Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Fermín —dije.
—Hola, inspectora —respondió con voz completamente opaca.
—El forense dice que murió a las dos de la mañana, y ha confirmado que son dentelladas de perro. Ahora se la llevarán para hacerle la autopsia —terció Sánchez.
—Su perra no la mató —afirmó muy bajo Garzón—. Inspector Sánchez, sospecho que se trata de un asesinato. ¿Puede usted ordenar un registro exhaustivo?
Sánchez lo miró con una sombra de duda, acto seguido contestó:
—Naturalmente. Ahora mismo digo que lo registren todo otra vez, que tomen huellas y muestras de tejido de alfombras y cortinas. Sacrificaremos al perro y mandaré que le inspeccionen los dientes, que busquen restos de sangre.
—No es necesario que lo sacrifiquen, yo lo sacaré de la caseta.
—Le será imposible, Fermín.
Garzón no contestó. Se dirigió hacia la caseta. Al verlo, el animal empezó a gruñir. El subinspector no se detuvo. Todos cuantos estábamos allí quedamos en suspenso, las miradas se centraron en él. Se agachó frente a la pequeña puerta, alargó una mano abierta hacia su interior y dijo quedamente:
—Ven,
Morgana,
ven.
La perra salió de su escondrijo casi gateando y buscó protección bajo las piernas de mi compañero. Éste empezó a acariciarla en silencio. No se movían, y nadie se atrevía a interrumpirlos. Me acerqué.
—Fermín, tienen que llevarse a la perra, van a analizarle los dientes.
—Dígales que no la sacrifiquen, buscaremos a alguien que se quede con ella.
—Está bien, no se preocupe, se lo diré.
Tomó a la perra del collar, la desató y ésta lo siguió mansamente hasta la furgoneta. El forense le inyectó un calmante y se la llevaron.
Garzón se quedó mirando cómo se alejaba el vehículo. Tenía que arrastrarlo fuera de allí aunque sólo fuera unos minutos. De ninguna manera debía presenciar el traslado del cadáver.
—Vámonos a tomar un café, subinspector.
—¿Un café? —preguntó como si hubiera olvidado el significado de la palabra.
—Sí, sólo será un ratito, vámonos.
—¿Y el registro?
—El inspector Sánchez queda al cuidado; descuide, ya ha oído que lo harán exhaustivo.
Lo empujé con suavidad pero firmemente. Entramos en un barucho lleno de estrepitosos trabajadores que desayunaban.
—¿Lo quiere con leche, Fermín?
Asintió distraído y ausente.
Bebíamos el café en silencio. Yo oía las bromas que los obreros se gastaban entre sí, la narración neutra de las noticias radiofónicas sumándose al jaleo, el sonsonete de la máquina tragaperras incitando a jugar desde un rincón. La rutina alegre de una mañana normal. Nunca he tenido dotes para lo heroico ni lo emotivo. No se me dan bien los pésames, ni los consuelos, ni las frases de ánimo. No hay nada que decir frente a la adversidad; puede que todo en la vida llegue a tener solución, pero hay algo inicuo en recordarle eso a alguien que está sufriendo. Todo lo que se me ocurrió hacer fue proponerle a Garzón:
—¿Nos tomamos una copa, subinspector?
Aceptó, y en cuanto la tuvo en la mano, se la bebió de un trago. Luego dijo:
—A Valentina la ha matado su amante.
—¿Con un perro?
—La ha matado su amante —repitió.
—¿Qué sabe usted de ese amante, Fermín?
—Nada, tiene huevos la cosa, nada. Nunca quise preguntarle, ni ella me habló. —Se quedó un segundo abstraído y añadió—: Vámonos, quiero ver cómo marcha ese registro.
Bien, el flanco profesional era un buen camino para poder afrontar la realidad. De regreso a la casa comprobé que ya se habían llevado el cadáver. Sánchez nos encaró enseguida.
—Hemos encontrado algo en la caseta del perro —dijo—. ¡Figueredo, tráigame la prueba!
—Es que ya la hemos llevado al coche, inspector.
—¿Y quién les manda... ? ¡Tráigame la prueba, cojones! —Mientras el guardia se alejaba, Sánchez se volvió hacia mí y comentó con aire conspicuo—: Cualquier día va a haber que pedirles las cosas por favor.
Cuando regresó Figueredo, llevaba una libreta en las manos. Garzón casi se la arrebató y empezó a hojearla nerviosamente. Un rictus de dolor le cruzó la cara, después me la tendió. Era la tercera libreta contable de Lucena. Sin duda alguna, su letra, sus números y, esta vez sí, una contabilidad de cifras elevadas que podían coincidir con su dinero escondido en el zulo.
—¿Dónde estaba? —pregunté.
—Dentro de una grieta profunda que hay en la pared interior de la caseta. Buen escondite, ¿verdad?, nadie hubiera tenido pelotas para meterse ahí. ¿Os dice algo esta libreta?
—Sí, Sánchez, me temo que vamos a tener que indicarle al comisario que nos hacemos cargo de esto; creo que entra dentro del caso que estamos llevando.
—Pues no sabes cuánto me alegro, este asunto pinta mal.
Garzón estaba serio como un enterrador. Cuando nos metimos en mi coche siguió un amplio intervalo de silencio. Luego, oí cómo su voz estallaba con violencia:
—¡Está bien, Petra, dígalo ya, puede decirlo cuando quiera! Valentina estaba conchabada con los asesinos de Lucena, quizás fue ella misma quien lo asesinó. Por eso congenió conmigo desde el principio, para sacarme información, para saber lo que íbamos descubriendo y pasárselo a sus cómplices. ¿Por qué no lo dice?, ¡dígalo ya!, ¡diga que soy un imbécil!
Había chillado.
—Serénese, Garzón, y no anticipe acontecimientos. Si quiere hablaremos de eso, pero con tranquilidad, cuando lleguemos a mi despacho.
—Perdóneme, pero me parece estar en una pesadilla.
—Tranquilícese, es inútil lamentarse. Investigaremos y veremos qué ha sucedido.
Una vez en comisaría ocupé mi asiento, Garzón se dejó caer pesadamente en una silla. Ojeé de nuevo la libreta. No había ninguna duda, era la tercera libreta de Lucena. Cogí el teléfono y llamé a Juan Monturiol.
—¿Juan? Tengo que pedirte un nuevo favor. No es algo agradable. Se trata de asistir a una autopsia. Hay unos mordiscos de perro que quiero que veas. Sí, quedaremos más tarde, te llamaré.
Una especie de fuerza me había acometido. El final estaba cerca. Ni siquiera entreveía cuál era, pero estaba allí, al alcance por fin. Me encaré con Garzón.
—Vayamos por partes, subinspector. Es obvio que desde que la encontramos en su campo de entrenamiento, y ahora pienso que
Espanto
sí nos guió al sitio correcto, Valentina forzó las cosas para que surgiera una amistad entre ustedes. Esa amistad le sirvió para filtrar informes a sus cómplices de por dónde iban nuestras investigaciones; así podían estar tranquilos. Pero hay dos cosas que puede dar por ciertas: primero, que Valentina no asesinó a Lucena, y segundo, que sí pensaba casarse con usted.
—¿Cómo puede estar segura?
—Piense un poco, no se deje llevar por el desánimo o el rencor. El tener esa libreta en su poder acusa a Valentina, cierto, ella estaba implicada en lo que Lucena hacía; pero al mismo tiempo la exculpa. ¿Por qué cree que conservaba esa libreta en un lugar tan seguro?
—Porque era una prueba en su contra.
—En ese caso hubiera sido mucho más seguro destruirla. No, Valentina se hizo con esa libreta al morir Lucena y evidentemente estaba utilizándola como elemento intimidatorio contra alguien. Lo más probable es que su cómplice sea ese alguien y, por tanto, el responsable de la muerte de Lucena.
Quedó mudo un momento, pensando. Proseguí con mi explicación que yo misma iba entendiendo mejor al expresarla con tanta contundencia.
—Quizás esa libreta le haya costado la vida a Valentina. Lo más probable es que cuando decidió casarse con usted, y eso demuestra que sí lo decidió, quisiera deshacer definitivamente la sociedad con sus compinches y éstos no la dejaran. Miedo a la delación, miedo a la confidencia marital, ¡imagínese, ella pasaría a ser la mismísima mujer de un policía! Hubo amenazas, ella contraatacó mencionando la libreta, se la exigieron, ella se negó a entregarla porque era su garantía de futuro... en fin, al final le azuzaron a un perro entrenado y ese perro la mató. Buscaron la libreta sin hallarla y, después, arreglaron de nuevo la casa e intentaron hacer pasar el asesinato por un accidente con
Morgana.
—¡Dios, es toda una hipótesis!
—Es pura lógica. ¿Sabe usted si el amante de Valentina podría encontrarse entre sus cómplices? ¿Le comentó si estaba también metido en el mundo del perro?
—Ya se lo he dicho, no sé nada de ese tipo; ahora dudo de que exista siquiera.
—¿Tenía familia Valentina?
—Siempre me dijo que estaba sola en el mundo.
—¿Amigos?
—No lo sé.
—Pues investíguelo inmediatamente.
—Quisiera que me asignara un cometido más de primera línea.
—Usted hará lo que le manden, Garzón, y no personalizará este trabajo porque, de lo contrario, tendré que pedirle al comisario que lo aparte del caso.
—A sus órdenes —dijo, y salió con el ceño fruncido, enfurruñado. Eso me tranquilizó un poco, era su primer signo de normalidad en las últimas horas.
Para Juan Monturiol asistir a aquella autopsia debía de ser una faena; sin embargo, estaba tan fuertemente atraído por los misterios de nuestro caso que olvidó sus reparos y demostró gran entereza. Yo, naturalmente, esperé los resultados en el pasillo. Nadie hubiera podido convencerme para que entrara a la sala. Se me aflojaron los músculos en cuanto me senté, pero aún me dolían las cervicales. Todo aquello parecía una gran locura. Nuestro acercamiento a la solución del caso había constituido al mismo tiempo una lejanía progresiva.
Espanto
nos había dado la clave, o parte de ella, desde el primer momento. Ahora estaba claro. Su oreja mordida. Recordé la reacción del perro al ponerse el primer día frente a Valentina, pero ella había sido rápida e inteligente y tomó una decisión valerosa. Estuvimos todo el tiempo actuando ante sus ojos, ella sabía si nos acercábamos peligrosamente al meollo de la cuestión, o si permanecíamos a una distancia segura. El subinspector fue una presa fácil, el pequeño donjuán, el cazador cazado. La catarata de preguntas se precipitaba tras ese descubrimiento excediendo el caso, centrándose en la historia amorosa. ¿En algún momento Valentina se había enamorado realmente de mi compañero? ¿Pensaba casarse de verdad? El estaba ofreciéndole la oportunidad de cumplir rápidamente su sueño de una casa en el campo, y además ella había llegado a descubrir su bondad y se sintió cautivada. Era preciso dar por buena aquella conjetura, por la lógica de la investigación, para el consuelo de Garzón. Suponía que en su mente estarían resonando los mismos interrogantes, aunque acompañados de dolorosa incertidumbre.
Cuando Monturiol y el forense salieron de la sala, yo había dejado de pensar en el caso; la terrible realidad de la muerte de Valentina estaba trabajándome el estómago. Verle la cara a Juan no contribuyó a apaciguarme. Venía blanco, con los ojos desencajados y los dientes prietos. Hay aún una pequeña diferencia entre animales y hombres destripados. O todo es cuestión de acostumbrarse, puesto que el forense estaba tan fresco.
—Un caso muy claro —dijo—. Efectivamente murió más o menos a las dos de la madrugada. He contado en su cuerpo hasta veinticinco dentelladas de perro. Una de ellas le seccionó la yugular. Es probable que el ataque se produjera en el interior de la casa y no en el patio porque, al caer, debió de golpearse con una arista, quizás de una mesa; tenía un golpe inciso en el costado. Supongo que la arrastraron y la dejaron fuera. ¿Estaba la puerta abierta?
—Sí. Y la muerta no vestía camisón. Debió de estar esperando una visita.
—Yo, en eso, ya no puedo entrar ni salir; tampoco en las deducciones zoológicas, que he dejado para este buen compañero. No lo ha pasado muy bien ahí dentro, ¿verdad? —Palmeó la espalda de Juan, riendo—. Me marcho, tengo otra autopsia. Esta tarde te paso el informe escrito, Petra.
Se largó dejando en el aire un fuerte olor a desinfectante.
—He vomitado —confesó Monturiol en cuanto estuvimos solos.
—Lo lamento, Juan, de verdad.
—Me siento como un pardillo.
—¿No has podido sacar conclusiones?
—Sí, sólo faltaría. He tomado notas. Tengo la medida de los mordiscos, he hecho croquis. Ahora hay que trabajar sobre eso en mi despacho.
—Podemos dejarlo para mañana.
—No, creo que me encuentro mejor.
—¿Estás seguro?
—Te lo diré cuando hayamos salido de este sitio tan fúnebre.
Era extraordinariamente hábil con el ordenador, una virtud más. Durante varias horas, en un trabajo de dibujo minucioso y perfecto, fue trazando el perfil exacto de las mordeduras en la pantalla basándose en sus apuntes de urgencia. Después, partiendo de esa huella ya delimitada por entero, perfiló la mandíbula completa que podía haberla producido. Yo esperé derrengada en un sillón, sintiendo un cansancio cada vez más profundo que me llevó hasta el sueño. Me despertó a una hora que ni siquiera pude calcular.
—Creo que ya tengo las cosas claras.
Me puse a su lado despejándome de golpe.
—Por supuesto no ha sido
Morgana
quien le mordió. Se trata de un perro de talla más pequeña que el rotweiler, pero incluso de más fortaleza, los mordiscos son profundos, precisos, sin desgarramiento, de un solo apretón intenso. Un perro adiestrado para hacer eso, no se cansó en el ataque, no cejó en su fuerza, todas las marcas tienen parecida intensidad.
—¿Puede ser una de las razas que seleccionamos el otro día a partir de los pelos?
—Eso es lo que vamos a ver.
Se sentó frente a mí, cogió papel y lápiz.
—Veamos. El bóxer queda automáticamente descartado. Su boca tiene lo que llamamos prognatismo inferior. Es decir, la mandíbula de abajo está más adelantada que la de arriba. Eso propiciaría una mordedura de forma característica que las de Valentina no tienen. —Hizo una raya tachando el nombre—. Descartado también el dogo alemán. Su enorme boca daría un mordisco mucho mayor.
—En ese caso sólo nos quedan el pastor alemán y el stadforshire bull terrier. Entre las mordeduras de ambos sí es imposible distinguir.
—¡Cojonudo, Juan, es un paso importante! Voy a comunicárselo a Garzón.
En comisaría me dijeron que Garzón ya se había marchado, así que, algo inquieta, lo llamé a su casa. Allí estaba, mortecino como una vieja bombilla. Le conté las deducciones de Juan y sólo contestó con monosílabos. Al final de mi relato ni pidió detalles ni hizo comentarios.