Así la Luna al fin partió
y el Sol se alzó en el cielo.
Mas ¡qué sorpresa se llevó,
pues todos al salir el Sol
a la cama se fueron!
El Hombre de la Luna ornaba su cintura
con una guirnalda de perlas;
de ópalos coronado y de plata calzado,
con barbas de plateadas hebras,
recorrió cierto día suelos que relucían,
vestido con un manto gris,
y con llave de vidrio, en secreto sigilo,
abrió una puerta de marfil.
Descendió con presteza su brillante escalera
de cabello y de filigrana,
y se sintió feliz de verse libre al fin
en una aventura alocada.
Ya se sentía hastiado de sus diamantes blancos
y lo aburría su alminar,
con sus altas murallas de piedra solitaria
en la cordillera lunar.
Afrontaría riesgos para adornar su atuendo
con rubíes y con berilos
y jóvenes diademas de relucientes gemas,
de esmeraldas y de zafiros.
Se sentía muy solo, mirando el mundo de oro
que, alegre, a lo lejos rodaba,
y escuchando el murmullo que subía confuso
dejaba que el tiempo pasara.
Cuando en el plenilunio de argén era su mundo
su corazón ansiaba el Fuego:
no luces blanquecinas de tristes selenitas;
porque bermejo era su sueño,
era carmín, rosado, era rojo abrasado
llamaradas de ardientes lenguas,
era un cielo escarlata, al alba renovada
de un joven día de tormenta.
De azul tendría mares, vivas tonalidades
de pantanos y verdes bosques;
la alegría añoraba de la tierra poblada,
la roja sangre de los hombres.
Codiciaba el cantar, la risa sin final,
buen vino y caliente comida,
no más tortas de perlas o de nieve ligera,
ni luz de luna por bebida.
Sus pies repiqueteaban, pues con carne soñaba,
con pimienta, y cubas de ponche;
tropezó de repente en la escala pendiente
y antes de Yule, en una noche,
meteoro veloz, dando tumbos cayó,
como estrella fugaz en vuelo,
a un baño en la Bahía de Bel, ventosa y fría,
desde un escalón del sendero.
Empezaba a pensar, temiendo su final,
qué cráteres podía hacer,
cuando unos pescadores lo encontraron a flote
y, estupefactos, en su red
como pez lo atraparon, reluciente y mojado
en un brillo fosforescente
de tonos blanquiazules con opalinas luces
de delicado y puro verde.
Contra su voluntad, cual pesca matinal
lo enviaron, de regreso, a tierra:
«Mejor que busques cama, podrás hallar posada»,
dijeron; «el pueblo está cerca».
Solamente el repique de una campana triste,
alta en la Atalaya Marina,
cantó las novedades de aquel luneado viaje
en horas tan intempestivas.
No tuvo desayuno, tampoco fuego alguno,
y el alba era húmeda y helada.
Cenizas por hogueras, fango en lugar de hierba,
y por sol, una humeante lámpara
en una oscura calle. No pudo hallar a nadie,
ninguna voz se alzaba en canto;
oía los ronquidos de los hombres dormidos
que aún soñarían un rato.
Golpeó, mientras andaba, puertas acerrojadas,
dando en vano voces y gritos,
hasta hallar un mesón con luz en su interior,
y golpeteó sobre los vidrios.
«Dime, ¿qué es lo que quieres?», preguntó torvamente
un cocinero adormilado.
«¡Cantos antiguos quiero, y también oro, fuego
y vino rojo sin descanso!»
«De eso aquí no hallarás, pero puedes entrar»,
dijo el cocinero ladino.
«Estoy falto de plata, seda quiere mi espalda;
tal vez así te dé cobijo.»
Un plateado regalo para abrir el candado,
una perla por pasar dentro;
por un sitio caliente junto al hogar ardiente
pagó con otros veinte obsequios.
A pesar de hambre y sed nada pudo comer
sin dar antes corona y capa;
pero no obtuvo más que una sopa glacial
dos días atrás preparada:
cuchara de madera; por plato, una cazuela
de barro, quebrada y negruzca.
Para el budín de Yule con pasas, el gandul,
llegó con sobrada premura:
huésped desprevenido, de lunático sino
desde los Montes de la Luna.
El Troll solitario en su piedra sentado
un hueso mascaba amarillo y pelado.
Llevaba ya tiempo mondando y puliendo
pues no había alimento que dar al colmillo.
¡Y dale al colmillo! ¡Sacándole brillo!
Vivía en un cerro en su cueva apartado
y no hallaba carne que dar al colmillo.
Y allí que llegaba Tom con sus botazas
y al Troll preguntaba: «¿Qué es eso que mascas?
Parece la tibia de mi tío Timba
que aún debería seguir en su tumba.
¡Tumbada en su tumba! ¡Tumba catacumba!
Son ya muchos años que Tim nos dejara;
pensé que estaría tranquilo en su tumba».
El Troll dijo: «Bueno; yo robé ese hueso,
mas ¿qué hacen los huesos en un agujero?
Ya estaba tu tío bien muerto y bien frío
antes que conmigo su tibia topara.
¡Tibita de su pata! ¡Tan fría matraca!
Puede compartirla con este Troll viejo
pues a él ya no le hace ni pizca de falta».
Y Tom dice: «Escucha, te daré una tunda,
no creas que vas a salir con la tuya,
robando a mi gente huesos de un pariente.
¿Serás tan decente de darme ese hueso?
¡Me das ese hueso! ¡Hueso patitieso!
Por más que esté muerto es aún cosa suya.
¡Haz pues el favor de pasarme ese hueso!».
«Tu tío, tu tía», el Troll se reía.
«¡También a ti voy a morderte las tibias!
Tu carne grasienta de perlas me sienta
y tanto me tientas que el diente te hinco.
¡El diente te hinco! ¡De un brinco te trinco!
Estoy ya cansado de pieles y tibias,
está decidido: ¡los dientes te hinco!»
Mas cuando juzgaba su cena ganada
se halló con las manos cogiendo la nada.
El Troll no discurre y Tom se le escurre
mientras se le ocurre patearlo y que aprenda.
«¡Le doy, y que aprenda! ¡Preparen la venda!
En las posaderas certera patada
hará que por siempre la lección aprenda.»
Pero son bien recios, cual piedra, los huesos
y carnes de un Troll que usa rocas de asiento.
¡Sería igual fiasco patear un peñasco!
Las nalgas (¡qué chasco!) del Troll nada sienten.
¡Las nalgas no sienten! ¡Los cuentos no mienten!
El Troll ríe oyendo de Tom los lamentos
pues (bien se da cuenta) sus dedos sí sienten...
Desde su regreso anda Tom algo cojo,
y el pie sin la bota le causa aún enojo;
al Troll la noticia ni aflige ni alivia,
él rumia la tibia que birló al finado.
¡Finado pelado! ¡Timba deshuesado!
Su viejo trasero ni se puso rojo,
y él rumia la tibia que birló al finado.
Sentado en una peña, el Troll
alza triste cantar:
«¿Por qué, por qué he de vivir yo
tan solo en Más Allá?
Ha tiempo que partió mi pueblo
y ya no piensa en mi;
entre la Cima de los Vientos
y el Mar, quedé yo aquí.
»No soy ladrón ni borrachín
ni carnes como yo;
mas todos cierran al oír
mis pasos con terror.
¡Ay, si tuviera lindos pies
y manos que enseñar!
Mi corazón derrama miel,
¡mis guisos no están mal!
»¡No quiero que esto siga así,
un amigo hallaré!
Pisando suave, hasta el confín
de la Comarca iré».
La noche entera caminó
con sus botas de cuero;
Cavada al alba divisó,
y ya estaban despiertos.
Echó un vistazo, y vio ¿a quién
sino a la vieja Banz
con su sombrilla y cesta?, y él