Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Trataba con perros —dijo.
Garzón no le dio tiempo a continuar, aulló:
—¿Perros? ¿Pero es que te has creído que somos imbéciles? ¿Cómo se come eso de que trataba con perros?
—¡Les estoy diciendo la verdad, es lo único que sé!, proporcionaba perros a la gente.
Antes de que mi compañero volviera a echarse sobre él, le hice un gesto para que se aplacara.
—¿Quieres decir que los vendía?
—Sí, supongo que sí.
—¿Y de dónde los sacaba?
—Nunca me dijo nada, de verdad, era muy reservado, hasta cuando había bebido dos copas era muy reservado. Sólo sé que me decía: «Esta semana tengo que entregar un par de perros», eso es todo.
—¿Crees que eran robados?
—Sí, eso pensé siempre, pero nunca se me hubiera ocurrido preguntárselo, tenía mala hostia.
Permanecí un momento en silencio. Garzón aún estaba jadeante después de sus arrebatos de fiereza.
—¿Le oíste alguna vez mencionar a quién entregaba esos perros?
Bajó la mirada. Utilicé un tono de voz comprensivo para decir:
—Piénsalo bien, hay un asesinato por medio. Si dices la verdad y sólo bebías un trago con él de vez en cuando, es necesario que confieses todo lo que sepas. Si te guardas algo, después tontamente, eso puede inculparte.
Asintió a golpes de cabeza cortos y razonables.
—Una vez me dijo que llevaba los perros al Clínico para un amigo suyo catedrático.
—¿A la facultad de Medicina?
—Sí.
—¿Para experimentación?
—No lo sé.
—¿Es todo lo que sabes?
—¡Lo juro por Dios! A mí siempre me hizo gracia que se dedicara a los perros, alguna vez le pregunté, pero no decía nada de sí mismo, nada.
Garzón volvió a intervenir:
—¡Pues claro que te hacía gracia, como que eso de los perros es un cachondeo! ¡Vaya un oficio!
Por primera vez aquel hombrecillo atemorizado contestó con desafío y orgullo.
—Cada uno se busca la vida como puede, no sé por qué le parece tan extraño, yo hago palomas, él conseguía perros, en esta vida no todos podemos ser notarios.
Curioso, que la mitificación profesional de aquel lumpen fueran los notarios. Podían haber sido los banqueros, los industriales, pero no, eran los notarios.
—¿Tienes alguna idea de quién ha podido matarlo?
—Les aseguro que no.
—Está bien —susurré.
Lo mandamos a su casa acompañado de un par de agentes para que la registraran. Nos dijo que no necesitábamos orden judicial, estaba deseoso por que comprobáramos su inocencia. Garzón se veía como un actor shakesperiano después de representar Otelo, exhausto y excitado. El hambre ciega que debía de sentir le había ayudado a ser temible.
—¿Cree usted ese rollo de los perros? —preguntó.
—No tengo más remedio que creerlo. Que investiguen sus antecedentes. Póngale un poli tras los talones durante al menos una semana. Y que nuestro hombre siga otra semana en el bar Las Fuentes, vigilando los contactos y llamadas del dueño. Mañana vaya usted personalmente y hable con él para ver si confirma la historia de este tío sobre las charlas de fútbol con Lucena. Si sigue sin querer cooperar, dígale que sabemos que conocía a Lucena y nos lo ha ocultado, que podemos implicarle legalmente en el caso.
—Sí, inspectora. Supongo que hoy ya es demasiado tarde para ir a la Facultad de Medicina.
—Iremos mañana.
—Entonces ya hemos acabado por hoy.
—No, aún tenemos una visita que hacer.
—Disculpe, inspectora, pero son las siete de la tarde y yo, la verdad, llevo sin comer nada desde el desayuno y...
—Lo siento, Fermín, no voy a explicarle a usted lo que son los gajes del oficio... una visita más y le dejo libre.
Antes de entrar en el coche se acercó hasta un bar y compró una bolsa de patatas fritas.
Espanto
nos esperaba sin muestras de impaciencia, pero cuando avistó las patatas del subinspector se puso frenético.
Nos movíamos a través del tráfico denso de la ciudad entre los gañidos del perro y los estallidos de las patatas en la boca del subinspector. Mis nervios estaban tensos como pompas de jabón. Al final, exploté:
—¡Oh, vamos, Fermín, déle una condenada patata a ese jodido perro antes de que consiga volverme loca!
El subinspector, como un niño gruñón y cicatero, pasó una única patata bastante pequeña hacia el asiento de atrás. Recuerdo haber pensado que jamás, en todos los días de mi vida, había tenido que ser testigo de una situación más estrafalaria.
Por fortuna, ya sólo la entrada en Bestiarium resultaba sosegante. Era una librería ordenada, acogedora, enmoquetada en tonos pálidos y con una suave música de jazz que llenaba el ambiente. Ángela Chamorro nos recibió con una sonrisa. Rondaba la cincuentena, tenía bonitos ojos color avellana e iba vestida con el mismo gusto discreto y tranquilizador que había utilizado para decorar su tienda. Llevaba el pelo entrecano recogido en un frondoso moño tras la nuca. Cuando le dije que íbamos de parte de Juan Monturiol hizo comentarios elogiosos sobre él, y cuando añadí que éramos policías quedó fascinada. Miró su reloj:
—Sólo falta un ratito para las ocho, así que cerraré la tienda y podremos hablar más tranquilos; a estas horas ya no suele venir casi nadie.
Nos hizo pasar a una pequeña trastienda llena de cajas con libros. Sobre una mesa camilla reposaba un servicio de té usado, y en el suelo dormitaba, filosófico, un enorme perro peludo. Hice un gesto de sorpresa al verlo.
—No se asusten, por favor, ésta es
Nelly,
mi perra, un hermoso ejemplar de mastín del Pirineo completamente inofensivo. Siéntense. —Acarició el lomo del animal con infinita delicadeza. Éste suspiró—. Ustedes dirán, aunque les advierto que quizás no sepa contestar a las preguntas que quieren hacerme.
—Juan dice que es usted la mejor experta en perros del país.
Sonrió, ligeramente sofocada.
—Espero que no le hayan creído.
Tenía clase, era además inteligente y rápida; enseguida entendió los matices de la historia de
Espanto
en el Carmelo. Se quedó pensando un momento tras oírla, luego preguntó:
—¿Mostraba su perro una actitud de interés cuando lo conducía por las calles?
—¿Interés?
—¿Llevaba la nariz pegada al suelo, sin distraerse para oler otras cosas, sin detenerse?
—Me temo que no, lo olisqueaba todo, especialmente al principio, luego fue concentrándose más.
—¿A qué distancia estaban de ese campo de entrenamiento cuando comenzó a concentrarse?
—Calculo que, más o menos, a unos cuatrocientos o quinientos metros.
—¿Había alguna perra en celo entre los animales reunidos allí?
—No lo sé, es probable que sí. Podemos enterarnos si es preciso.
—Verán, si el perro se hubiera guiado por la memoria, es porque ese lugar, por algún motivo, resultaba agradable para él. Quizás su dueño lo llevara allí de paseo, quizás allí le daban alguna golosina. Jamás los habría conducido a un sitio donde hubiera vivido una experiencia negativa, aunque fuera una única vez. Si por el contrario, siguió un rastro concreto ese día, tuvo que ser algo muy atrayente, una perra en celo, por ejemplo. Quinientos metros es una distancia considerable, casi la máxima en la que el olfato de un perro es efectivo. También hay que contar con las condiciones atmosféricas, que son una variable muy determinante. ¿Hacía viento ese día?
Garzón y yo nos miramos, cazados en nuestra ignorancia.
—¿Usted lo recuerda, subinspector?
—Ni idea.
—Bien, en fin, eso no es tan grave. Digamos que, por sí mismo, un grupo de perros no constituye motivo suficiente como para atraer la atención olfativa. Claro que podía haber, como les he dicho, una perra en celo, o quizás comida de la que emplean los entrenadores como recompensa para los perros que ejecutan bien las maniobras.
—La entrenadora se llama Valentina Cortés.
—Tiene fama de ser muy buena.
—¿La conoce?
—No personalmente, pero en este mundo del perro todos acabamos sabiendo de los demás.
—En definitiva, que no es significativo que
Espanto
nos llevara hasta allí. Quizás no había estado nunca antes.
—Entérense de lo de la perra en celo, es un dato importante.
Garzón sacó una libretita y apuntó.
—Hay otra pregunta que quiero hacerle, Ángela, y, por lo que veo, es usted la persona indicada para contestar cualquier cosa sobre perros.
—¡Oh, no diga eso! —Estaba encantada con mis palabras.
—Se trata de los perros utilizados en la Facultad de Medicina. ¿Para qué los quieren y de dónde suelen sacarlos?
—Bueno, supongo que los necesitan para investigación. La raza ideal para la investigación médica es el beagle, un simpático perro inglés de tamaño mediano cuyo cometido genérico es la caza. El beagle caza faisanes, liebres... pero incluso le han enseñado a cazar ¡peces! Luego se descubrió la similitud de algunos de sus tejidos orgánicos con los humanos, y empezó a usarse en todas las facultades de Medicina del mundo. Suelen tener sus propios criaderos y establos.
—¿No necesitan ser abastecidos de modo irregular, por ejemplo, con perros robados?
—En fin, lo del tipo de los bajos fondos que vende perros, ¡o cadáveres!, a la Facultad yo diría que pertenece a otros tiempos, aunque ¿quién sabe? Otra cosa son los laboratorios privados, las firmas de cosmética, en eso hay mucha opacidad. Ustedes ya saben que existe un fuerte rechazo social a la vivisección. El resultado es que cierran sus puertas a cal y canto, nadie sabe qué perros utilizan, de dónde los sacan o cómo lo hacen. No se arriesgan a una mala propaganda. Poco tienen que hacer en ese mundo las sociedades protectoras de animales.
Su limpia mirada se perdió en el aire.
—¿Creen que lo que les he dicho puede servirles para sus indagaciones?
Estaba encantada de colaborar.
—¡Naturalmente que nos ha servido!
—Aunque debo advertirles que, tratándose de perros, no hay nada seguro, nada definitivo. Los perros no son máquinas, son seres vivos, tienen reacciones imprevistas, sentimientos, personalidad propia, tienen incluso... bueno, estoy convencida de que incluso tienen alma.
Nos miró, arrobada por la mística de su propio discurso.
—Yo... —abrió la boca Garzón por primera vez en toda la entrevista. Ella le escuchó, atenta.
—Dígame.
—Disculpe, pero me pregunto si podría comerme una de esas galletitas. —Señaló el plato a medio consumir que había junto a la taza de té vacía.
Ella quedó descolocada, y luego soltó una carcajada feliz:
—¡Querido amigo, discúlpeme usted a mí! Enseguida voy a prepararles un té, ni siquiera se me había ocurrido.
Garzón se despepitaba en explicaciones tardías:
—Es que no he comido en todo el día por cuestiones del servicio y empiezo a sentir una debilidad...
Ella se compadecía preparando té desde la cocinilla adosada:
—Me imagino que andar todo el día de pesquisas debe de ser muy cansado, ¡y peligroso!
Miré a Garzón y le dediqué un cabeceo reprobatorio como se hace con un niño imprudente. Se encogió de hombros, frívolo, dejándose querer. La perra peluda nos miraba.
Salimos de la librería pasadas las diez de la noche. Habíamos comido galletas y bebido té; supimos que Ángela era viuda de un veterinario, que su tienda funcionaba a las mil maravillas y que adoraba a los perros. A este respecto y, una vez roto el hielo y recobrado el humor tras el tentempié, Garzón se dedicó a contarle las curiosas costumbres que había en su lejano pueblo de Salamanca con los perros de la trashumancia. Ella le escuchó embelesada, como si aquellos chuchos esteparios fueran el tema de conversación más interesante que había tratado jamás.
Llegué a casa rendida, confusa.
Espanto
corrió hacia su comida y se lanzó a comer como un poseso. Definitivamente, aquel can era el
alter ego
de Garzón. Tiré mi abrigo sobre el sofá y le di a la tecla del contestador automático:
—«Petra, soy Juan Monturiol. He estado esperando a que me recogieras, pero ya son las ocho y media. Me voy a casa. Supongo que cuando uno queda citado con una policía, estas cosas pueden pasar. Espero que, al menos, hayas encontrado al terrible asesino en serie de las películas americanas.»
«¡Coño!», susurré, y luego fui elevando la intensidad del taco hasta la blasfemia. Me había olvidado por completo. ¿Hasta qué punto de idiocia estaba llevándome el trabajo? ¿A qué jugaba, a ser una detective de novela? ¿Qué prisa tenía por descubrir al asesino? No iba a ser menos asesino por unas horas más en libertad. Me había perdido una sonrisa cautivadora, un torso de estibador, ¡un auténtico culo griego! Y lo peor era que Juan Monturiol iba a interpretar mi plantón como una cabezonada, una cuestión de principios en cuanto a «quién lleva la iniciativa». Justo lo que no debía interpretar, primero porque era verdad que yo podía pensar esas cosas, y segundo porque aquello complicaría innecesariamente la relación y dilataría el proceso de encamamiento. Me acometió un ciclópeo mal humor.
Espanto
había acabado de comer y se acercó a mí moviendo la cola.
—¡Largo de aquí, chucho asqueroso! —solté con un gesto de rechazo. Se quedó mirándome sin comprender, los ojillos negros fijos en mí—. Está bien, ven conmigo —le dije luego, compadecida de su desconcierto. Me senté y él se colocó sobre mi regazo, esponjado y feliz. Creo que fui yo quien se durmió primero.
Encontramos a don Arturo Castillo, catedrático de Farmacología de la Universidad de Barcelona, tomándose un carajillo en la cantina de la Facultad. Llevaba bata blanca, grandes gafas de concha y varios bolígrafos aflorando por su bolsillo superior. Se reía a mandíbula batiente con uno de sus colaboradores cuando lo interpelamos. Reaccionó como si se hubiera pasado toda la vida recibiendo polizontes e invitándolos a desayunar. Porque eso fue lo que hizo, ofrecernos un café y contarnos cómo en aquel bar confluían estudiantes, enfermos del Clínico y las más variadas ramas de la docencia médica. Era un individuo extravertido y cordial que probablemente escapaba de la soledad de sus investigaciones charlando algún rato en aquel ruidoso punto de encuentro. Le pedimos que nos llevara a un lugar más discreto y nos metió en su despacho. Seguía sin mostrar curiosidad por saber lo que queríamos de él. Cuando fui al grano preguntando si conocía a Ignacio Lucena Pastor no dio señales de asentimiento.