Día de perros (17 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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Corrí hasta el aparato. Pulsé la tecla de reproducción y le hice una señal a Garzón para que se acercara. Con la respiración contenida empezamos a escuchar los mensajes grabados. Una señora preguntaba por su perro. La compañía de gas. Un hombre pedía informes sobre los servicios de la empresa. El propio Garzón se daba a conocer y dejaba nuestro número. De pronto, un mensaje nos llamó la atención. Era una voz masculina que no se identificaba en ningún momento. Hablaba apresuradamente: «¿Dónde estás, qué ocurre? Han estado por aquí y no les he dicho nada, ¿comprendes? No saben nada, así que eso no es grave. ¿De acuerdo? No llames aún».

Garzón dio un apreciativo silbido barriobajero. Volví la cinta atrás. Oímos de nuevo las equívocas frases.

—¿Tiene alguna idea de quién está hablando, Fermín?

—No, habla en susurros, en algún momento hasta he dudado de que fuera un hombre. Aparte de saber que tiene un cómplice, dudo mucho que esto pueda ayudarnos.

—A no ser que...

—¡No me diga que le suena a alguien conocido!

—¿Sabe qué es un galicismo, subinspector?

—Una palabra francesa.

—¡Exactamente!, una palabra tomada del francés que se emplea traduciéndola al castellano directamente. Una palabra o expresión, como por ejemplo:
«c'est pas grave».
En francés viene a significar algo así como «no tiene importancia», pero mal pasado literalmente a nuestro idioma sería: «eso no es grave». ¿Y sabe usted quién podría meter un galicismo en su vocabulario sin darse cuenta?

—Alguien que hable francés con fre... —Dejó la frase en el aire, chasqueó los dedos—. ¡El peluquero! ¿Quiere que vayamos a detenerle?

—No se me embale, Garzón, ¿con qué pruebas?, ¿con la suposición de un galicismo? Será mejor que pidamos una orden al juez para que el tipo nos enseñe sus cuentas. Si no encontramos nada, al menos se pondrá nervioso. Creo que estamos en el buen camino.

—¿Y si se nos escapa mientras tanto?

—¿Está de broma? Tiene un negocio demasiado bueno como para abandonarlo. Además, podría jurar que su mujer no sabe nada de este asunto.

—Está usted muy inspirada, inspectora.

—Sólo con inspiración no se resuelven los crímenes.

—Sí, pero con inspiración y un buen dominio del francés...

Agustí Puig figuraba en nuestros archivos. Su verdadero nombre era Hilario Escorza y había sido condenado un par de veces a pequeñas penas de cárcel. Estafas de menor cuantía. Trabajando como vendedor de pisos se había embolsado alguna paga y señal. Lo cazaron. Dos años más tarde se colocó como relaciones públicas en una discoteca. La alquilaba para fiestas privadas sin dar noticia al dueño. Nuevo enchironamiento. Un timador de baja categoría, casos como el suyo llenan un buen montón de fichas policiales. Obviamente había decidido esta vez establecerse por su cuenta y prosperar con la historia del rescate canino.

—De acuerdo... —dijo Garzón—, pero no es el perfil de un asesino.

—Deje de pensar en la muerte de Lucena como en algo premeditado. Cada vez estoy más convencida de que se trató de un ajuste entre colegas en el que se les fue la mano con las hostias. Eso le da al caso un matiz completamente distinto. No estamos enfrentándonos a un delincuente capaz de matar, sino a un aficionado que sufrió un, digamos, «accidente».

—El dinero que guardaba Lucena en su zulo no es lo que se le paga a un aficionado.

—Quizás eran aficionados metidos en un asunto de mayor envergadura.

—Entonces, según eso, estamos casi al final del caso.

—Creo que sí.

—Si quiere, podemos ir ahora mismo a revisar las cuentas de Ernesto Pavía; ya tengo la autorización del juez.

—No, no hay prisa. Vamos a dejarle el fin de semana para que mueva ficha por iniciativa propia. ¿Sigue vigilado?

—Sí, pero yo no dejo de temer que se nos escabulla.

—Ni lo piense, los comerciantes auténticos actúan como capitanes de barco ante un naufragio.

—Eso quiere decir que tenemos libre el fin de semana.

—En principio, sí; pero nos mantendremos alerta.

—En relación al fin de semana... había pensado que..., bueno siempre que a usted le venga bien, creo que podríamos hacer la cena de Valentina el sábado y la de Ángela el domingo.

Lo miré irónicamente.

—Eso sí es una buena inauguración de apartamento, ¿eh Fermín?, mucho mejor que la del canal de Suez. ¿No tiene una tercera candidata para el viernes por la noche?

—Me gustaría saber hasta cuándo voy a tener que estar soportando sus tomaduras de pelo.

—Es el precio. Si quiere que le ayude con los preparativos tendrá que aguantar mi fino sentido del humor.

—No quisiera tener que recordarle quién la libró de sus dos ex maridos.

—Los caballeros andantes no pasan factura. Le diré, además, que exijo asistir a sus puñeteras fiestas acompañada de
Espanto.
El pobre se pasa la vida solo en casa o con mi asistenta, que lo considera feo y, por tanto, debe ejercer una mala influencia psicológica sobre él. De hecho creo que, a estas alturas, debe ya tener el ego perruno hecho unos zorros.

—Es usted la hostia, Petra.

—Eso ya me lo ha dicho otras veces.

Aquella misma noche llamé a Juan Monturiol para contarle la inauguración estratégicamente doble de Garzón y su nuevo apartamento. Se partía de risa. Tanto mejor, aquello rompió el hielo. Aceptó acompañarme las dos noches, encantado además, feliz. Yo no estaba segura de si su aquiescencia se debía a que aún sentía algún interés por mí, o si sólo se trataba de la gracia que le hacían Garzón y sus trasnochados ligues juveniles. No era cuestión de ponerse a filosofar sobre ello, vendría.

El sábado a las seis de la tarde, habiendo por fin descansado y disfrutado de una dilatada sesión de aseo personal, mascarillas incluidas, cogí a
Espanto,
también perfectamente acicalado, y me planté en casa de Garzón. Diez minutos después ambos pelábamos patatas como un par de quintos recién incorporados a filas. Mi compañero mostraba una mala traza increíble con el cuchillo, y en más de un momento temí por la integridad de sus gruesos dedos. Encima, como si le sobrara concentración para aquella tarea menor, elucubraba sobre el caso.

—Vamos a recapitular, inspectora. Usted sabe que a mí me hace falta una buena recapitulación de vez en cuando. Entonces, a saber, el peluquero y el rescatador están compinchados. Por todos los indicios parecen colaborar en un asunto sucio relacionado con perros. Pregunta: ¿qué asunto? Respuesta: el robo de perros de raza. Nueva pregunta: ¿qué pito toca Lucena en todo esto? Respuesta: era el ejecutor, es decir, robaba los perros.

—Me está poniendo usted nerviosa con ese interrogatorio al aire. Dése prisa con las patatas, yo ya acabé.

—Descuide, voy lento pero seguro. Y digo yo, si Lucena robaba los perros, entonces ¿qué hacía Rescat Dog? Pues, tal y como su nombre indica, rescatarlos. Eso suena lógico.

—Cláveles varias veces el tenedor a las patatas. Vamos a ponerlas a macerar.

—¿A macerar?, ¡joder, qué invento! Correcto, partamos de esa base. Lucena roba los perros y Puig los recoge, los lleva a un sitio seguro y monta todo el paripé frente a los dueños cobrándoles por un falso rescate. Pero entonces ¿cuál es el papel del peluquero en todo ese proceso?

Me volví hacia él con las manos salpicadas de sangre de cordero y olorosas a ajo.

—¿Tiene whisky, Fermín?

—¿Va a echarle whisky al guisado?

—No, pero podíamos arrearnos un pelotazo. Eso siempre inspira a los cocineros.

Sirvió dos vasos con litúrgico cuidado. Luego volvió a abstraerse, su mente seguía fija en la deducción contemplativa.

—No acabo de entender qué pinta el peluquero en todo este montaje.

Me volví hacia él, abandonando el asado.

—El peluquero es básico. En un primer acercamiento yo diría que tiene dos cometidos: por un lado selecciona entre sus clientes a los perros susceptibles de ser robados, ya sea por la pasta que tienen los dueños o por la facilidad de birlar las presas. Por otro, recomienda a los propietarios que acudan a Rescat Dog para recuperarlos.

A Garzón se le resbaló la patata que tenía en las manos, la cual fue rodando por el suelo hasta que
Espanto
la interceptó para olerla.

—¡Exacto, ése es el funcionamiento de la trama!

—Sin embargo, hay ciertos «peros» en esa trama que podrían cuestionarse. Por ejemplo, resultaría demasiado sospechoso que todos los perros robados pertenecieran al mismo barrio, acabaría sin duda por saberse. Supongo pues que tanto el peluquero como el rescatador tienen contacto con otros colegas que también les proporcionan material. Quizás, subinspector, nos encontremos con una auténtica red delictiva que se extiende por toda la ciudad.

Encendió un cigarrillo con las manos manchadas por el almidón de las patatas.

—Pero ¿qué hace fumando? ¡Totalmente prohibido mientras cocinamos!

—Creí que ya habíamos terminado.

—¿Terminado? Son más de las siete y aún tenemos que arreglar las verduras para la ensalada, preparar la salsa de acompañamiento, cortar la fruta para la macedonia del postre...

—Sigo pensando que todo esto de comer es demasiado complicado.

—Trinche la lechuga en trocitos bien pequeños.

—Su teoría es muy buena, Petra, porque si de verdad estamos frente a una amplia red de estafas que se extiende por toda la ciudad, eso justificaría la gran cantidad de dinero en poder de Lucena.

—¡Naturalmente, se hinchaba a robar perros! Quite las simientes de los tomates.

—¿Y el móvil, el móvil para matarlo?

—El móvil es dinero, sin duda alguna. Nos da igual por el momento saber cuáles fueron las circunstancias. Pongamos que Lucena pedía más porcentaje y amenazó con delatarlos si no se lo daban, o se quedó con alguna cantidad que no le correspondía, o pretendía independizarse poniendo en peligro la seguridad del negocio si lo pescaban, o simplemente metió la mano en la caja de Rescat Dog mientras estaban descuidados. Es completamente indiferente, en cualquier caso quisieron intimidarle o ajustarle las cuentas y se excedieron. Si hubieran querido matarlo desde el principio, le habrían pegado un tiro, o si no hubieran tenido armas de fuego, le habrían arreado un solo golpe certero en la nuca con un bate de béisbol.

Garzón se había quedado mirando fijamente un tomate que sostenía en la mano como Hamlet la calavera.

—Sí, inspectora, sí, es usted lista. Más que lista, inteligente.

—Gracias. Soy como las mujeres sabias de Molière, igual horneo una lubina, que compongo un soneto de amor. Todo menos capturar criminales.

—Ríase, que yo sé lo que me digo.

—Vamos, Garzón, siga con sus labores culinarias. Por cierto, no está fijándose en nada de lo que hacemos, así nunca aprenderá.

—¡Ni hablar!, hoy he aprendido algo muy importante: el lingotazo del cocinero. ¿Cree que está suficientemente inspirada? Vamos a atizarnos otro por si nos falla la musa.

Me eché a reír. ¡Inefable Garzón!, estaba contento como un pajarillo. A sus cincuenta y tantos empezaba algo parecido a una nueva vida: estrenaba apartamento, gozaba de los placeres del amor frívolo y había descubierto que era capaz de valorar las virtudes femeninas en general. Bebí el whisky que me había ofrecido mientras lo observaba pelearse abiertamente con un rábano escurridizo.
Espanto,
instalado en un rinconcillo de la cocina, nos lanzaba de vez en cuando una lánguida mirada y luego suspiraba cerrando los ojos. Pensé que en aquellos suspiros profundos y resignados estaba contenida la opinión que le merecíamos como seres humanos. Ni nos envidiaba ni nos compadecía, se limitaba a vivir junto a nosotros, que es ni más ni menos el único modo posible de mostrar comprensión.

—Inspectora, he pensado que voy a intentar localizar también a aquella secretaria rubia y guapa que estaba en Rescat Dog. Quizás sabe algo. En cualquier caso es un cabo suelto que hemos dejado sin atar.

—Muy bien, hágalo. Aunque dudo que...

—Cherchez la femme!
¿No se dice así?

—Me temo que eso se le dé mejor que a mí.

A las nueve en punto una lozana ensalada reposaba en la nevera y toda la casa se había perfumado con el olor tibio del asado. Garzón y yo íbamos por nuestro cuarto whisky, de modo que nuestra inspiración gastronómica se había elevado hasta un grado byroniano. Él se hallaba ya en disposición de sugerir variaciones imaginativas para la macedonia de frutas, proponiendo que le añadiéramos cosas tan peregrinas como hierbas aromáticas o trocitos de galleta. Por supuesto ninguna de sus enmiendas fue aceptada gracias a mi férrea dirección.

—Estoy un poco nervioso, inspectora. Voy a inaugurar oficialmente una nueva forma de vida, nos encontramos a punto de resolver el caso... en fin, nunca había tenido tantas sensaciones excitantes al mismo tiempo.

—No corra demasiado, amigo mío, sea prudente. Necesitaremos presentar montones de pruebas para que el caso sea aceptado como resuelto.

—Las presentaremos.

—Habrá que cazar al rescatador, conseguir que el peluquero cante...

—Lo conseguiremos.

—Y a todo eso hay que anteponer que nuestras teorías sean ciertas.

—¿Aún duda de eso? Me siento fuerte, esta vez no podemos equivocarnos.

Garzón sufría un ataque de omnipotencia típico del que se siente libre tras largo tiempo enjaulado, aunque también coadyuvaba a su estado de euforia nuestra intensa sesión inspiradora a base de alcohol.

Pusimos la mesa con bastante detalle y yo iba apuntando las cosas que faltaban en la casa: un salero, una panera, cuchillos afilados para trinchar, copas de cava... Él observaba cómo la lista iba engrosándose sin la menor protesta. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio con tal de instalarse como mandan los cánones.

A las nueve y cuarto llegó Juan Monturiol. Era cierto que cuando no lo tenía delante apenas si me acordaba de él, pero en cuanto lo veía se renovaba en mi ánimo el deseo de una aventura. Estaba magnífico con su aspecto de corsario salvaje apaciguado por la civilización. Me miró de manera franca y simpática, por lo que intuí que debía habérsele pasado el cabreo de la última vez. Una luz de esperanza surgió en el horizonte, pero no me dejé deslumbrar. En esta ocasión aceptaría la crueldad de las circunstancias, y si era imposible ligar con aquel hombre por motivos de método, no intentaría ninguna maniobra para cambiar el fatal destino. Al menos, siendo amigos, conseguiría que me hiciera una rebaja en sus honorarios profesionales cuando le llevara al perro para una revisión.

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