Authors: Alicia Giménez Bartlett
Rezongó un buen rato mientras yo procuraba no hacerle caso, pero sin duda llevaba razón. Si ni Pavía ni su esposa habían cantado ya, las posibilidades de que lo hicieran mermaban día a día. A cada momento irían sintiéndose más seguros, convencidos de que estábamos maniatados frente a la sospecha de su culpabilidad. Y, para colmo, tampoco aquella sospecha había tomado forma clara en la hipótesis. ¿Quién había matado a Lucena? ¿Puig, Pavía, o ambos? ¿O quizás ninguno de los dos? ¿Y aquel importante montón de millones que Lucena guardaba? Ese dinero continuaba siendo una pincelada inarmónica en aquel cuadro casi completamente terminado. Pero en fin, no podíamos permitirnos el lujo de añadir interrogantes nuevos. Debíamos trabajar con lo que teníamos, de modo que decidí hacer un último intento de intimidación citando a Pavía en mi despacho.
Solemos pensar en pilotos de avión o jugadores de póquer cuando nos referimos a tipos con nervios de acero. Después del interrogatorio a Pavía, sería necesario incluir peluqueros caninos en la lista. No hubo manera de hacer que se tambaleara. Aguantó. Aguantó las preguntas que hacían referencia a las pequeñas cantidades no controladas y aguantó cuando le dije que algunos de sus clientes habían recibido la recomendación de él para acudir a Rescat Dog.
—¡Vaya! —exclamó—, ¿y eso le sorprende? Tengo carteles de publicidad de esa empresa colgados en mi tablón de anuncios. Igual que los tengo de grupos teatrales, de fiestas fin de carrera, de cualquier particular que me pida colgar una nota gratuita. ¿No se había fijado?
Exultaba de alegría contenida y de impertinencia. Se sentía liberado. Estaba seguro de que nada sabíamos y de que no podíamos acusarlo firmemente. Dio otra vuelta de tuerca.
—¿Siguen empeñados en acusarme de asesinato?
—Desde luego, del mismo modo que vamos a acusarle de estar metido en una trama dedicada al secuestro de perros.
Le dio un ataque de risa. Las falsas carcajadas galvanizaron su cuerpo. Le observé sin cambiar de expresión. Garzón vibraba, nervioso, a mi lado.
—¡Ah, disculpe, inspectora, pero es tan gracioso! Y dígame, cuando los secuestramos, ¿qué se supone que hacemos? ¿Enviamos a los dueños un mechón de su pelo, o retratamos a los chuchos junto al periódico del día para que se sepa que están bien? O no, mejor que eso, quizás llamamos a casa de los dueños y hacemos ladrar un poco al perro por el auricular.
Continuó riéndose como un loco. Garzón se levantó de improviso y fue hacia él con la energía de un búfalo.
—Oiga, gusano, le juro que cuando lo coja por mi cuenta no le van a quedar putas ganas de reírse más en la vida.
Tuve tiempo justo para incorporarme y retenerlo por un brazo. De lo contrario, con toda seguridad hubiera estampado su grueso puño contra la nariz de Pavía. Este se asustó seriamente, pero logró recomponerse enseguida.
—Inspectora, no soy un pardillo, no toleraré ni un abuso de autoridad. Me quejaré oficialmente. ¿Puedo marcharme ya?
—Sí, váyase, señor Pavía, y no le quepa duda de que estaremos en contacto.
Garzón continuaba enfogonado cuando salió el sospechoso. Me miró casi con odio.
—¿Cómo ha consentido que ese figurín, que ese esquilaperros hijoputa se cachondee de nosotros? ¿Por qué no me ha dejado intervenir?
—¿Intervenir? ¿Pero no se da cuenta, Garzón? Ese esquilaperros como usted dice está asesorado por un abogado. Sabe muy bien que no tenemos pruebas suficientes para acusarle. ¿Qué quiere, buscarse un follón aporreándolo?
Le dio un golpe a la silla donde Pavía había estado sentado.
—¡Mierda! No sabe las ganas que le tengo.
—Pues conténgase.
—Estamos varados, inspectora; es usted la que parece no darse cuenta. Si ese cabrón no confiesa se acabó el caso.
—¡Serénese!, algo se nos ocurrirá.
Se dirigió hacia el perchero y cogió su astrosa gabardina.
—Vámonos a tomar una copa, estoy hasta los cojones de todo esto.
—Lo siento, Fermín, pero hoy soy yo quien ha quedado.
—¿Ha quedado?
—Sí, también tengo derecho, ¿no le parece?
Se marchó aún furibundo. Con la gabardina arrugada y el ceño fruncido parecía un paquete postal que hubiera viajado mil kilómetros en una saca. ¡Los arranques de Garzón!, si era igual de fogoso en el amor, comprendía su éxito con las mujeres. Recogí los papeles de la mesa y me marché. Era suficiente por el momento, no hubiera sido prudente llegar tarde a la cita.
Monturiol me esperaba en la puerta de mi casa, montado en su furgoneta con rótulos como un comerciante de pro. Lo encontré quizás menos atractivo enmarcado en su realidad económica. Al entrar, comprobé que mi asistenta había dejado las cosas limpias y arregladas, por lo que sentí un arrebato de adoración hacia ella.
Espanto
también hubiera pasado sin mácula una revista del ejército ruso, y la cena resplandecía en el microondas como una joya medieval. No me quedaba por hacer nada que no fuera mostrarme seductora y hechicera con mi hermoso visitante, así que me puse manos a la obra y serví un par de copas que ayudaran a comenzar. Sonreí, consciente de un sensual parpadeo que aprendí a ejecutar durante mi juventud. Monturiol también sonrió, y contra todo pronóstico lógico en aquella situación, exclamó:
—Te preguntarás qué ha sido de mi vida sentimental hasta hoy.
—No —respondí en un desesperado intento de cerrar su peligrosa pregunta que esperaba retórica.
—Es discreto que digas eso, pero yo sé que no es así.
Fue inútil; cualquier esfuerzo por mi parte estaba condenado de antemano. Juan Monturiol había decidido cometer el error insalvable de deslizarse por las resbaladizas lomas de las confidencias. Semejante desliz sólo es comparable en el área femenina con una mujer que se decidiera a presentarse frente a su amante ataviada con un traje de primera comunión. No hay nada que mate con más rapidez el deseo que la relación de matrimonios desgraciados de la que nos hace partícipes un galán. Pero le escuché, ¿qué carajo podía hacer sino escucharle? Le escuché durante el aperitivo, y durante la cena, y seguía escuchándole cuando, ya resignada, serví el café. Monturiol me contó su historia, un primer matrimonio con una bellísima profesora de instituto a quien le dio por evolucionar hacia oscuras posiciones orientalistas. Estaban presentes en el argumento todos los ingredientes esperables: el progresivo alejamiento, la falta de comunicación, los objetivos vitales divergentes... Luego venía el hecho fatal: su ex esposa se había largado con una especie de budista nada cuidadoso de su aspecto físico. Y tras el hecho fatal se planteaba la auténtica pregunta englobadora y afrentosa: ¿está mejor vendiendo collares en las Ramblas con ese individuo que conmigo en la tranquilidad de un hogar?
La segunda esposa había sido un flechazo. Una joven divorciada con una hija de tres años. Amor a primera vista y decisión de matrimonio a instancias de ella. Todo perfecto: niña, perros, desayunos en la cama los fines de semana... una postal de Navidad. Hasta que al segundo año, sin que hubieran mediado signos de decadencia, ella se le presenta hecha un mar de lágrimas con el cuento de que piensa volver con su ex marido. Estupor, indignación, pero sobre todo, curiosidad: ¿por qué volver con un tipo con el que has estado peleándote por teléfono durante cuatro años por los pretextos más fútiles? Respuesta de agarrarse: se ha dado cuenta de que no todo estaba perdido y de que lo mejor para la niña es tener de nuevo una familia normal.
—¿Tú lo entiendes? —inquirió Juan—. ¿Entiendes por qué las mujeres acaban huyendo de mí?
Yo andaba ya por mi quinto whisky de supervivencia y estuve a punto de responderle con sinceridad, pero una última luz de sensatez me hizo seguir la senda esperada.
—No deberías atormentarte por eso, Juan —canturreé gangosamente, y él apuntó un último lugar común:
—Lo intento, pero al final siempre surge la duda de si la culpa está en mí.
Todas las historias sentimentales son la misma desde que William Shakespeare dejó de escribir; así que cuando quiero sumergirme en lagos amorosos, releo alguna tragedia y en paz. Pero eso es algo que ningún hombre podrá jamás comprender; ellos siguen empeñados en reinventar la pólvora cien veces, en sentirse siempre los primeros, como Admundsen enfundado en su traje polar.
—¿Quieres que nos vayamos a la cama? —le pregunté como único recurso aún viable.
Accedió, pero la cosa no funcionó del todo bien, porque él estaba aún sumido en sus pasadas desdichas y yo tenía la cabeza llena de confidencias y alcohol. Para colmo, a las siete de la mañana sonó el teléfono despertándome con un sobresalto.
—¿Inspectora? —oí la voz despejada de Garzón al otro lado del hilo como si fuera un pájaro trinando.
—¡Garzón!, pero ¿qué coño...?
—Tengo una buena noticia que darle, inspectora. Pavía ha confesado.
—¡¿Qué?!
—Lo que oye. He conseguido que confiese.
—¿Que ha conseguido?, ¿qué ha pasado?, ¿qué demonios le ha hecho?
—Tranquila, no le he tocado ni un pelo, ni siquiera me he acercado a él. Todo ha sido por métodos psicológicos, como a usted le gusta.
—Quiero saber dónde está y qué ha pasado.
—No se altere, Petra. Estoy en comisaría y todo va bien.
—¿Ha confesado haber matado a Lucena?
—No, eso no lo ha confesado. Es más, jura que no ha sido el.
—¿Entonces?
—Es mejor que venga ahora mismo, inspectora. Pavía está dispuesto a firmar su declaración. Ya le explicaré los pormenores.
Creí que Juan estaba dormido, pero en cuanto colgué el teléfono sus brazos me atenazaron y sentí una ristra de besos bajar por mi espina dorsal.
—Lo siento, Juan, pero tengo que irme.
—¿Ahora?
—Es posible que hayamos atrapado al asesino de Lucena.
—Pues si lo habéis atrapado no se moverá de ahí, quédate un ratito más.
Salté de la cama, molesta por aquella frivolidad. Acabé de vestirme en la cocina y me preparé un apresurado café. Mientras conducía hacia comisaría notaba el corazón desasosegado por la resaca y la inquietud. ¡Métodos psicológicos!, a saber qué entendía Garzón por «métodos psicológicos». Con seguridad me encontraría al peluquero con la piel hecha tiras después de haber sufrido todos los suplicios de la Inquisición.
Sin embargo, tal y como el subinspector me había jurado, Pavía estaba intacto. Físicamente intacto, quiero decir, porque en realidad sus nervios se hallaban completamente destrozados. Después de atender a las explicaciones de mi compañero, comprendí que lo que él entendía por métodos psicológicos hacía referencia a una auténtica tortura mental. Garzón, el bestia de Garzón, había esperado a Pavía hasta el cierre de Bel Can. Cuando se encontraba bajando la valla metálica del establecimiento, lo abordó y le pidió que lo acompañara hasta el coche. Una vez allí, lo hizo subir y lo condujo hasta un descampado. ¿Cómo había conseguido el subinspector que un hombre seguro de sí mismo, asesorado con seguridad por un abogado, nada estúpido en definitiva, le siguiera mansamente en lo que tenía todos los visos de ser un procedimiento muy irregular? Fácil, Garzón no estaba solo. A su lado, atada a su muñeca por una correa corta, gruñía amenazadoramente
Morgana,
la perra de Valentina Cortés.
—¡Hostias! —grité.
—Déjeme acabar, Petra, no se precipite. Yo sé cómo manejar a
Morgana,
Valentina me ha enseñado. No existía ningún peligro de que el animal se me desmandara.
Para enterarme del resto tuve que contenerme apretando dientes, puños y todos los músculos de mi cuerpo.
—Al principio, y para que Pavía viera que no iba de farol, le di a
Morgana
unas cuantas voces de mando que ella obedeció al instante. «Ya ve, Pavía... —le dije después al tipo—, cuando yo quiera este bicharraco le salta al cuello y le corta la yugular. Así como suena, limpiamente. Luego vamos a ver cómo se descubre quién se lo cargó a usted.» Aún aguantó un rato más sin contestar mis preguntas, nervioso pero firme. Entonces le grité a
Morgana: «Gib laut!»,
lo cual quiere decir: «¡Ladra!». La perra se dirigió al sospechoso con un ladrido ronco, preciso, justo. Pavía empezó a aterrorizarse. Fue el momento en el que le dije con todas mis fuerzas:
«Moran!»,
que significa «¡adelante!». ¡Ah, si hubiera visto cómo se portó
Morgana
! Se abalanzó sobre él, yo sujetándola con un esfuerzo tremendo, gruñía, babeaba, daba dentelladas al aire. Ahí el sospechoso ya se desmoronó del todo y me pidió que contuviera a la perra. Estaba dispuesto a hablar.
—¡El sospechoso!, deje de llamarle el sospechoso, mejor llámele el mártir, o la víctima. Pero ¿cómo se le ha ocurrido hacer una cosa así?, ¿no sabe que las confesiones obtenidas bajo coacción policial no tienen validez?
—¡Nada de eso! Pavía se ha concienciado y está dispuesto a soltarlo todo. Dijo que lo que ha hecho no es lo suficientemente grave como para que lo encierren de por vida. Se dio cuenta de la envergadura del caso al ver hasta qué punto estaba yo dispuesto a llegar.
Morgana
lo devolvió a la realidad de su situación. Entonces yo le grité a
Morgana «Ausf»,
que quiere decir «basta» y se quedó quieta automáticamente.
—¡Deje de pegar berridos en alemán como un maldito nazi! Así que se ha concienciado, ¿eh? En cuanto Pavía tenga delante a su abogado va a lloverle una demanda que puede incluso apartarlo del servicio. Pero ¿no se da cuenta?
—Ya verá como no. El abogado comprenderá que hemos descubierto la culpabilidad de su cliente, deducirá que pueden venirle mal dadas y que lo mejor es no verse envuelto en una acusación de asesinato.
Me senté. Me pasé las manos por la cara.
—Ha sido un error, Garzón, y una imprudencia.
—¡Estaba hasta los cojones de que ese señorito se cachondeara de nosotros! Ya no le han quedado ganas de reírse, se lo garantizo.
—Veremos quién ríe el último.
—¿Es que no le interesa saber qué me ha contado Pavía?
Asentí gravemente sacando fuerzas de flaqueza.
—Entérese, Petra: todas nuestras suposiciones eran exactas. Puig y Pavía son cómplices. Tenían contratado a Lucena, a quien le pagaban de vez en cuando de treinta a cincuenta mil pesetas por robar los perros que el peluquero le señalaba. Eso sí coincide con las cantidades en la segunda libreta de Lucena, ¿se percata? Pavía dice que él no era la única fuente de información de Rescat Dog. Puig tenía otros informantes estratégicos. Además, ellos dos colaboraban en otro negocio sucio, algo relacionado con el blanqueo de dinero.