Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Lo sé —susurró, y desapareció dejando una estela suave de buen perfume francés.
No, Garzón no era un mal hombre, era simplemente el más condenado hijo de puta que me había echado jamás a la cara, y si lo hubiera tenido delante en aquel momento, habría dado testimonio de ese hecho atizándole una soberbia patada en el bajo vientre. ¡Aquello era el colmo, tener que pasar semejantes tragos por su culpa! ¡Asuntos amorosos en comisaría! Claro que me lo tenía bien merecido por haber dejado que me involucrara en sus líos. Aunque, ¿qué coño hubiera podido hacer para evitarlo? A ambas enamoradas las había conocido en el transcurso de aquel maldito caso. En fin, era inútil lamentarse por el pasado; pero debía hacerle saber a Garzón en la primera ocasión propicia, que de ninguna manera aceptaría seguir metida en su azarosa vida privada. Volví a mirar las cuentas indescifrables que tenía sobre la mesa y me invadió un mal humor homérico. Decidí informarme de si había novedades sobre la búsqueda de Puig, más que nada por salir de aquel despacho en el que me sentía atrapada como en una ratonera.
Los días siguientes transcurrieron a la espera del resultado de la auditoría policial a Bel Can. Un hombre de Sangüesa aparecía cada mañana por la peluquería y se pasaba la jornada entera husmeando. Investigación y presión psicológica al mismo tiempo. Era evidente que la presencia del experto y nuestras visitas de vez en cuando, incordiaban a los Pavía; pero sus signos de nerviosismo, mínimos, no hacían pensar ni mucho menos en una confesión inminente.
Por su parte, Garzón había empezado a ver a los clientes de la peluquería. La mayoría no había recuperado a su perro desaparecido; sin embargo, a partir del tercer día, hubo algunos que aseguraron haber utilizado los servicios de Rescat Dog con resultados positivos. Nadie pensaba que en su trato con la empresa hubieran existido detalles sospechosos, todo se desarrolló de manera normal. Pagaron unas cien mil pesetas por rescate, y no les pareció caro; la alegría de tener de nuevo a sus animales fue tan intensa que se manifestaban dispuestos a haber pagado incluso más. ¿Cómo habían «perdido» a sus perros? La mayor parte no tenía una idea clara; los habían soltado un momento en el parque, los dejaron en el coche mientras entraban en el supermercado... ¿Cómo se habían enterado de la existencia de Rescat Dog? Quien lo recordaba afirmó haber encontrado pasquines de publicidad en su buzón. Una señora recibió la sugerencia de su peluquero canino, el señor Pavía. Garzón había hecho cuidadosas trascripciones de todos estos testimonios, y estaba contento con el fruto de los interrogatorios. Le aconsejé que no lanzara las campanas al vuelo por ese lado, era difícil probar algo con aquellos clientes, por ahí nunca daríamos con nada definitivo sobre el vínculo Puig-Pavía. Yo seguía confiando con más fuerza en el desmoronamiento psíquico del peluquero, que no se producía.
Una tarde, sentados ambos en mi despacho, le propuse a mi compañero: «Vámonos de excursión al campo». Como no conseguía entenderme sin explicaciones, fue necesario hacerle un somero resumen de la visita de Ángela, de sus dudas sobre los perros de defensa y de su amigo el criador. Garzón se quedó patidifuso. Que Ángela hubiera venido a verme sin contarle nada lo dejó fuera de juego, pero tuvo aun la entereza de disfrazar su reacción con una pátina profesional. «Me parece ridículo mezclar a ese criador con nuestro caso», dijo, y yo sabía que, disimulos aparte, era verdad que le parecía mal. Él era enemigo declarado de iniciar nuevas líneas de investigación cuando teníamos otras en curso.
—¿Qué podemos perder? —le argumenté—. Además, le aseguro que estoy harta de esperar, de intentar poner nervioso a Pavía. ¡Soy yo quien está consiguiendo volverse histérica! ¡Y encima Sangüesa y sus hombres, lentos como caracoles! Llevan una semana para decir algo sobre esa puta contabilidad, en la que por cierto no confío demasiado.
—O sea que no confía usted en nada de lo que estamos haciendo.
—No plenamente.
—Pero sí le da por confiar en una corazonada de Ángela.
—Es más que una corazonada, es una sospecha.
—¿Ha pensado en la posibilidad de que las sospechas de Ángela no sean completamente desinteresadas?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, supongo que a Ángela le gustaría que nos diéramos cuenta de su perspicacia, de lo mucho que se preocupa por nuestro trabajo.
—Lo que quiere decir es que está intentando hacer méritos frente a usted.
—En cierto modo.
—Pues no lo había pensado, la verdad, como tampoco había pensado que pudieran existir individuos tan presuntuosos, fatuos y desalmados como para sacar esa conclusión.
—¡Inspectora!
—¡Ni inspectora ni leches! Usted me ha metido en su vida privada y eso me da derecho a opinar. ¿Y sabe lo que le digo, Garzón?, que su actuación de dios del amor en plan «dejad que las niñas se acerquen a mí» me parece impropia de su edad, ¡patética! Debería darse cuenta de una puta vez de que las personas a su alrededor tienen un corazoncito y pueden sufrir, ¿se entera?
—¿Es que ella le dijo algo cuando estuvo aquí?
—Pues, aunque le parezca increíble, no dijo nada de usted. Se limitó a brindarnos su colaboración ciudadana, eso es todo.
Garzón se mordió la comisura interna del labio. Procuré serenarme un poco. Fui hasta el perchero y cogí mi americana.
—¿Nos vamos, o prefiere quedarse?
Me siguió, mohíno. En el coche, más que enfadado, iba pensativo. Le pedí que me diera los cigarrillos que estaban en el bolso. El paquete estaba sin abrir. Lo hizo por mí. Sacó uno y me lo ofreció, me dio fuego intentando no taparme la visión frente al volante.
—Siento haberle chillado, Fermín, discúlpeme. No tengo ningún derecho y lo siento. Me he dejado llevar por un arranque.
—No, está bien lo que me ha dicho. Y lleva razón, además, lleva razón.
Continuamos viaje en silencio. La gravedad de los pensamientos del subinspector atravesaba su cráneo y se dejaba sentir en el aire. Miré el campo. El invierno había quedado atrás y todo estaba verde. Si no hubiéramos sido policías trabajando en un caso, la situación habría podido resultar idílica. Pero lo éramos, y nuestro caso se movía en la quintaesencia de la fealdad. ¿Qué hacía yo persiguiendo ladrones de perros y asesinos a golpes, mientras la hierba crecía allá fuera? Puse la radio. Nada de música clásica que embelleciera aún más falsamente nuestra cruda realidad. Un programa deportivo. Voces enajenadas denunciaban la injusticia de los árbitros. Aquello estaba más ajustado a nuestra vida. Todo el trayecto hasta Santpedor lo pasamos en aquella compañía reivindicativa de estupideces.
El criadero de Josep Arnau era un gran rectángulo vallado, solitario en medio del campo. Tenía un amplio jardín interior en cuyo perímetro se alineaban hileras de casetas adosadas. Unos cincuenta perros compartían aquellos habitáculos. En cuanto pusimos un pie en el interior del recinto, se organizó tal algarabía de ladridos que tuvimos que taparnos los oídos. Quedé impresionada por la fiereza que mostraban aquellos animales. Cincuenta perros rotweiler, todos juntos, todos negros, todos enseñando sus dientes tras las rejas, formaban un espectáculo excitante. Parecía en principio inverosímil que alguien se atreviera a entrar allí para robar alguna de aquellas fieras.
Arnau estaba ya informado de nuestra llegada y salió a darnos la bienvenida. Era un hombre enjuto y menudo, nervioso, sobre quien enseguida te preguntabas cómo era posible que lograra poner orden entre tantos bichos furibundos. Entre señas nos hizo pasar a su pequeño despacho. Allí hizo altavoz con sus manos y gritó: «¡En un par de minutos se callarán!». Nos sentamos los tres en silencio. Aproveché para echar un vistazo a las paredes, llenas de fotos de perros y diplomas de concursos caninos. Al cabo de dos minutos justos, el fragor exterior de ladridos cesó de pronto. Entonces Arnau nos dio las buenas tardes y empezó a hablar con cierta incontinencia. Se quejaba de robos; robos, según él, extraños. No eran masivos sino concretos. Solía faltar un solo perro, siempre macho, casi siempre joven o adulto. Eran ejemplares especialmente valiosos que había dedicado a la cría debido al temperamento natural que demostraron desde pequeños. Le parecía extraño que le robaran un solo perro y que nunca fuera un cachorro. Tenía cachorros de varias camadas siempre que habían entrado a robar, ¿cómo era posible que no los hubieran tocado si querían después comerciar? Un cachorro es definitivamente más negociable. Nos miró como esperando hallar en nosotros respuestas para estos enigmas.
—Sí que es extraño, señor Arnau, pero a mí me resulta aún más extraño que alguien sea capaz de robar uno de estos perros tan bravos.
—Quienes entraron sabían lo que llevaban entre manos, y un buen conocedor puede hacerlo.
—¿No tiene usted sistemas de seguridad?
—Dejo un perro suelto por el jardín toda la noche. Es un guardián especialmente adiestrado.
—¿Hay algún sistema de alarma?
—Al estar al aire libre todos los sistemas son complicados y muy caros. Además, estando tan aislados dudo de que sirvieran para algo. Prefiero perder un perro de vez en cuando.
—¿Causan los ladrones daños al entrar?
—Ninguno, son de guante blanco.
—¿Han dejado marcas o huellas o...?
—Nada. Tampoco a los otros compañeros.
—¿Otros compañeros?
—No sé si Ángela se lo ha dicho, pero en otros criaderos de la provincia también han robado perros, y de la misma manera que a mí. Ya saben que en el mundo del perro nos conocemos todos.
Garzón se atusó el bigote con el meñique antes de hablar.
—Pero oiga, Arnau, a mí sigue sin cuadrarme el que, por mucho que entiendan los ladrones, entren aquí y despisten por las buenas a su perro guardián. ¿No será que lo narcotizan?
—No, lo he llevado al veterinario para ver si le encontraba rastros de medicamentos en un análisis y nunca salió nada.
—Entonces, ¿cómo demonios lo hacen? Tengo entendido que uno de esos perros con las órdenes convenientemente dadas ataca sin pensárselo dos veces.
Obviamente el subinspector había aprendido mucho de perros. Arnau se levantó y comenzó a dar espasmódicos paseos por el despacho.
—No crea que no me he preguntado eso mismo muchas veces y verán, he llegado a la conclusión de que sólo existen dos maneras de hacerlo. Una, que los ladrones se presentaran aquí con una perra en celo. Eso anula cualquier orden. Es una posibilidad, rebuscada pero no imposible. Otra es que el tipo, o mejor dicho los tipos que saltaron la verja, mantuvieran a mi perro en alerta pero sin darle motivos para el ataque final.
—¿Y cómo se hace eso?
—Pues empleando movimientos pausados, lentos, sinuosos. Así uno de los ladrones mantendría al perro ladrándole de cerca pero sin morder, mientras el otro se dirigiría a las jaulas y cometería el robo. Aunque para eso y, usted perdone, inspectora, hace falta un par de cojones.
—Yo no lo haría, desde luego —dijo Garzón.
—¡Ni yo! —añadió Arnau enseguida para no dejar sólo al subinspector en sospecha de falta de hombría.
—Es mucho riesgo, y todo para robar un solo perro. ¿Por qué no le pegan un tiro a su amaestrado?
—Ni deben tener armas de fuego ni les interesa. Si hicieran eso la policía tomaría el asunto en serio y perderían el chollo.
—¿Ha denunciado alguna vez los robos? —intervine.
—Al principio, pero para el caso que me hicieron... ¿Van ustedes a investigar?
—Nosotros estamos investigando el asesinato de este hombre, señor Arnau, ¿lo conoce?
Se quedó mirando la foto de Lucena con ojos alucinados.
—No, ¿quién es?
—Un ladrón de perros al que han matado de una paliza.
—¡Carajo!, no creí que las cosas estuvieran tan mal.
—Pues ya ve.
Hicimos ademán de marcharnos.
—¡Eh, un momento! Hay que despedirse aquí. En cuanto salgamos al jardín ya no tendremos manera de entendernos.
En el viaje de vuelta Garzón estaba cabreado.
—Tenemos localizados a dos sospechosos de primera magnitud y a usted sólo se le ocurre largarse a visitar criadores en el campo. A veces no la entiendo, inspectora, parece que le haya tomado el gusto a ir solucionando cosillas de paso.
Sonreí irónicamente. Estaba cansada, no tenía ganas de discutir.
—Quizás está en lo cierto y las cosas importantes me vienen grandes.
—¡Yo no he querido decir eso!
—Lo sé, Garzón, lo sé. ¿Tomamos una copa al llegar a Barcelona?
Se removió en el asiento, incómodo.
—Lo siento, pero es que he quedado para cenar.
—Desde que es usted un casanova no hay manera de estrechar lazos laborales.
—No me joda, Petra, no me joda —dijo como un niño culpable, y se puso a mirar por la ventanilla, donde ya sólo se percibía oscuridad.
Cuando el inspector Sangüesa nos dio los resultados del chequeo contable en Bel Can, nos invadió el desánimo. Si habían existido partidas grandes de dinero que hubieran entrado o salido irregularmente, no quedaba ni rastro de ellas. Todo llevaba a pensar que se había procedido a un concienzudo blanqueo. Sí encontramos por el contrario cantidades sueltas sin justificar que de hecho coincidían con las cifras de Lucena. Poco podía probarse con aquello. Ignoro lo que Garzón había esperado, obviamente más que yo, pero el caso es que se llevó un berrinche al comprobar que, tampoco gracias a los números, íbamos a salir del atolladero. Estaba indignado.
—Ya me dirá usted cómo coño acusamos a alguien de un asesinato con esta mierda de pruebas.
—Intentaremos presionar a Pavía con esas pequeñas cantidades flotantes.
—Sabe usted perfectamente que todo eso es basura, inspectora.
—La suma de pruebas no demasiado determinantes ha servido en más de una ocasión para imputar a sospechosos, o al menos para forzarlos a una confesión.
—Ese jodido Pavía pasa de coacciones psicológicas. Llevamos varios días apareciendo por su tienda, preguntándole cosas, pidiéndole papeles, tocándole los cojones por todos lados, y ¿qué hemos conseguido? Nada, ahí lo tiene tan pimpante.
—¡Usted era quien decía que la cosa estaba madura!
—¡Y no creo haberme equivocado!, sólo que ese tipo necesita otro tipo de coacción que no sea psicológica.
—¿Qué propone, un apaleamiento?
—Es una idea.
—No sea bruto, Garzón, eso tampoco nos sacaría de problemas.