Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Inspectora, ¿se encuentra mal?
—No, sólo estoy algo cansada.
—Si quiere puedo traerle un café de la máquina.
—No se moleste, sólo ha sido un momento de debilidad.
Me incorporé. Cogí la lista de perros. Él me miraba un poco apenado.
—Este trabajo a veces es cansado, ¿verdad?
—Es siempre cansado —respondí.
Nos sonreímos.
En el Centre de Protecció Animal de la Generalitat me facilitaron una lista casi tan larga como la que ya tenía. Y aún faltaba la condenada empresa privada de detectives caninos. ¡La de Dios! Me zambullí en el duro sillón de mi despacho. A las cuatro llegó Garzón. Acababa de comer, así que hicimos una sobremesa con café aguado, ambos mostrando síntomas de hartazgo existencial.
—¿Ha tenido suerte con los peluqueros?
Dejó su vasito de plástico sobre la mesa, buscó tabaco en los bolsillos.
—Desde que trabajamos en este caso se me ha olvidado lo que es la suerte.
No me sentía con bríos para infundirle confianza. Le alargué un cigarrillo ya que él era incapaz de encontrar los suyos.
—Cante, Fermín, no estoy para quejas.
—¡Bah, poca partitura tengo! Hay un montón de peluquerías, pero un montón, inspectora. Parece que eso de cortarse el pelo es muy importante.
—¿Cuántas ha visitado?
—¡Puf!, varias de ellas. Una estaba regentada por un matrimonio joven, otra por un gay, otra por dos chicas, otra...
—Ahórreme detalles, ¿algún resultado?
—Nada. Lucena les sonaba a chino. Cuando les enseño la foto ponen cara de alucinados. No tienen ni idea de nada, lo único que saben de perros es que ladran y tienen rabo. Oiga, ¡he visto una cosa increíble!; en una de esas peluquerías a una chica estaban tiñéndole el pelo de verde, ¿puede creérselo?
—Hoy puedo creerme cualquier historia.
—Pues eso es todo lo que hay. Mañana seguiré, aunque no sé qué decirle, inspectora, para mí que todas esas peluquerías tan finas poco tienen que ver con el cutre de Lucena. Igual estamos metiendo la pata como en los laboratorios.
—Nunca se sabe, Garzón, los palacios y las chabolas están conectados por alcantarillas.
Soltó el humo del cigarrillo como una potente olla express.
—Sí, ¡quién sabe!, ¡con este mundo en que vivimos!
Un mundo curioso, donde comerciar con un ser vivo, incluso robarlo, no es ilegal. Donde la gente se tiñe el pelo de verde. Donde se pagan cantidades elevadas a un detective privado para que recupere un triste gato. Donde puedes asesinar a golpes a un pobre tipejo sin dejar ni siquiera un rastro seguible.
No contaríamos con una estadística absolutamente completa de perros robados hasta poder incluir los datos que nos facilitara Rescat Dog, de modo que el siguiente paso era conseguirlos. La insólita empresa estaba situada en un piso anodino del Ensanche, un entresuelo con ínfulas de oficina comercial. Las paredes se veían llenas de carteles representando hermosos cachorros de orejas caídas que jugaban apaciblemente con gatos algodonosos pletóricos de encanto. La organización no parecía tener más empleados que la secretaria que nos atendió, una hermosa joven rubia de larga cabellera, y el propio dueño. Para ser sincera diré que toda la compañía presentaba el aspecto de ser limitadamente próspera. Su titular, Agustí Puig, era rubicundo y con cara de sapo. Se reía a cada dos por tres sin motivo alguno, como si le siguiera a todas partes una tropilla de bufones invisible para los demás. «¡Yo siempre he pagado mis impuestos!», soltó en cuanto supo que éramos policías. Luego, se extendió en explicaciones sobre la legalidad a toda prueba de su negocio y juró que nada tenía que ocultarnos.
Rescat Dog se erigía como único centro de su especialidad en Barcelona y quizás incluso en España. Puig estaba muy satisfecho con los resultados que podía exhibir: un sesenta por ciento de perros recuperados entre el total de casos a su cargo. Dadas las dificultades del cometido, era, según él, impensable una marca mejor. Conseguían tales éxitos por los procedimientos más o menos habituales: búsqueda por el barrio, colocación de carteles, contactos varios, preguntas a posibles testigos... La suma de todos esos procedimientos era superior a cualquiera de los medios que pudiera tener a su alcance un particular.
—En el caso de los perros robados a veces nos encontramos con una curiosa situación: los localizamos pero no podemos probar que hayan sido robados, de modo que se quedan donde están. Ya conocerán ustedes cuáles son las lagunas en la legislación.
—Esa laguna los beneficia en el fondo; si la policía se hiciera más responsable de ese problema, usted perdería clientela.
—De mi clientela no puedo quejarme.
—¿No pasa entonces por crisis alguna?
Se echó a reír con notoria falsedad.
—Todos sabemos que las crisis son como tormentas de verano, igual vienen que se van.
—Señor Puig, usted guardará ficha de todos sus clientes, ¿me equivoco?
—Sí, guardo todos los datos.
—¿Recuerda haber recuperado los perros de algunas de estas personas?
Le alargué las listas oficiales de perros desaparecidos a las que echó una mirada descorazonada.
—Aquí hay muchos nombres, inspectora, muchísimos.
—Es información de toda Barcelona.
—¡Justamente!, para comprobarlo necesitaré un poco de tiempo.
—Tendrá que hacernos también una estadística de todos sus casos resueltos o sin resolver.
—Más tiempo aún.
—¿No está informatizado?
—Inauguraremos el sistema dentro de una semana.
—En ese caso, ¿por qué no se queda una fotocopia de estas listas y les dedica una tarde libre?
—Está bien, supongo que en dos o tres días lo tendré listo. Tengo que seguir ocupándome de mi trabajo, inspectora, sólo soy un pobre trabajador y mi único empleado es la secretaria.
Se reía como si también su penuria empresarial fuera graciosa. Con un gesto resignado saqué de mi bolso la fotografía de Lucena.
—Antes de marcharnos, ¿conoce usted a este hombre?
La miró con indiferente aplicación.
—No, no lo he visto en mi vida.
Salimos del despacho con las listas originales y la foto comodín. Quisimos hacerle la misma pregunta a la secretaria, pero ya había desaparecido. Estaba claro que con semejantes empleados difícilmente podían navegar en la prosperidad.
—¿Sospecha de él? —me preguntó Garzón como cumpliendo un trámite.
—Pues sí, sospecho de él, tiene una actitud demasiado franca y risueña. ¡Y tres días para comprobar las fotocopias! Es como si intentara ganar tiempo por algún motivo. Además, ¿usted no sospecharía de algo tan ridículo como un detective de perros?
Me miró sorprendido.
—A mí ya me da igual ocho que ochenta. Con lo que llevamos visto, si me dicen que hay profesores de latín para tortugas estoy dispuesto a creérmelo.
Interpretaba ahora el papel del escéptico, el hombre maduro que juega, protestando, a ser más viejo. La excentricidad del mundo no acababa con su santa paciencia y su equilibrio. Como si él mismo no formara parte de la tripulación enloquecida de la esfera terrestre. Como si tener dos amores locos a su edad y en sus circunstancias fuera un rasgo de aposentamiento emocional.
—¿Hacia dónde va ahora, subinspector?
—Tengo que visitar la última de esas malditas peluquerías a las que usted me manda.
—Esta vez le acompañaré; pero dígame, ¿qué tienen de malo?
—Demasiadas mujeres.
—Creí que la abundancia de mujeres no constituía un problema para usted.
—La conozco lo suficiente como para saber por dónde va y es mejor que no siga.
—Retiro lo dicho y repito la pregunta: ¿por qué le pone tan nervioso visitar esas peluquerías?
—Porque la verdad es que, sinceramente, no sé qué demonio buscamos ahí.
Garzón estaba en lo cierto, ¿qué buscábamos en lugares como aquéllos? Allí no había sino sofisticadas peluqueras atendiendo a sus variados clientes: amas de casa que se dejaban masajear durante horas el cuero cabelludo para relajarse, ejecutivas con el tiempo justo que ojeaban papeles mientras les teñían mechas y algún que otro tímido caballero perdido entre la mayoría femenina. ¿Qué pintaba Lucena, pingajo humano, en aquella placidez de terma romana? Sólo había que contemplar las caras de los dueños cuando les enseñábamos la foto del hombrecillo baldado. Era como pretender encontrar peces en un establo. Perdíamos el tiempo. Yo también salí del elegante local cabreada y con la moral hecha trizas.
—Tenía usted razón, perdemos el tiempo miserablemente. Y de acuerdo en que no se ganó Sagunto en un segundo o comoquiera que usted lo diga, pero el caso es que el tipo que se cargó a Lucena sigue suelto, y a estas alturas debe de estar ya seguro de que quedará impune.
—¡Mejor, así se confiará y empezará a cometer errores!
—Da igual, por el momento estamos tan alejados de su pista que puede permitirse todos los que desee.
—Quizás no estemos tan lejos como usted cree.
Apunté con la colilla a un imbornal, sin acertarle.
—Veremos. ¿Le dejo en alguna parte?
—Si no es abusar... he quedado con Ángela en su tienda. Vamos a cenar juntos.
—¿Se le pasó el enfado por lo de la otra noche?
—No del todo, aún está rara. Le molesta que Valentina figure también en esta historia.
—Es lógico, ¿no le parece?
—Hasta cierto punto. Ninguno de nosotros es ya un niño, ni siquiera un adolescente, y entre las chicas y yo sólo existe amistad e ilusión. Yo tampoco exijo nada. Si las cosas llegaran a ponerse más serias, pararía enseguida el doble juego.
—Es un detalle. Y Valentina, ¿no protesta por lo mismo?
—No.
—¿Sabe de la existencia de Ángela?
—Sí, sí sabe, pero es de otra manera. Pregunta directamente lo que quiere conocer sobre mi trabajo, mi pasado. Ángela es más reservada, más discreta. Aparte, Valentina tiene sus razones para no molestarse. En fin, cada una de las chicas pertenece a un mundo distinto, así es la vida.
El muy frívolo las llamaba «las chicas», en plan experimentado Bogart, como si hubiera pasado la totalidad de sus días repartiendo favores entre una legión de coristas rubio platino. Le lancé una dura mirada por el rabillo del ojo. Se dio cuenta; en realidad sí era cierto que empezaba a comprenderme bastante bien.
—Y a usted, ¿qué tal le van las cosas con Juan Monturiol? —preguntó sin sombra de inocencia.
—De ninguna manera, no van.
—Y de sus dos ex maridos, ¿tiene usted alguna noticia?
—Hable claro, Garzón, ¿qué pretende insinuar, que yo también soy una Mata-Hari? Al menos siempre he tenido mis historias por turno, sin felices coincidencias por parejas.
Hizo gestos de falso escándalo.
—¿Yo, insinuar yo? Se equivoca, inspectora, ¡Dios me libre!, ¿quién soy yo para juzgar a nadie? Yo ya ni siento ni padezco.
—Muy bien, Fermín, recibida la puya, yo tampoco le juzgaré. ¿Es eso lo que quiere decir?
Sonreía de tapadillo bajo su viejo bigote descolorido por la nicotina y la cerveza.
—¿No puede relajarse, Petra? ¿Es imposible que hablemos sin susceptibilidades, como buenos amigos? Voy a invitarla a una fiesta para ver si reconoce de una vez mi buena fe.
—¿Una fiesta, va a dar una fiesta?
—En realidad voy a dar dos. En una, la invitada especial será Ángela, y en la otra, Valentina. Pero me gustaría que usted y Juan Monturiol estuvieran presentes en ambas; lo cierto es que no tengo muchos amigos.
—No le aseguro que a Juan le queden ganas de verme, pero se lo diré.
—Y al supermercado, ¿me acompañará al supermercado?
—¡Joder, Garzón, ya le dije que sí! ¿Qué piensa que es eso del supermercado, una expedición al Himalaya con sherpas incluidos?
Llegamos a la librería cuando Ángela estaba a punto de cerrar la verja. Sonrió al verme.
—¡Qué sorpresa, inspectora! ¿Vienes a cenar con nosotros?
—Me temo que no puede ser.
Nelly
movía el rabo amistosamente a su lado.
—Quédate a tomar un café por lo menos.
Señaló el bar de enfrente.
Todos los camareros la conocían, y ella se movía por entre las sillas de linóleo como la mundana esposa de un presidente. Estaba encantadora con su mirada sincera y un elegante vestido malva.
—¿Cómo estás, Petra?
—No puedo decirte que bien.
—¿La dichosa investigación?
—¡Esa dichosa investigación que me ataca los nervios!
—¡Y eso que no ha visitado usted más que una peluquería, si hubiera tenido que pateárselas todas como yo...! —terció Garzón entre gárrulo y rencoroso.
—¿Peluquerías? —preguntó Ángela con curiosidad.
Le pegué un buen tiento a mi cerveza, hablándole después entre la espuma.
—¿Quieres creerlo, Ángela?, tenemos una importante pista en el caso de los perros que nos lleva hasta alguna peluquería de San Gervasio. Sin embargo, somos incapaces de encontrar la más mínima relación entre todas esas señoras bien peinadas y el crimen de Lucena. ¡Es desesperante!
—¿No se tratará de una peluquería canina? —dijo Ángela con el candor propio de su nombre.
Noté que la cerveza tragada se me agolpaba abruptamente en el gaznate mientras que un calor sofocante subía hasta mi cara. Miré a Garzón, él también estaba colorado y alerta como un pavo a punto de ser sacrificado.
—Llámeme estúpida, subinspector, se lo ruego.
—¿Estúpida?, nada de eso. Llámeme usted a mí gilipollas.
—No, Garzón, es una orden.
—Está bien. ¡Estúpida!, ahora usted a mí.
—¡Gilipollas!, gilipollas los dos, hay que ser gilipollas, y negados y nos mereceríamos que...
—¡Que nos expulsaran del Cuerpo!
—E incluso del alma, Garzón, e incluso del alma.
Ángela asistía a aquella extraña representación circunstancial con sus hermosos ojos color avellana tamizados por la sorpresa.
—¿He dicho algo interesante? —exclamó encantada.
Naturalmente había una peluquería canina en San Gervasio. Grande, lujosa, llamativa, con enormes carteles en los escaparates y un nombre inequívoco encuadrado en letras de neón: Bel Can. Y era una, una sola, sin competencia y sin que ni siquiera tiñeran a los perros de verde. Garzón, muy acorde con el contexto, se tiraba de los pelos pensando en todas sus inútiles visitas. La explicación a nuestra falta de sagacidad deductiva podía encontrarse en un ataque de simple idiotez. Sólo siendo positivos y caritativos cabía comprender que, no familiarizados con el mundo del perro, se nos escapaba la magnitud del entramado que la sociedad de consumo había montado en torno a este animal. Peluquerías, cuidadores, veterinarios, entrenadores, piensos, productos de higiene... Ángela Chamorro nos aseguró que la industria del perro ya mueve millones en nuestro país estando aún en sus primeros pasos. «La cosa irá a más... —declaró taxativa—, porque cada vez habrá más perros y estarán mejor cuidados. Ese es uno de los índices que señala el grado de desarrollo de un país», concluyó con orgullo.