestidos al modo de moros, con calzones como los maragatos, pero hasta el tobillo, y unos turbantes en la cabeza con un plumacho muy largo. Si vieras, Restituta, qué bigotazos, qué sables, qué morriones peludos, y qué entorchados y cruces! Te digo que se me cae la baba… Pues a esos de los turbantes creo que los llaman los
zamacucos
. También vienen unos que son, según me dijo D. Lino Paniagua, los
tragones de la guardia imperial
, y llevan unas corazas como espejos. Detrás de todos venía el general que los manda, y dicen está casado con la hermana de Napoleón… es ese que llaman el gran duque de
Murraz
o no sé qué. Es el mozo más guapo que he visto; y cómo se sonreía el picarón mirando a los balcones de la calle de Fuencarral. Yo estaba en casa de las primas, y creo que se fijó en mí. ¡Ay hija, qué ojazos! Me puse más encarnada… Por ahí andan pidiendo alojamiento. A mí no me ha tocado ninguno y lo siento: porque la verdad, hija, esos señores me gustan.
—Gracias a Dios que tenemos rey —dijo D. Mauro—. Y Vd., doña Ambrosia, ¿ha vendido mucho estos días? Porque lo que es de aquí no ha salido ni una hilacha.
—En mi casa ni un botón —contestó la tendera—. ¡Ay, hijito mío! Ahora, cuando ese saladísimo rey que tenemos arregle las cosas, hay esperanzas de hacer algo. ¡Qué tiempos, Restituta, qué tiempos! Pero no saben Vds. lo mejor, ¿no saben Vds. la gran noticia?
—¿Qué?
—Que mañana hará su entrada triunfal en Madrid el nuevo rey de España, Sr. D. Fernando el Sétimo.
—Ya lo sabe hoy todo Madrid.
—Pues no nos quedaremos sin ir a verle; óyelo tú, Restituta, óyelo tú, Inés —dijo Requejo— mañana no se trabaja.
—Yo, primero me aspan que dejar de ir a verlo —afirmó doña Ambrosia—. Los primos han salido esta noche al camino de Aranjuez para esperarle. ¡Ay qué alegría, Sr. D. Mauro! ¡Si viviera mi esposo para verlo! Él que me decía: «mientras duren este rey y esta reina de tres al cuarto, no tendremos un gobierno ilustrado». Mañana va a ser un día de alegría. Yo tengo un balcón en la calle de Alcalá, y ya hemos encargado al valenciano media decena de ramos de flores para apedrear a S. M. cuando pase.
—Nada, lo dicho, dicho —exclamó D. Mauro—, si
esta
no quiere ir que se quede en la tienda. Inés me coserá la manga del casaquín que se me rompió ayer cuando me lo quité… Veremos qué tal sabe hacer Gabriel el coleto… Por supuesto, Inesilla, si quieres coger uno de esos frascos de agua de clavel que tienes a mano derecha, puedes hacerlo. Todo es para ti.
Así siguió la conversación sin ningún incidente notable en lo sucesivo, por lo cual la omito, pues supongo al lector poco interesado en conocer la historia de la enfermedad que padeció el esposo de doña Ambrosia, trágico acontecimiento que ella refirió. Los únicos personajes siempre mudos en aquellas tertulias, además de un servidor de ustedes, eran Inés y el Sr. Juan de Dios, este último por ser hombre de pocas palabras, como he dicho.