Diario de una buena vecina (9 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
10.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y yo, Janna, estoy aquí, con mi bata limpia y perfumada, recién salida del baño. Debería, sin embargo, pintarme las uñas de nuevo. Debería limpiar mi piso o buscar a alguien que me lo limpie. Esta noche sólo he pasado unos minutos en el baño.

Por esta época, el año próximo, toda mi vida habrá cambiado. Lo sé, aunque no sé hasta qué punto.

Pasaré el fin de semana con Georgie.
Si me atrevo a dejar a Maudie
. Es ridículo.
¿Dónde está la persona determinada?

Viernes.

Fui a verla de camino al trabajo. Se encontraba mejor. Había salido a comprar por sus propios medios. Tenía un aspecto agradable y fresco: así es como yo la veo ahora, ya no
veo
a la vieja bruja. Le dije que iba a visitar a mi hermana Georgie. Se rió por el nombre:

—Espero visitar a mi hermana un día de éstos —dijo.

Yo ya sabía a qué se refería y le dije:

—La llevaré, Maudie.

—Janna y Georgie —dijo—. Con mi hermana éramos Maudie y Polly, y cuando salíamos, muy bien vestidas con abrigos blancos y sombreritos, éramos un cuadro.

—Imagino que con Georgie también éramos un cuadro. Recuerdo unos vestidos rosas y boinas. Pasaré el domingo por la noche, a la vuelta.

—Si le da tiempo —dijo. Y noté que podía haberle dado una bofetada seca, pero reí y le dije:

—Hasta la vista.

Domingo por la noche.

El tren se retrasó mucho. No pasé por casa de Maudie. Ahora es la medianoche. He hecho lo habitual de las noches del domingo: ver que todo está a punto para la semana, ropa, pelo, maquillaje, uñas.

Ha sido un fin de semana penoso. Al llegar, Georgie estaba sola, porque Tom y los niños habían salido a visitar a alguien. Encantada, no puedo soportar aquellos mocosos suyos. Tom es buena persona, pero un matrimonio es un matrimonio. Quería hablar con Georgie. Mi idea explícita era: ahora que soy una persona adulta, ¿me tomará en serio? Durante años los estuve visitando, cuando lo
hacía
, casi condescendiendo. La buena de Georgie y el bueno de Tom. Ella nunca se ha preocupado demasiado por su ropa ni por sus cosas. Solía vestirme con mi ropa más escandalosa, llevaba ejemplares de la revi y me encantaba contarle mi vida y hazañas. Me escuchaba con su estilo de sin comentarios. Muy lista la hermanita Janna. Corrijo, Jane. No podía llamarme Janna, era Jane y siempre sería Jane, hasta el fin. Cuántas veces le he dicho, Georgie, nadie me llama Jane, nadie, quiero ser Janna. No puedo recordarlo, dice, tajante, y eso es todo. Cree que Janna es un nombrecito elegante, acorde con un trabajito elegante. Solía pasar aquellos fines de semana, cuando iba, preguntándome como podía soportar esa vida suya, pero, naturalmente, ella pensaba lo mismo de mí. No porque me desprecie, exactamente, a pesar de que considera que lo que hago es bastante subsidiario, lo que pasa es que no se imagina que una persona sensata pueda hacerlo.

Cuando entré en su casa estaba muy alerta a todo, como estoy en estos momentos: contrastes.

Debido a Maudie Fowler. La casa de Georgie es exactamente como la casa en la que mis padres vivieron siempre. La califico de campestre–suburbana, cómoda, convencional, conservadora, de una pieza desde los paisajes en las paredes hasta los libros en la mesilla de noche. Mi piso es, el que tuve con Freddie era, ambos son contemporáneos–internacionales. En las raras ocasiones en que Georgie ha pasado la noche en mi piso, ha insistido en decir que
disfruta
de mis cosas. Son tan divertidas, dice.

Georgie había preparado cena fría y parecía perdida respecto a cómo ocuparnos después. Nos encontrábamos en su sala de estar, las cortinas corridas, algo de nieve en el exterior, no bastante para mi gusto pero más de la que ella quería. Dice que da trabajo. Trabaja duro, Georgie, la casa, la cocina, cuida del marido, los cuatro hijos, presidenta de esto, patrocinadora de aquello, secretaria del círculo local de lectura, buenas obras. Me senté a un costado de la chimenea y ella en el otro. Intenté hablar de mamá. Necesito saber cosas de ella. No hablé nunca con ella, un poco más con papá. Pero Georgie me ha colocado en la categoría de las irresponsables, de las que no se interesan por la familia. Y eso es todo. Le di varias oportunidades, incluso le pregunté en una ocasión. Me pregunto qué habría pensado mamá.

Al final hablé de mi viaje a Munich. Le encantó. Tus bonitas escapadas, así las califica. Quiso saber cómo era el hotel, mis amigos, cómo se organizan los desfiles de modelos, cómo se hace tal y cual cosa. Me reconozco a mí misma en esto. Ni una palabra sobre estilos y modas, sino
cómo funciona
. A fin de cuentas somos iguales. De repente, ya en la cama, tuve un pensamiento que me hizo incorporarme y encender la luz. Era éste. Antes de que mi abuela muriera, estuvo enferma durante dos o tres años, no puedo recordarlo (lo cual ya es significativo), y estaba en casa con mamá, quien cuidaba de ella. Por aquel entonces yo trabajaba desesperadamente, era la primera de las nuevas etapas de la revista y me comporté como si la enfermedad de la abuela no tuviera relación alguna conmigo. ¡No era asunto mío! Puedo recordar muy bien que desconecté en el momento en que oí la noticia. Pero mamá la tenía en casa y papá tampoco estaba muy bien. La abuela tenía diabetes, problemas cardíacos, problemas oculares con operaciones de cataratas, problemas de riñón. Me llegaban noticias de todo esto, retransmitidas en las rápidas cartas de mi madre: no he guardado las cartas y recuerdo que no quería leerlas.
Ahora
sé el precio que cuesta cuidar de los muy viejos, los desamparados. Me encuentro agotada al cabo de un par de horas y sólo anhelo huir donde sea. Pero, ¿adonde huía mamá? ¿Quién la ayudaba? ¡No yo! Ni una sola vez, jamás me acerqué a ella.

Mañana de domingo. Con Georgie desayunamos juntas, las dos solas. Un poco de nieve en el exterior. Bonito. Los árboles y los arbustos llenos de nieve y los pájaros alimentándose con la comida que Georgie cuelga de las ramas. Dijo que Tom volvía con los niños porque donde estaban el tiempo era terrible. Le dije, con cierta desesperación, porque sabía que desde el momento en que ellos volvieran se habría acabado todo:

—Georgie, cuando murió la abuela, ¿estuviste mucho por allí?

Me miró sorprendida ante la pregunta y me dijo:

—No, no fui demasiado a casa. Pasé por dos embarazos mientras ocurría eso y Kate era un bebé —me miraba ahora con impaciencia.

—Quisiera saber algo al respecto —dije—. He pensado que no hice nada para ayudar.

—No, no hiciste nada —dijo, finalmente, y no añadiría una sola palabra más. Tuve que aceptar que con Tom tenían ciertas actitudes respecto a mí, a
mi
comportamiento, establecidas y fijas, Jane era esto, aquello y lo otro. Probablemente también era la actitud de mamá y papá.

—Muy recientemente se me ha ocurrido que no moví un dedo en la época en que murió la abuelita.

—No, no lo moviste —dijo, en el mismo tono de exclusión.

—Bien —dije—, muy recientemente he tenido relación con una persona anciana y ahora sé lo que le tocó en suerte a mamá.

—Imagino que es mejor tarde que nunca —dijo mi hermana Georgie.

Era mucho peor de lo que había esperado. Quiero decir que lo que pensaba de mí era mucho peor, hasta tal punto que me sofocaba... ay, no la vergüenza, sino el desconcierto. No quería que se me considerara tan mal. Le dije:

—¿Puedes contarme algo al respecto?

—¿Qué demonios quieres saber?

Se mostraba exasperada, como si un niño de corta edad le hubiera dicho, después de machacarse el pulgar con un martillo: ¿te duele?

—Mira, Georgie —le dije—, muy bien, hace poco he visto que... podía haber hecho más de lo que hice. ¿De acuerdo? ¿Quieres que me arrastre por los suelos?
Es
mejor tarde que nunca. Quiero saber más de mamá.

—Vivió en
tu
piso durante dos años antes de morir —dijo mi hermana Georgie, al tiempo que hacía del incidente algo sorprendentemente increíble.

—Sí, lo sé. Pero, desde entonces yo...

—Mira, Jane, lo siento... apareces por aquí después de todo aquello y me dices: Me encantaría que charláramos un poco de mamá. Jane, la verdad, no es
lo que toca
–dijo Georgie. Era literalmente incapaz de hablar debido a la rabia. Y yo, de la sorpresa. Caí en la cuenta de que había años de resentimiento detrás, de crítica hacia la hermanita Jane.

Hice una última intentona:

—Georgie —dije—, lo siento. Siento que no ayudara a mamá con la abuelita y me gustaría mucho comentarlo.

—Supongo que un fin de semana sonará el teléfono, cuando no tengas nada mejor que hacer, y comparecerás, toda pimpante y despreocupada, ni un mechón fuera de lugar, y me dirás: Ah, Georgie, me preguntaba qué te supuso tener a mamá aquí durante diez años, con cuatro hijos, sin servicio y con ella que era una enferma...

En este punto sonó el teléfono y ella salió para contestar. Me quedé sentada, estaba atontada. Ésta era la palabra. No por no haberme sentido mal porque mamá viviera todos aquellos años con Georgie, pues, a fin de cuentas, yo trabajaba, teníamos un piso pequeño, con Freddie, y... y... y. Pero no se me había ocurrido nunca que Georgie no me hablaría durante este fin de semana. Si me hablaba alguna vez. Estaba, y está, furiosa y resentida conmigo.

Al volver, me dijo:

—Me voy a la estación a esperar a Tom y a los niños —y agregó—: Lo siento, Jane, pero si empiezas a tener cierto sentido de la responsabilidad al fin, tal vez caigas en la cuenta de que no es fácil que aparezcas con un par de preguntas ligeras:
¿Qué me dices de la muerte de la abuelita? ¿Cómo
fue? ¿Dolió?
Fue terrible, Jane.
¿Comprendes? Fue
horrible. Iba cuanto podía, embarazada hasta los dientes o con la criatura, y me encontraba con mamá a cargo de todo. Al final la abuela no se podía mover de la cama. Durante
meses
. ¿Te lo imaginas? No, apostaría que no. Médicos constantemente. Entradas y salidas del hospital. Mamá lo hacía todo. Papá no podía ayudar demasiado, también él estaba enfermo. En cualquier caso, debo ir a la estación.

Y se largó.

Casi corrí tras ella, para pedirle que me buscara un tren para volver a casa, pero me quedé. Tom y los niños llenaron la casa de ruidos y estruendo, los tocadiscos se pusieron en marcha al mismo tiempo, claro, una radio, la casa entera vibrando con el estrépito. Tom entró y dijo: ¿Cómo estás?... y se fue. Los niños corretearon por la cocina, que era donde me había instalado, Jilly, Bob, Jasper, Kate. Ja, ja, ja, ja, por todas partes. Es algo establecido que opino que los hijos de Georgie son un horror y unos malcriados, pero tal vez sean estupendos de mayores. Soy la fascinante tía de Londres y de la alta sociedad. Mis regalos de Navidad consisten en dinero. Cuando nos encontramos les digo que me parecen un horror y que no sirven para nada. Me dicen que no los comprendo. Es un juego muy divertido de insultos mutuos. Pero,
de verdad
creo que son un horror. No puedo comprender por qué se les permite hacer lo que quieran, tener lo que quieran, ir a donde les apetezca. Nunca he oído que Georgie o Tom les diga, No, no puedes tener esto. Nunca. La casa de arriba abajo está
llena
de sus posesiones, ropa, juguetes, bártulos, la mayor parte no utilizados o utilizados una o dos veces. Recuerdo lo que significaba crecer durante la guerra y no tener nada. Muy recientemente he estado pensando en el Tercer Mundo, que no tiene nada. Naturalmente, Georgie diría que está de
moda
tener tales pensamientos, pero, como también dijo, mejor tarde que nunca.

Sea como fuere, me quedé en la cocina y escuché el animado estruendo de aquellas criaturas por la casa; Georgie volvió y vi que estaba dispuesta a hablar, si yo lo quería, pero de repente me encontré diciéndole:

—Georgie, estás muy bien dispuesta para criticarme, pero mira estos hijos tuyos.

—Sí, sé lo que piensas —dijo, dándome la espalda. Inmediatamente supe que había tocado un punto sensible.

—Dime —le dije—, ¿en qué ocasión han hecho algo que no quisieran hacer? ¿Tú y Tom les habéis enseñado alguna vez que el mundo no es un bar con batidos y nata colmándolo eternamente todo sólo con apretar un botón?

—Tal vez estés en lo cierto. No digo que éste no sea el caso —dijo, dándole un toque de humor—; ahora debo preparar la comida. Si quieres ayudarme, quédate, si no, ve y charla con Tom.

Le tomé la palabra, busqué a Tom, pero él no quería hablar conmigo, porque estaba enfrascado en algo. El nivel de decibelios en la casa me pareció intolerable, me calcé las botas y salí a dar un paseo por la nieve y volví para la comida. Como siempre, los padres eran como apéndices a la escena de los cuatro hijos, que no les dejaban acabar ni una conversación si tenían la temeridad de iniciar alguna, o hablaban entre sí de un lado a otro de la mesa y se comportaban exactamente como si Georgie y Tom fueran unos útiles criados que podían tratar a su antojo.

¿Qué ha pasado que, ahora, las familias son así? En la sala de estar, por la tarde, ésta era la escena. Jilly, diecisiete años, inquieta porque había querido visitar a una amiga y, por alguna razón, no había podido, por tanto estaba malhumorada y toda la familia debía pagar las consecuencias. Bob, dieciséis años, un guapo chico demasiado gordo, hacía prácticas de guitarra como si nadie existiera. Jasper, quince años, importunando a su padre para que fuera con él a un partido de fútbol local. Kate, trece años, mejillas ardientes, pelo ensortijado, se pasea por la sala como una fulana con un vestido de Georgie, en una especie de histeria contenida, como es común en las adolescentes. Lo hacía para mí, porque quiere trasladarse a Londres y «ser una modelo». ¡Pobre muchacha! Tom estaba instalado en un rincón intentando leer y respondía a las preguntas de su prole con una voz abstraída e irritada, con Georgie que los atendía a todos, de un humor y paciencia perfectos; gritaba de vez en cuando para hacerse entender. Sí, muy bien, Kate. Sí, Jilly, lo haré mañana. Sí, Jasper, está debajo de la cama de la habitación de los invitados. Y así sucesivamente.

Finalmente, dije:

—Bien, vuestra malvada tía se larga. No,no os molestéis, iré por mis propios medios a la estación.

Con qué alivio di la espalda a esta escena de feliz vida familiar contemporánea y me dirigí a la puerta, seguida por Georgie.

—No, no me digas nada, no comprendo cómo son los hijos, además no puedo hablar, debido a mi egoísta puerilidad, pero todo cuanto puedo decir es... —le dije.

Other books

Acceso no autorizado by Belén Gopegui
The Silent Weaver by Roger Hutchinson
The Sirius Chronicles by Costanza, Christopher
Forbidden Paths by Belden, P. J.
Soon by Charlotte Grimshaw