Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Es uno de ellos. De uno o de otro bando, pero es uno de ellos.
Ladea la cabeza y me mira con desconfianza. Tiene el cabello oscuro, rebelde, y unos ojos verdes intensísimos. Quizá la nariz, demasiado larga, y la mandíbula, demasiado cuadrada, impiden que sea realmente guapo; pero qué ojos.
—¿Quién eres? —exige saber—. ¿Qué quieres?
Respiro hondo.
—Vengo de parte de Iah-Hel. Le conocías, ¿no?
El librero sigue observándome con la suspicacia que mostraría un gato ante un ratón que maulla.
—Le conozco. ¿Qué haces tú con su espada?
Trago saliva. Aún me cuesta hablar del tema.
—Murió hace un mes.
El librero entrecierra los ojos.
—¿El Enemigo? —me interroga.
Así es como llaman los ángeles a los demonios. Algunos los llaman también los caídos; pero, por lo que mi padre me contó, hay muchos, en un bando y en otro, que dudan de que los demonios
cayeran
alguna vez. Lo que quiero decir es que hay quien piensa que siempre han sido demonios, desde el principio de los tiempos, y no simplemente ángeles que obraron mal y fueron condenados a las llamas del infierno y todo eso.
Me encojo de hombros.
—Supongo que sí. Lo mataron con una espada, así que solo puede haber sido… el Enemigo. ¿No es así? —pregunto con intención.
El ángel librero capta la indirecta. Su expresión se vuelve todavía más dura.
—Si lo mataron a espada, no puede haber sido ningún otro.
—Pero él no participaba en la guerra. No tiene sentido que lo asesinaran.
—Todos estamos implicados en la guerra, pequeña humana, lo queramos o no. Y ahora, vete: ya te he dicho que tengo que cerrar.
Me contengo para no enfadarme.
—No necesitas comer ni dormir —le espeto—, y, además, eres inmortal, así que no tienes ninguna prisa. Puedes dedicarme diez minutos sin ningún problema.
El librero suspira con paciencia.
—Bien, que sean diez minutos, entonces. ¿Qué quieres exactamente?
Desenvaino la espada, en un gesto muy teatral, y la dejo sobre la mesa, ante él.
—Iah-Hel era mi padre —proclamo—. Lo que quiero son respuestas.
El ángel esboza una breve sonrisa.
—Te recuerdo. Eres la niña que iba con él. Te llevaba a todas partes, ¿no es así? En tal caso, ya sabrás que nosotros estamos involucrados en una guerra eterna. Y que, de vez en cuando, hay bajas en ambos bandos. Y créeme, es mejor morir así, como lo ha hecho tu padre, que de la otra manera.
—¿La otra manera? —repito, intentando encajar las piezas.
—La Plaga —responde él, sin más.
Ya comprendo. Es esa misteriosa enfermedad que hace que los ángeles pierdan energía lentamente; al principio les impidió regresar al estado espiritual, pero, no contenta con ello, sigue chupándoles fuerzas hasta que terminan por morir de agotamiento, o de nostalgia, o de qué sé yo. Muchos, muchísimos ángeles han desaparecido del mundo de esta forma. Así que la llaman la Plaga. Muy bíblico, cómo no.
La enfermedad de los ángeles, la Plaga o como sea, es el motivo por el cual ahora el número de demonios supera ampliamente al de ángeles. El motivo por el cual los ángeles están perdiendo en la guerra de forma total y desastrosa, y el motivo por el que hoy día ningún ángel con dos dedos de frente se preocuparía más por la guerra contra los demonios que por su propia supervivencia.
Salvo el grupo de siempre, claro. Los que no dejarán de combatir al Enemigo ni aunque los parta un rayo.
Miguel y los suyos.
—¿Quiere decir eso que Miguel sigue vivo? —pregunto.
El librero no ha seguido el curso de mi razonamiento (los ángeles pueden hacer muchas cosas, pero no leer la mente), así que mi pregunta lo deja un poco desconcertado.
—El arcángel Miguel sigue vivo, y aún lucha con todas sus fuerzas —me responde con sequedad—. Como debe ser.
Bueno, ya está claro que es un combatiente convencido. Respiro hondo y trato de ordenar mis ideas. No me conviene hacerle enfadar.
—Me llamo Cat —le digo tratando de mostrarme amistosa—. He venido de muy lejos para averiguar quién mató a mi padre y por qué lo hizo. Y si fue el Enemigo, quiero hacérselo pagar.
Me mira con más interés. Creo que empiezo a hablar su idioma.
—Yo soy Jeiazel —se presenta—. Comprendo tu dolor, muchacha, pero es el deber de todo ángel combatir a los demonios, y, lamentablemente, muchos caen en la batalla. No hay nada que puedas hacer. No tienes poder para derrotar a ningún Caído, porque solo un ángel podría destruir a un demonio… de la misma forma que solo un demonio mataría a un ángel.
—Ya, pues… yo tengo mis dudas —mascullo—. Porque hay alguien que va tras de mí, y si ese alguien es la persona que mató a mi padre…
Jeiazel alza una ceja.
—Los demonios son malvados y retorcidos, ya lo sabes. Si a alguno se le ha metido en la cabeza que no le gustas, te perseguirá y te matará si es eso lo que quiere. Pero ningún ángel tendría ningún interés en perseguir a una humana.
—¿De veras ? —replico en voz baja—. ¿Y qué hay de los que piensan que los ángeles no deberían tener hijos medio humanos?
Jeiazel suspira otra vez. Se apoya sobre el mostrador buscando una postura más cómoda. Creo que ha adivinado que esto va para rato.
—Cat, tal como está todo, los ángeles tenemos cosas mejores que hacer que perseguirnos unos a otros por asuntos que, comparados con la Plaga y con el Enemigo, no tienen la menor importancia. Créeme: ningún ángel mataría a otro ángel. Somos demasiado pocos. No podemos permitirnos ese lujo.
Maldita sea, tiene sentido. Demasiado sentido.
—¿Y qué hay de las leyes angélicas? ¿No teníais a alguien que se encargaba de castigar a los ángeles que no actuaban como debían?
Los ojos de Jeiazel se pierden en algún punto de la oscuridad de la tienda. Por un momento, me parece que muestran ese brillo insondable que tenían los ojos de mi padre cuando trataba de recordar el pasado.
—Ese era el cometido del arcángel Raguel. Pero fue abatido por la Plaga hace mucho tiempo.
He oído hablar de Raguel. Era uno de los Siete, que ahora son seis, o puede que menos.
Así que el Gran Inquisidor Angélico ya no existe. No sé si eso es una buena o una mala noticia. ¿Quién será ahora la policía de la policía?
Aunque, como dice Jeiazel, si los ángeles se enfrentan a su extinción, poco importa eso.
El ángel librero es menos cuadriculado de lo que parecía en principio, y ahora empiezo a entender su postura. No es que le dé la espalda a la Plaga, no es que se aferré a un glorioso pasado de heroicas batallas y grandes victorias y no quiera vivir en la realidad. Es que teme a la Plaga, a la extinción. Y quiere morir combatiendo.
Ah, el honor angélico. Mi padre no tenía mucho de eso, la verdad. Pero me pregunto si lo tuvo alguna vez. Si es así, probablemente, ni él mismo lo recordaba.
—Actualmente, la única ley angélica importante es la Ley de la Compensación —continúa Jeiazel, y me mira fijamente, como evaluándome—. ¿La conoces?
—La Ley de la Compensación —asiento, y recito como una alumna aplicada—:
«Cuando un ángel muere, otro debe nacer».
Jeiazel sonríe con aprobación.
—Esa ley implica que siempre existe, y existirá, el mismo número de ángeles. Que, en teoría, no podemos desaparecer como especie. Cuando un ángel muere, hay una fuerza que lleva a otros dos ángeles a procrear un nuevo ser. Y solo lo hacen en esas circunstancias.
—¿Y qué pasa con los ángeles que procrean con humanos?
—Los medio ángeles no cuentan; aunque fueran muchos, no aumentarían el número de las legiones angélicas, formadas solo por ángeles puros —me explica llanamente, y eso me hace sentirme bastante humillada, para qué nos vamos a engañar.
Pero también me hace caer en la cuenta de otra cosa.
—¿Por qué, entonces, los ángeles os estáis extinguiendo?
Es una palabra muy dura, y quizá no debería haberla usado, porque el rostro de Jeiazel muestra, de pronto, una sombra de tristeza.
—La ley funcionaba cuando no existía la Plaga. Un ángel nace solo cuando otro ha muerto en la guerra. Los ángeles exterminados por la enfermedad se extinguen definitivamente. Para siempre.
Permanezco en silencio, incapaz de responder. Es demasiada información importante que asimilar. Demasiadas cosas que mi padre no me contó en todos estos años.
Y demasiadas conclusiones que sacar.
—Si mi padre fue asesinado por un demonio —digo lentamente—, eso significa que, en el momento en que murió, otro ángel fue engendrado en alguna parte.
—Eso es —asiente Jeiazel—. Por eso es tan importante que los ángeles sigan luchando. Quién sabe si la Plaga no es un castigo de Dios porque muchos abandonaron la lucha. Pero, sea o no accidental, el caso es que la única manera de que la especie angélica permanezca sobre el mundo es seguir luchando contra el Enemigo. No perder de vista nuestra misión —sacude la cabeza, pesaroso—. Traté de explicárselo a tu padre, pero no quiso escucharme. Y no es que me alegre de su muerte; pero sí me alegro de que la Plaga no se lo llevara. De que muriera combatiendo.
Recuerdo la espada de mi padre, tirada en el suelo, cerca de él.
—No estoy segura de que muriera combatiendo. Al menos, no en Combate leal.
—Los demonios no saben lo que es el combate leal —dice Jeiazel con desprecio—. Pero, de todos modos, lo mató una espada demoníaca. Ahí radica la diferencia.
Las espadas, hechas de anti-esencia angélica. Esencia contra anti-esencia. Un choque que genera, de alguna misteriosa manera, un nuevo ser en el vientre de otro ángel. La muerte engendra vida.
Nunca me había parado a pensar en lo que implica la Ley de Compensación. Si fue otra de las geniales ideas de Dios, no cabe duda de que tiene una vena poética bastante acusada. O eso, o es excepcionalmente cruel; porque eso significa que, incluso en estos tiempos oscuros, en que los ángeles ya no tienen fuerzas para luchar, deben seguir haciéndolo si no quieren desaparecer para siempre como especie.
—Así que ya lo sabes —concluye Jeiazel—. Puedes darle gracias a Dios de que tu padre muriera combatiendo, a pesar de haber dado la espalda a la guerra. Su muerte no habrá sido en vano; pero, si hubiese sido abatido por la Plaga, habría un ángel menos entre nosotros.
—¿Darle gracias a Dios? —repito con voz ronca; alzo la cabeza y clavo la mirada en los profundos ojos verdes de Jeiazel—. ¿Tú crees que Dios me escucharía?
He puesto el dedo en la llaga. El ángel respira hondo.
—No lo sé —dice con sinceridad—. Pero lo que sí tengo claro es que, si no das gracias, nunca habrá nadie al otro lado para recibirlas.
Es otra manera de verlo. De pronto, Jeiazel ya no me cae tal mal.
—Quiero unirme a vosotros —proclamo—. Quiero ser una combatiente.
El librero sacude la cabeza.
—No aceptamos humanos entre nosotros, muchacha.
—¿Qué? ¿Ni siquiera a los hijos de los ángeles? ¡Tengo la espada de mi padre!
—¿Y sabes usarla?
Ahí me ha pillado. Sí, sé usarla, más o menos. Mi padre me enseñó. Lo que pasa es que, por mucho que me entrene, nunca podría superar en combate a alguien que lleva millones de años manejando una espada demoníaca. Y esa es la cruda realidad.
—¡Quiero combatir! —repito pasando por alto el comentario—. ¡Tú mismo lo has dicho! Sois pocos y no podéis permitiros el lujo de rechazar a más gente. Y menos por algo tan tonto como mi ADN. No seas racista…
—Cat —dice entonces Jeiazel, y está serio, tan serio que retrocedo un paso instintivamente, intimidada—. Los humanos no deben mezclarse en la Guerra Eterna. Ni siquiera los humanos con ascendencia angélica. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Es la ley.
Trago saliva.
—Pero tú mismo has dicho —tartamudeo— que la única ley que importa es la Ley de la Compensación.
—Cierto —asiente Jeiazel—. Y tú no compensas.
Vaya jarro de agua fría. Ya no me cae bien. Pero ¿quién se ha creído que es?
—Lo digo por tu bien —insiste; sí, sí, ahora intenta arreglarlo—. Si te implicas en esta guerra, acabarás mal. Piensa en la gente que mató a tu padre, a Iah-Hel, un ángel inmortal que llevaba existiendo casi desde el principio de los tiempos. ¿Crees de verdad que eres rival para ellos?
—Pero… pero… —protesto, muerta de rabia y de vergüenza— no estoy de acuerdo. Si soy tan poco importante, ¿por qué intentan matarme?
Jeiazel vuelve a clavarme esa mirada intensa, penetrante.
—No lo sé —dice tras un instante de silencio—. Los demonios son retorcidos, es cierto, pero no perderían el tiempo con humanos. O tal vez sí. Quizá lo encuentren divertido, quién sabe.
Ah, eso sí que no. No me trago que alguien intente matarme solo por diversión. No es que tenga un gran concepto de los demonios, pero sí tenía entendido que están por encima de esas motivaciones tan… humanas.
Y eso me recuerda a otra vieja leyenda sobre ángeles.
—¿Y qué hay de esos ángeles a los que no les caen bien los humanos? —insinúo.
Jeiazel me mira, esperando que sea un poco más explícita.
—Vamos —insisto—, no creas que no lo sé. Hay ángeles que nos odian. No intentes ocultarlo.
Jeiazel se echa a reír, y es una risa hermosa, tintineante, pero fría.
—No hay ninguna razón para ocultarlo, es así. Tampoco es que los humanos nos deis demasiadas razones para que os apreciemos, sinceramente. Y si sabes eso, también sabrás que el mismo Uriel lleva miles de años descontento con vosotros. Y últimamente, con mayor motivo.
—Ah —digo solamente, abatida; sí que lo sabía, pero esperaba tener que sacarle la información de una forma retorcida y complicada, y que al final me lo confesara todo y se declarara culpable; lo que no esperaba era sentirme culpable yo—. El viejo Uriel. ¿Así que también sigue vivo?
Uriel es otro de los Siete. El de la espada de fuego en las puertas del paraíso, ¿lo recordáis?
Las fuentes bíblicas no especifican el nombre del ángel que vigilaba el antiguo hogar de Adán y Eva, el que les impedía regresar. Algunos creen que fue el propio Miguel, pero mi padre me explicó que, según la tradición angélica, fue Uriel, el guardián del Edén, el ángel más implicado en la conservación y el cuidado de la creación.
—Uriel es poderoso —dice Jeiazel sin piedad—. Y no, no siente simpatía hacia los humanos. Pero ahora está inmerso en la guerra contra los demonios y no tiene tiempo para vosotros. Así que por eso no tienes que preocuparte.