Dos velas para el diablo (10 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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—¿Es que no tienes ningún respeto?

—Cat, soy un demonio —me explica con paciencia.

—¡Pero es uno de los tuyos!

—¿Y qué?

—¿Soléis mataros unos a otros porque sí con frecuencia?

—Técnicamente, no está permitido —admite Angelo—. Lucifer no lo ve con buenos ojos, porque supuestamente eso desequilibra la balanza en favor de los ángeles. Pero eso era antes, claro —añade, y sonríe como un tiburón.

—¿Cómo se va a desequilibrar la balanza? —pregunto, recordando la Ley de la Compensación—. ¿No nace un demonio cuando muere otro?

—Sí, pero solo cuando muere en Combate.

—Pero vosotros dos habéis comb… ah, ya —entiendo—. En combate contra un ángel, quieres decir. Entonces, no nacerá ningún otro demonio tras la muerte del que acabas de matar, ¿no?

—En teoría, sí, porque lo he matado con la espada de un ángel.

Sigo dándole vueltas.

—En tal caso —comento—, no me extraña que Lucifer haya prohibido los combates entre demonios. Los ángeles se extinguen porque la Plaga los va matando uno a uno. A vosotros, por lo que sé, no os afecta esa enfermedad, ¿o sí?

—Nos volvimos corpóreos en tiempos pasados, aunque la mayoría aún podemos pasar al estado inmaterial a voluntad —reconoce Angelo—. Pero la Plaga nunca ha matado a ninguno de nosotros, que yo sepa.

—Y, sin embargo, os las habéis arreglado para encontrar la manera de morir sin que nazcan más demonios para reemplazaros. Os creía más inteligentes —concluyo con desdén.

Angelo vuelve a sonreír de esa forma, enseñando todos los dientes. Me pone los pelos de punta.

—Es nuestra naturaleza —dice—. Además, hay un motivo. ¿Has oído hablar de la Ley de la Compensación?

—¿Me tomas el pelo? —replico, mosqueada—. Acabo de mencionártelo, ¿no?: «Cuando un ángel muere, otro debe nacer…» —recito—. Esto también se aplica a los demonios.

Angelo hace un gesto de impaciencia.

—Esa ley, no, humana ignorante. Me refiero a la otra Ley de la Compensación.

Esto sí que es toda una sorpresa.

—Ah, pero ¿hay más de una?

—Existe la Segunda Ley de la Compensación: «Siempre debe existir el mismo número de ángeles que de demonios».

Se calla y me mira, esperando que saque conclusiones.

—Pero eso es absurdo —digo, tras meditarlo un momento—. Esa ley no puede cumplirse. Primero, porque es evidente que, ahora mismo, vosotros superáis a los ángeles en número. Y segundo, porque si siempre hubiese el mismo número de individuos en ambos bandos, ninguno de los dos tendría nunca la mínima posibilidad de ganar la guerra. Esa ley sugiere que habrá un empate eterno.

—Exactamente. La segunda ley fue enunciada, según dicen, por uno de los vuestros hace miles de años. Entonces, la guerra estaba en pleno apogeo, y, como comprenderás, la nueva ley fue considerada un disparate. Si las fuerzas de ambos bandos han de estar equilibradas por toda la eternidad, nadie ganaría y, por tanto, no valdría la pena luchar, pero está en nuestra naturaleza luchar, y nuestra historia nos ha enseñado que este mundo no es lo suficientemente ancho para todos. La luz y la oscuridad no pueden convivir —sacude la cabeza—. Es demasiado pedir.

—Y, sin embargo, sigues hablando de la Segunda Ley de la Compensación, miles de años después —le recuerdo para que retome el hilo.

—Exacto. Porque los ángeles se están extinguiendo y ya no tenemos a nadie contra quien luchar. Nos estamos quedando solos.

Pienso en los más de siete mil millones de humanos que hollan el planeta, que, por lo visto, para Angelo no son nadie. Él detecta mi gesto indignado y adivina lo que estoy pensando.

—¿Los humanos? —Por la cara que pone, queda claro que lo considera una idea ridícula—. Venga, por favor. No vale la pena cruzar una espada con ellos, se mueren enseguida.

Recuerdo el duelo que he presenciado hace unos instantes y he de reconocer que tiene razón. No somos rival para ningún demonio. Aunque seamos siete mil millones.

¿Cuántos demonios habrá? ¿En qué proporción superan ahora a los ángeles, azotados por la Plaga y en vías de extinción?

—¿Quieres decir que hay demonios que matan a otros demonios para mantener ese equilibrio? ¿En virtud de la Segunda Ley de la Compensación?

—Esa es su excusa, sí. Pero normalmente se matan unos a otros porque se aburren o porque echan de menos un duelo decente, como los de los tiempos antiguos. Puede que haya alguno que realmente crea que hay que mantener un equilibrio y que los demonios no debemos superar a los ángeles en número, ni viceversa; pero se guardaría mucho de decirlo ante Lucifer o alguno de sus acólitos directos. También hay penas muy severas para todo demonio que salve o ayude a un ángel en virtud de la segunda ley.

—¿Y por eso has matado a ese demonio? ¿Por la Ley de la Compensación?

Me mira como si fuese estúpida.

—No; lo he matado para que no vaya con el cuento a su superior. Todo esto te lo he dicho porque tú me has preguntado por qué los demonios nos matamos unos a otros.

Lo miro con suspicacia.

—Me estás contando demasiadas cosas acerca de tu mundo. ¿Se supone que debo saber todo esto?

Angelo se ríe.

—¿Y qué ibas a hacer con esa información? No hay nada de lo que te he contado que los ángeles no sepan ya. Somos viejos enemigos, unos y otros. Viejos conocidos. Llevamos luchando unos contra otros mucho más tiempo del que puedas llegar a imaginar. Acéptalo de una vez, Cat: no tienes la más remota posibilidad de hacernos daño, ni a mí ni al mundo demoníaco en general. Para mí no eres una enemiga. Solo una especie de mascota que me entretiene con un misterio que ha llegado a despertar en mí un ligero interés.

No me había sentido tan humillada en toda mi vida. Pero ¿quién se ha creído que es? ¿Cómo osa llamarme «mascota»?

Furiosa, desenvaino mi espada.

—¡Cerdo arrogante! —le insulto—. ¡Repite eso si te atreves!

Angelo pone los ojos en blanco.

—Cat, te vas a hacer daño.

Lanzo una estocada hacia el demonio. No sé qué pretendo exactamente. Tal vez demostrarle que soy algo más que una «mascota».

Pero, de pronto, en un movimiento tan rápido que mi ojo no es capaz de captarlo, un relámpago golpea mi espada y me hace soltarla. Solo cuando veo mi arma caer al suelo compruebo que el «relámpago» es la espada de Angelo, que la ha sacado tan deprisa de la vaina que ni siquiera me he dado cuenta.

—Deja de jugar, Cat, que tenemos trabajo —me regaña con frialdad—. Recoge eso y salgamos de aquí de una vez, antes de que nos encuentren.

Iba a replicarle, pero su última frase me deja con la palabra en la boca.

—¿Que nos encuentren? —pregunto—. ¿Quién va a encontrarnos?

—Los superiores de ese demonio, por supuesto.

Me detengo un instante, con la boca abierta.

—¿Sabes para quién trabaja?

—Me lo ha dicho él, antes de que le matara.

De nuevo siento que me hierve la sangre. De verdad, no soporto a este tío.

—¿Y se puede saber por qué no lo has dicho antes?

—No lo has preguntado.

Con paso tranquilo y altanero, Angelo franquea una de las puertas del Retiro. No tengo más remedio que seguirle: están a punto de cerrar. Supongo que mañana encontrarán el cuerpo del demonio y será, nuevamente, un cuerpo sin identificar asesinado por un criminal sin identificar. A los demonios les da igual eso. Se sienten muy por encima de la justicia humana y, obviamente, ningún policía del mundo ha conseguido jamás meter entre rejas a uno de ellos.

Pero yo soy distinta. Así que, mal que me pese, acelero el paso para ponerme a su altura.

—Bien, pues ahora sí te pregunto: ¿quién era ese tío, y por qué quería matarme?

—Se hacía llamar Rüdiger, y ha sido enviado por Nergal, un demonio de los antiguos, pero no de los más poderosos.

«La última vez que lo vi —añade reflexionando—, obedecía a Agliareth. Y ese sí es un demonio poderoso.

Esto me da muy mal rollo.

—Entonces, ¿es Agliareth quien quiere matarme?

Suspira con paciencia.

—No; a Agliareth lo llaman el Señor de los Espías porque se ha especializado en el manejo de información. Tiene demonios infiltrados en todos los servicios secretos del mundo, y la mayor parte de sus esbirros más jóvenes rastrean la red día y noche para él. Y eso lo hace solo como entretenimiento, porque él y sus sirvientes más cercanos, como Nergal, se dedican, sobre todo, a espiar a los ángeles o a otros demonios. Los asuntos humanos, incluso los secretos de Estado más terribles, le interesan solo en cierta medida.

—¿Y eso quiere decir… ?

—Eso quiere decir que alguien ha acudido a él en busca de información —concluye Angelo—. Agliareth es un mercenario, en el fondo. Maneja mucha información y la vende cara, por eso tiene tanto poder. Recurrir a él para encontrar a alguien tiene algunas ventajas: por ejemplo, que siempre da con lo que estás buscando, y que es una pantalla de humo. Porque seguimos sin saber quién recurrió a los espías para encontrarte. Estamos viendo el instrumento, pero no la mano que lo sostiene.

—Entiendo —asiento—. ¿Y qué podemos hacer?

Angelo reflexiona.

—No sé dónde puede andar Agliareth, y, además, sería muy arriesgado tratar con él. Por otro lado, es demasiado importante como para dedicar su tiempo y sus recursos a perseguir humanas. Lo más seguro es que la persona que quiere matarte haya contratado directamente a Nergal, y a ese sí puedo tratar de localizarlo. Probablemente él no sepa decirte por qué envió a Rüdiger a matarte, pero tal vez, con la persuasión adecuada, podamos conseguir que nos diga quién le contrató.

—¿Entonces… ?

—Entonces, vas a regresar a tu hostal y vas a esperar allí noticias mías. Y después decidiremos qué hacer.

—Pero…

—Nos vemos, Cat.

Antes de que pueda replicar, retrocede hasta un rincón en sombras… y, cuando quiero darme cuenta, ya se ha ido.

No me molesto en llamarle.

—Hasta otra, Señor Engreído —me despido con seriedad.

Llego al hostal cansada y confusa. Ya he tenido demasiadas emociones por hoy, y creo que todavía no he asimilado todo lo que ha pasado. Y lo peor es que sigo sin estar convencida de que sea una buena idea seguir aliada con ese demonio. Bueno, es cierto que gracias a él he conseguido algo más de información. Pero tampoco ha sido lo que se dice una gran revelación. Ya sabía que alguien quería matarme. Y el hecho de que ese alguien haya contratado a un demonio espía para averiguar mi paradero y hacer el trabajo sucio no me hace sentir mejor. Porque sigo sin saber el nombre de la persona —humano, ángel o demonio— que se está tomando tantas molestias.

Hay otra cosa que me preocupa y que no he comentado con Angelo, porque aún no sé si puedo confiar en él hasta ese punto.

Ese tal Rüdiger no era la misma persona que trató de matarme en Valencia, al salir de la biblioteca. Vale, Rüdiger es un demonio, pero eso no significa que el atacante de la biblioteca lo fuera también.

Pero no pudo ser un ángel, ¿no? ¿Acaso los ángeles también acuden a Agliareth cuando necesitan información? Me acuerdo enseguida de Jeiazel, el intachable Jeiazel, y aparto esos pensamientos de mi mente. Ni en broma.

Revuelvo en mi mochila en busca de un pañuelo para limpiar mi espada con más cuidado, y topo con el móvil que me regaló Jotapé. Eso me recuerda que no le he llamado desde mi llegada a Madrid, y como he tenido apagado el teléfono todo el tiempo, tampoco él habrá podido llamarme a mí.

De modo que busco su nota con el PIN, enchufo el cacharro este y marco el número.

El móvil se enciende con una curiosa musiquita. Trasteo con los botones hasta dar con la agenda telefónica, y, en efecto, encuentro allí el número de Jotapé.

Llamo.

Solo tres tonos, y mi amigo se pone al teléfono.

—¿Cat? —pregunta, y detecto una cierta nota de preocupación ansiosa en su voz.

—¿Quién quieres que sea, el Espíritu Santo? —respondo tratando de quitarle hierro al asunto.

—Gracias a Dios —suspira mi amigo al otro lado—. Llevaba varios días sin saber de ti.

—Dos días, Jotapé, dos días. No me seas exagerado. ¿Todo bien?

—Sin novedad. ¿Y tú? ¿Encontraste al amigo de tu padre?

—Sí, y me ha contado muchas cosas interesantes. Creo que por fin tengo una pista.

—¿De verdad? ¿Ya sabes quién te atacó en la biblioteca?

Espinoso asunto. Dudo un momento, pero finalmente confieso:

—Hoy me han atacado otra vez. Pero ya no estaba sola —añado rápidamente—. El atacante está muerto, era un demonio y ya sé para quién trabaja. Ya no estoy sola —le repito, antes de que replique.

Sobreviene un significativo silencio.

—Cat —dice entonces Jotapé—. Ese amigo de tu padre… ¿es un ángel?

—Sí —respondo, y dejo que saque conclusiones. ¿Qué? No le he mentido. Si él se va a sentir mis tranquilo creyendo que el señor No-Aceptamos-Humanos Jeiazel es la persona que me está ayudando, no voy a sacarle de su error, ¿no? No voy a ganar nada hablándole de Angelo. Solo conseguiría que se comiera las uñas hasta los codos de preocupación.

—Bien, entonces… que tengas suerte. Y ya sabes, Cat: si necesitas dinero, usa la tarjeta, no te cortes.

Sonrío, esa expresión la ha aprendido de mí.

—Descuida. Gracias, Jotapé.

Hablamos de alguna que otra trivialidad más hasta que, finalmente, nos despedimos y cuelgo el teléfono.

Es raro; no me encuentro ni mejor ni peor. Por un lado, es reconfortante escuchar una voz amiga y saber que hay alguien que se preocupa por mí. Pero por otra parte me sabe fatal engañ… estoooo… no contarle toda la verdad.

En fin; qué vamos a hacerle.

Devoro el bocata que he comprado viniendo para aquí, leo un poco antes de dormir y, finalmente, me meto en la cama. Tengo intención de dormir hasta muy tarde. No sé cuánto puede tardar Angelo en obtener la información que necesitamos, pero el tiempo no significa lo mismo para un demonio —o para un ángel— que para nosotros. Son inmortales y, por tanto, tienden a tomarse las cosas con calma. Puede que no vuelva a saber nada más de Angelo en varias semanas.

Así que será mejor que intente dormir: mañana será otro día.

Ya he decidido en qué voy a emplear mi tiempo hoy: busco un cíber más o menos cómodo y me dispongo a efectuar una búsqueda en internet.

El mundo de los demonios nos es mucho más desconocido de lo que la mayor parte de la gente piensa. A pesar de que es cierto que suelen mezclarse bastante con los humanos, pocos demonios nos considerarán dignos de sus secretos, ni siquiera al más zumbado de los satánicos. Normalmente, si un demonio decide contarle a un humano cualquier cosa acerca de los de su estirpe, no lo hará porque el humano en cuestión sea su más ferviente adorador ni porque haya cometido todo tipo de tropelías en nombre de Satanás. A los demonios eso no les impresiona lo más mínimo. No; si un demonio revela información a un humano será porque, probablemente, se aburre o quiere perjudicar a otro demonio. O por cualquier otro motivo entre retorcido y absurdo. Además, el 90% de las revelaciones que han hecho los demonios a los humanos son mentira. Tened en cuenta que los demonios no tienen un pasado que puedan recordar, así que se lo inventan. Por tanto no es una buena idea creerse todo lo que te cuente un demonio, incluso si decide revelarte los más profundos secretos del infierno.

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