Día de perros (19 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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Por la tarde salí pronto en coche. Pasé por delante del consultorio de Juan Monturiol. Juntos habíamos pasado un rato estupendo. Todo estaba saliendo bien, quizás por fin podría tener a alguien para quien follar no fuera incompatible con la amistad. En espera de que las cosas siguieran por buen camino me encaminé hacia mi segunda y última clase de cocina. En el coche volvieron a asaltarme los recuerdos perturbadores de la cama deshecha. La reacción del subinspector al verme sería básica para determinar mi buen o mal humor el resto de la noche. Peto no hubo problema, Garzón abrió precipitadamente la puerta y salió corriendo hacia el interior del apartamento casi sin saludar. «¡Tengo algo en el fuego!», gritó por todo recibimiento.
Espanto
fue tras él lleno de curiosidad. Yo preferí aprovechar la confusión para lanzar una mirada subrepticia al apartamento. Todo estaba en perfecto orden, lo había limpiado a conciencia. En un rasgo bastante infantil, atisbé a través de la puerta del dormitorio. La cama lucía impoluta. Nada hacía pensar en el pequeño préstamo no solicitado.

Más tranquila, acudí a comprobar qué sucedía en la cocina.
Espanto,
sentado en el suelo y estirando la cabeza cuanto podía, no se perdía ni un detalle del caos en el que el subinspector estaba sumido. En el fuego cocía, o sería mejor decir fraguaba, un amasijo pardusco compuesto casi en su totalidad por tupidos grumos. Alrededor de la sartén había regueros de harina y otras tantas salpicaduras de leche.

—Observo, por los síntomas del desastre, que ha pretendido hacer una bechamel.

—¡Joder, Petra, no me hable! ¡En menudo berenjenal me he metido!

Estaba despeinado, sudoroso, congestionado.

—He querido sorprenderla y compré esta mañana unos canelones ya preparados. Sólo hacía falta añadirles la bechamel, así que fui a una librería a buscar algún libro de cocina. Pues bueno, he seguido las instrucciones de la receta escrupulosamente y mire qué cristo he montado. ¡Nunca más volveré a hacerle caso cuando me diga que lo doméstico es fácil!

—¡Déjeme a mí! ¡Ayúdeme a tirar todo esto a la basura!

Entre los dos reorganizamos los espacios de trabajo. Puse de nuevo la sartén en el fuego, coloqué un buen pedazo de mantequilla encima.

—¿No decía el libro que debe calentarse la leche previamente?

—¡Y yo qué coño sé! Ese maldito libro tiene un lenguaje más complicado que el de los abogados. Le he echado un vistazo y no entiendo nada: baño María, rehogar, punto de nieve, sofreír, salpimentar... ¿por qué no utilizan palabras sencillas?

Negué varias veces con la cabeza mientras deshacía la harina.

—No, no es culpa del vocabulario, Fermín, lo que ocurre es que usted piensa inconscientemente que nunca aprenderá esas cosas. Es más, en el fondo de su corazón, cree que son una mariconada y que no tiene por qué esforzarse mientras haya mujeres que sepan hacerlas.

—¡Vaya, lo que me faltaba es justo una filípica feminista!

—Piense lo que le digo, piénselo.

Se puso a rezongar por lo bajo de malas pulgas, aún no recuperado de su estrés culinario.

—No se enfade conmigo, Fermín, yo sólo he venido a ayudarle. Por cierto, le he traído algo que le gustará.

—¿Otro libro de cocina?

—No, las listas y el mapa informático de los perros desaparecidos. Los dejé en el recibidor.

—Voy a echarles una ojeada.

—¡Ah, no, ni pensarlo!, usted se queda aquí viéndome preparar la bechamel.

—¡Cómo le gusta mandar!

Me eché a reír. Aparté la sartén del fuego para poder mirarlo a la cara.

—¿De veras piensa eso, que me gusta mandar?

—No, no, inspectora, yo no pretendía decir...

—Olvide los formulismos, Fermín, dígame la verdad. ¿Cree que me gusta mandar?

—Sí —musitó.

—Es curioso —dije—, puede que lleve razón, y sin embargo, es algo de lo que no soy consciente.

—Oiga, la bechamel se está poniendo grumosa otra vez.

—No se preocupe, ahora la remontamos. Venga, lo hará usted. —Me puse tras él y le dije cómo debía ir dándole vueltas a la masa. Después de algunos movimientos inexpertos dio con el quid de la sencilla maniobra y empezó a ejecutarla con brío.

—Lo hace muy bien.

—No, si al final...

Una hora más tarde habíamos acabado con los preparativos de la condenada cena. Sentados, con un whisky en la mano, ojeábamos los informes del ordenador. Esperé su dictamen.

—¿Qué le parece?

—No sé qué pensar, hay perros robados por todas partes. La zona de San Gervasio no llama especialmente la atención. Estos tipos debían de estar extendidos por toda la ciudad.

—Esa misma ha sido mi conclusión.

—Por eso Lucena tenía tanto dinero acumulado en su casa.

—Lo único que me extraña es que no hubiera contabilizado esas sumas en otra de sus libretas.

—Quizás si esa libreta existía, se la quitaran al atacarlo.

—Eso es lo que decimos siempre al llegar a este punto.

—Pues si lo decimos siempre, será porque es así.

Encendí un cigarrillo asintiendo sin convicción.

—Creo que ya le hemos dado suficiente tiempo a Pavía. El lunes a primera hora quiero tener lista una orden de registro para Bel Can. Les incautaremos la contabilidad, y que la revisen nuestros expertos.

—Entendido, inspectora. ¡Coño!

—¿Qué pasa?

—Que son las nueve menos veinte y a las nueve llega Ángela. Voy a cambiarme de ropa y a afeitarme otra vez.

—Está bien así.

—¡Ah, no!, no para Ángela, quizás para Valentina... pero con Ángela todo tiene que ser perfecto.

No supe cómo interpretar aquella afirmación. ¿Iba Ángela adelantada en la carrera por el corazón de mi compañero, o ganaba Valentina? ¿La necesidad de autoexigencia que le imponía la librera era algo positivo para el subinspector, o prefería la despreocupación junto a Valentina que le hacía sentirse más libre? Preguntas de amor. No hubiera deseado estar en la piel de Garzón ni muerta. Amor: elecciones, decisiones, incertidumbre, inseguridad, culpabilidad, dolor... ¡En feliz momento había dejado atrás todo aquello! Levanté la copa en solitario y brindé por mi conflictivo pasado sentimental y por mi pacífico presente erótico.

—¡Por ti,
Espanto,
único y fiel compañero de mi corazón!

Espanto
no estaba para simbolismos grandilocuentes y bostezó sin demostrar el menor interés. Bebí. Desde el lavabo me llegaba el sonido de la maquinilla eléctrica de Garzón. Sin las insistentes dudas y preguntas mentales sobre el caso de los perros, aquel hubiera sido un momento de calma total.

A las nueve en punto se presentó Ángela acompañada de
Nelly.
La voluminosa perra se acercó a
Espanto
y ambos se olieron y estudiaron. Luego movieron el rabo, no había que temer ningún altercado. Ángela estaba guapa, más que eso, estaba bellísima. Un sencillo vestido negro con amplio cuello blanco enmarcaba la serenidad de su rostro. El pelo recogido en la nuca dejaba ver la grisura plateada de las sienes. Sobre el escote le caía el infamante colgante de Garzón, idéntico al de Valentina. Lo odié por eso. Miré a nuestros perros.

—Espanto
se lleva muy bien con tu perra, a ella no le tiene miedo como a... —rectifiqué sobre la marcha— como a los otros perros grandes.

¿Es posible meter la pata justo cuando deseas fervientemente no hacerlo? Ella me miró con amargura y dijo:

—Los perros de defensa intimidan mucho, sobre todo en un pequeño apartamento como éste.

¡Dios, lo sabía, sabía que Valentina había estado allí con su rotweiler, o al menos lo sospechaba! Sólo esperaba que al menos no se lo hubiera contado el bestia de Garzón quedándose después tan fresco. Me invadió una nueva corriente de solidaridad hacia la librera, y cuando entró mi colega, repeinado y pimpante como un niño a la hora de la merienda, le hubiera estallado el vaso de whisky en el cráneo.

—¡Ya era hora, Garzón! Ángela hace un buen rato que está aquí.

Me miró sin entender nada, se acercó a la dama y, en el mejor estilo versallesco, le cogió la mano y se la besó brevemente. Ella sonrió, pareció relajarse.

Dos minutos más tarde llegó Juan Monturiol. El subinspector lo recibió con cordiales golpeteos en los omóplatos y comentarios jocosos sobre la necesidad táctica de contar con otro hombre en la reunión. No me hizo ninguna gracia. Afortunadamente la visión del hermosísimo veterinario logró devolverme la benevolencia. ¿Cómo podían exhibirse aquellos ojazos verdes y aparentar normalidad? Me embargó un sentimiento de orgullo por ser la depositaría pasajera de semejante belleza.

Fue una velada agradable, de conversación moderada y fluida como siempre que Ángela se encontraba entre nosotros; pero, a pesar de las buenas formas, flotaba en el ambiente un cierto enrarecimiento. La librera lanzaba de vez en cuando alguna puya dirigida al subinspector en forma de alusión al futuro incierto, a la soledad o a la incapacidad de los hombres para comprender el corazón femenino. En esos momentos Juan bajaba los ojos sintiéndose cómplice, yo descargaba un pensamiento iracundo contra Garzón y Ángela se mostraba triste. El único que parecía seguir tan campante era el propio Garzón, que las encajaba sin darse públicamente por enterado. ¡Joder con el poli provinciano, no sé cómo no me había dado cuenta antes de que era un sátrapa, un rompecorazones, un casanova! Sin duda había desarrollado la tendencia al exceso que muestran las personas largamente privadas de algo. Ayunadores habituales que de pronto sucumben a la gula más extrema, puritanos convertidos sin transición en ciudadanos de Sodoma. Mal asunto para él, mal asunto para todos.

Tras los postres nos sentamos a tomar una copa en el sofá y el malestar difuso que había capeado sobre toda la cena se concretó en algunos carraspeos innecesarios. Ángela decidió romper el silencio.

—¿Cómo va el asunto de los perros?

—¡En pleno meollo! —respondió Garzón.

Yo lo miré con severo escepticismo y rectifiqué.

—Digamos únicamente que no está parado. Acaban de pasarme una estadística completa y un mapa hecho por ordenador donde se indica la localización de los perros desaparecidos.

—¡Qué curioso! ¿Crees que podría verla?

Garzón fue a traérsela y ella se quedó mirándola con interés.

—Parece que los perros se han convertido en protagonistas de buenos negocios turbios —comentó.

—Como todo lo que se compra y se vende.

Garzón se había levantado y volvió al instante portando la radio. Pedí a Dios que no se organizara una nueva sesión de baile. Dios me escuchó, porque mi compañero buscó una música suave y volvió a sentarse. Miró soñadoramente a Ángela, que seguía absorta en la lista. De pronto ésta levantó los ojos y se dirigió a Juan Monturiol.

—¿Has visto qué curioso? Mira las razas: snauzer gigante, pastor alemán, pastor de Brie, rotweiler, bóxer, dóberman...

—Sí, todos son perros de defensa.

—Son las razas que más se repiten en la lista, con gran diferencia sobre las de guarda, caza o compañía.

Dejé mi copa sobre la mesa, me incorporé en el asiento.

—¿Cómo interpretas eso, Ángela?

Agitó la cabeza de un lado a otro, algo azarada.

—No sé, no pretendía dar ninguna interpretación, sólo me resultó llamativo.

—¿Es más caro un perro de defensa, más vendible quizás?

Ambos expertos caninos intercambiaron una interrogación con la mirada.

—Puede ser, ahora están de moda.

—¿Le das algún significado a eso? —volví a preguntarle. Se aturulló como una niña a la que exigen demasiadas explicaciones tras una ocurrencia.

—¡Sólo hablaba por hablar!

—Lo sé, pero después de tu brillante intervención en lo de la peluquería canina...

Se rió, halagada, lanzando miradas coquetas a Garzón. Él no parecía interesado en el asunto de los perros; cuando estaba en compañía de sus «chicas» el trabajo le venía grande. Probablemente pasaba por un proceso de dejación de sus responsabilidades y yo me daba cuenta. Poco podía hacer sin embargo; no era por lo visto el momento idóneo para la pasión investigadora. Quizás era yo misma quien extendía en exceso el deber hacia mi vida personal; de hecho ni siquiera me había percatado de que la velada estaba agotándose, y de que Monturiol me miraba con ojos inquisitivos. Sí, se imponía una retirada, Ángela y Garzón estaban ausentes y acaramelados. Nos despidieron en la puerta entre agradecimientos y promesas de volver a vernos pronto.

Juan y yo caminamos por la calle oscura hasta el coche.
Espanto
nos seguía.

—Todo es extraño, ¿verdad? —le dije a Monturiol. Me observó sin entenderme—. Quiero decir mi relación con el subinspector, sus amoríos con Ángela y Valentina, nuestro propio ligue.

Dio un respingo al oír eso.

—¿Te molesta la palabra «ligue»?, podemos llamarlo de cualquier otra manera: enganche,
flirt,
flechazo...

—Preferiría dejarlo sin nombre.

Comprendí que podíamos volver a caer en dificultades pasadas. Lo cogí por un brazo vapuleándolo un poco.

—Tienes razón, las palabras todo lo matan. ¿Adónde vamos, a tu casa o a la mía?

—Donde tú quieras.

—Me es indiferente.

Sonrió y sonreí. Una batalla evitada. En el fondo era agradable dejarse la armadura olvidada de vez en cuando.

7

Garzón y yo nos reunimos el lunes a primera hora en comisaría. Ambos lucíamos unas ojeras dignas de Iván el Terrible. Demasiadas inauguraciones, demasiado amor físico. Yo me había jurado que, excepto en lo tocante al amor físico, no volvería a prestarme a más celebraciones solemnes. No estaba el horno para bollos. Llevábamos un retraso eclesiástico en la investigación y, en vez de concentrarnos o siquiera descansar, no se nos ocurría otra cosa que enzarzarnos en un programa de fiestas patronales. Antes de salir hacia la peluquería canina tomamos un par de tazas de café tan cargado como un tren en la India. Garzón se hundió en la suya dándose un baño salvador. Sondeé hasta qué punto podía contar con él.

—¿Se encuentra en condiciones de trabajar?

Agitó la cabeza al modo de un perro mojado.

—Estoy como una rosa —dijo, y yo lo miré pensando en esas rosas que languidecen durante lustros prensadas en las páginas de un libro.

—¿Tenemos la orden de registro?

Echó mano al bolsillo de su americana y le dio unos golpecitos con la palma.

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