Pero en los cuentos en los que no interviene ningún ser humano; o en los que los animales son los héroes y heroínas y (caso de aparecer) hombres y mujeres son meros comparsas; y, sobre todo, en aquellos en los que la forma animal es sólo una careta que se superpone a un rostro humano, un recurso del fustigador o del predicador; en tales ocasiones lo que tenemos son fábulas, no cuentos de hadas, tanto en el caso de
Renard el raposo
como en el del
Cuento del capellán de monjas, El conejo Brer
o simplemente en
Los tres cerditos
. Los cuentos de Beatrix Potter están en los límites del mundo de las hadas, sin que en mi opinión pertenezcan en su mayor parte a él
[14]
. Su proximidad se debe en gran medida a su fuerte componente moral. Con ello aludo a su inherente moralidad, no a una cierta
significatio
alegórica. Pero
El conejo Pedro
sigue siendo una fábula de animales, aun cuando contenga una prohibición y aun cuando haya prohibiciones en el país de las hadas (como probablemente las haya en todo el universo, no importa a qué nivel o dimensión).
Ahora bien,
The Monkey's Heart
no es también sino una fábula evidente. Sospecho que la razón primera de que se la incluyese en un libro de hadas no fue por resultar divertida, sino precisamente por el corazón del mono, que se suponía había quedado atrás en una bolsa. Eso tenía importancia para Lang, estudioso del folklore, a pesar de que esta curiosa idea sólo se utiliza aquí como humorada; porque en este cuento el corazón del mono era, en efecto, absolutamente normal y estaba en su lugar. No obstante, es obvio que este detalle sólo implica el uso secundario de una antigua y muy difundida noción popular, que también se presenta en los cuentos de hadas
[15]
: la idea de que la vida o la fuerza de un hombre o de una criatura puede residir en algún otro lugar o cosa; o que alguna parte del cuerpo (en particular el corazón) puede quedar separado y escondido en una bolsa o bajo una piedra o en un huevo. En un extremo de la historia conocida del folklore, George MacDonald se sirvió de esta idea en su cuento de hadas
The Giant's Heart
, que toma ese tema central (al igual que otros muchos detalles) de conocidos relatos tradicionales. En el otro extremo, en lo que, por cierto, probablemente sea una de las más antiguas narraciones en forma escrita, el tema aparece en
El cuento de los dos hermanos
, en el papiro egipcio D'Orsigny. El hermano menor dice allí al mayor:
Hechizaré mi corazón y lo colocaré en lo alto de la flor del cedro. Talarán entonces el cedro y caerá mi corazón a tierra, y tú has de acudir a buscarlo, aunque en ello emplees siete años; mas cuando lo hayas encontrado, ponió en una vasija de agua fría y en verdad que yo viviré.
Pero puntos tales de interés y comparaciones semejantes a éstas nos sitúan ya al pie de la segunda pregunta: ¿cuáles son los orígenes de los «cuentos de hadas»? Que, como es lógico, equivale a decir cuál es el origen u orígenes del elemento «hada». Preguntar cuál es el origen de las narraciones (cualquiera que sea su calificativo) es preguntar cuál es el origen del lenguaje y del pensamiento.
En realidad, la pregunta «¿cuál es el origen del elemento
hada
?» nos deja en definitiva abocados al mismo interrogante fundamental. En los cuentos de hadas hay muchos elementos (como este corazón de quita y pon, o atavíos de cisne, anillos mágicos, prohibiciones arbitrarias, malvadas madrastras y hasta las mismas hadas) que pueden estudiarse sin necesidad de abordar esta pregunta básica. Sin embargo, tales estudios son de carácter científico (o al menos ésa es su intención); constituyen el empeño de folkloristas y antropólogos, o sea, gente que no hace de esos relatos el uso que se pretendió que tuvieran, sino que los utiliza como filón del que obtener testimonios o información sobre los temas que a ellos les interesan. Un proceder en sí mismo perfectamente legítimo... aunque la ignorancia o el olvido de la naturaleza de una narración (hecha para ser contada como un todo) con frecuencia han llevado a tales indagadores a opiniones peregrinas. A esta suerte de investigadores les parecen particularmente importantes las similitudes que se repiten (como este tema del corazón). Hasta el punto de que los estudiosos del folklore son propensos a salirse de su propia senda y hacer uso de una engañosa «simplificación»: particularmente engañosa si desde sus monografías salta a los libros de literatura. Se sienten inclinados a decir que dos historias cualesquiera que estén construidas sobre el mismo motivo folklórico o creadas con una combinación aparentemente similar de tales motivos son «una misma historia». Así leemos que Beowulf «no es sino una versión de Dat Erdmanneken»; que «
El toro negro de Norroway
es
La Bella y la Bestia
», o que «es la misma historia de
Eros y Psyque
»; que el nórdico
Mastermaid
(o
La batalla de los pájaros
[16]
gaélica y sus muchos congéneres y variantes) es «la misma historia del cuento griego de Jasón y Medea».
Frases de esta naturaleza pueden contener (con una simplificación excesiva) ciertos elementos de verdad; pero no son ciertas en lo que a cuentos de hadas se refiere, ni lo son en el arte y la literatura. Lo que realmente cuenta es el colorido, la atmósfera, los detalles individuales e inclasificables de un relato; y, por encima de todo, el designio global que llena de vida la estructura ósea de un determinado argumento.
El rey Lear
de Shakespeare no es lo mismo que la historia que aparece en el Brut de Layamon. O vayamos al caso extremo de
Caperucita Roja
: resulta de un interés meramente secundario que las versiones derivadas de este cuento, en las que los leñadores salvan a la niña, procedan de forma directa del cuento de Perrault. Lo verdaderamente importante es que las versiones tardías cuentan con un final feliz (más o menos, si es que no lloramos a la abuela en exceso) que no tenía el original de Perrault. Ésa es una diferencia muy profunda sobre la que he de volver.
Naturalmente, no niego que se dé, porque yo lo siento con fuerza, el fascinante deseo de desenmarañar la historia inrrincadamente enredada y ramificada del Árbol de los Cuentos. Está muy cerca del estudio filológico de la embrollada maraña del Lenguaje, algunos de cuyos fragmentos conozco. Pero incluso por lo que respecta al Lenguaje, a mí me parece que más importante que comprender el desarrollo diacrónico de un determinado idioma es captar su cualidad esencial y características en un momento concreto, mucho más difíciles de poner de manifiesto. Con relación a los cuentos de hadas, pues, tengo la seguridad de que es más interesante, y a su modo también más difícil, considerar lo que son, lo que han llegado a ser para nosotros y los valores que el largo proceso de la alquimia del tiempo ha creado en ellos. Yo diría, en palabras de Dasent: «Hemos de contentarnos con la sopa que se nos pone delante, sin desear ver los huesos del buey con que se ha hecho».14
Aunque, cosa extraña, Dasent entendía por «sopa» una mezcolanza de espúrea prehistoria basada en las primeras conjeturas de la Filología Comparada; y por «deseo de ver los huesos» entendía la exigencia de ver las pruebas y los hechos que llevaban a tales teorías. Yo entiendo por «sopa» el cuento tal cual viene servido por su autor o narrador; y por «los huesos», las fuentes o el material, aun cuando (por extraña fortuna) se llegue a descubrirlos con certidumbre. Con todo, naturalmente, no me opongo a la crítica de la sopa como sopa.
Trataré, pues, por encima el tema de los orígenes. Ignoro demasiadas cosas como para abordarlo de cualquier otra manera; pero para mis propósitos es la menos importante de las tres preguntas, y bastará con unos breves comentarios. Es harto evidente que los cuentos de hadas (en su sentido más lato o en el más reducido) son en verdad muy antiguos. Versiones muy primitivas ya presentan puntos comunes; y allí donde se da el lenguaje, allí sin excepción se los encuentra. Nos hallamos, pues, como es obvio, ante una variante del problema que afrontan el arqueólogo o el filólogo comparatista: el debate entre
evolución independiente
(o mejor dicho,
invención
) de temas parecidos;
derivación
de un antepasado común, y
difusión
en distintas épocas desde uno o más centros. La mayor parte de las controversias no existirían si una o ambas partes no tratasen de simplificar en demasía; e imagino que esta controversia no es la excepción. Probablemente, la historia de los cuentos de hadas sea más compleja que la evolución de la raza humana, y tanto como la historia del lenguaje. Es evidente que los tres elementos, invención independiente, derivación y difusión, han desempeñado su papel en la elaboración de la intrincada madeja del Cuento. Y si exceptuamos a los elfos, no hay hoy ingenio alguno que pueda desenmarañarla
[17]
. La más importante y fundamental de las tres es la invención, por lo que no ha de sorprender que sea también la más misteriosa. Las otras dos, en definitiva, se retrotraen por necesidad hasta un inventor, es decir, hasta un narrador. La
difusión
(o transmisión en el espacio), ya sea de un artefacto o de un cuento, no hace sino remitir el problema del origen a otro punto cualquiera. En el centro de la supuesta difusión hay un lugar en el que una vez vivió un autor. Otro tanto ocurre con la
derivación
(o transmisión en el tiempo): con ella no llegamos sino a un único autor primero. Mientras que si creemos que de forma independiente nacieron a veces ideas, temas o ingenios similares, nos limitamos a multiplicar el inventor primero, sin que por ello penetremos con más nitidez en su talento.
La filología ha quedado destronada del alto sitial que en otro tiempo ocupó en este tribunal de investigación. La opinión de Max Müller de que la mitología era una «enfermedad del lenguaje» puede ya abandonarse sin remordimientos. La mitología no es ninguna enfermedad, aunque, como todas las cosas humanas, pueda enfermar. De igual modo podría decirse que el pensamiento es una enfermedad de la mente. Estaría más cerca de la verdad decir que las lenguas, en particular los modernos idiomas europeos, son una enfermedad de la mitología. De todas formas, no podemos descartar el Lenguaje. En nuestro mundo el pensamiento, el lenguaje y el cuento son coetáneos. La mente humana, dotada de los poderes de generalización y abstracción, no sólo ve
hierba verde
, diferenciándola de otras cosas (y hallándola agradable a la vista), sino que ve que es
verde
, además de verla como
hierba
. Qué poderosa, qué estimulante para la misma facultad que lo produjo fue la invención del adjetivo: no hay en Fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso. Y no ha de sorprendernos: podría ciertamente decirse que tales hechizos sólo son una perspectiva diferente del adjetivo, una parte de la oración en una gramática mítica. La mente que pensó en
ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz
también concibió la noción de la magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo. Si pudo hacer una cosa, también la otra; e hizo las dos, inevitablemente. Si de la hierba podemos abstraer lo verde, del cielo, lo azul y de la sangre, lo rojo, es que disponemos ya del poder del encantador. A cierto nivel. Y nace el deseo de esgrimir ese poder en el mundo exterior a nuestras mentes. De aquí no se deduce que vayamos a hacer buen uso de ese poder en cualquier nivel; podemos poner un verde horrendo en el rostro de un hombre y obtener un monstruo; podemos hacer que brille una extraña y temible luna azul; o podemos hacer que los bosques se pueblen de hojas de plata y que los carneros se cubran de vellocinos de oro; y podemos poner ardiente fuego en el vientre del helado saurio. Y con tal «fantasía», que así se la denomina, se crean nuevas formas. Es el inicio de Fantasía. El Hombre se convierte en subcreador.
Así, el poder esencial de Fantasía es hacer inmediatamente efectivas a voluntad las visiones «fantásticas». No todas son hermosas, ni siquiera ejemplares; no al menos las fantasías del Hombre caído. Y con su propia mancha ha mancillado a los elfos, que sí tienen ese poder (real o imaginario). En mi opinión, se tiene muy poco en cuenta este aspecto de la «mitología»: subcreación, más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo. ¿Ocurre así porque lo vemos más en relación con Fantasía que con el Olimpo? ¿Porque se considera que pertenece a la «mitología menor», más que a la «alta mitología»? Ha habido abundantes controversias sobre las relaciones entre ambos,
cuento popular y mito
; pero aunque no las hubiera habido, el tema requeriría cierta atención, si bien breve, en cualquier reflexión acerca de los orígenes.
En cierto momento dominó el criterio de que todos estos temas derivaban de los «mitos de la naturaleza». Los moradores del Olimpo eran
personificaciones
del sol, de la aurora, de la noche, etcétera, y todo lo que de ellos se contaba eran originalmente los
mitos
(
alegorías
habría sido un término más adecuado) de los grandes cambios y procesos elementales de la naturaleza. La épica, las leyendas heroicas, las sagas localizaban luego estos relatos en lugares reales y los humanizaban al atribuírselos a héroes ancestrales, más poderosos que los hombres, aunque siguieran siendo hombres. Y por último, degenerando poco a poco, estas leyendas se transformaban en cuentos populares,
Marchen
, cuentos de hadas, cuentos para niños.
Ese podría muy bien ser el reverso de la verdad. Cuanto más se acerca a su supuesto arquetipo el denominado «mito de la naturaleza», o alegoría de los grandes cambios de la naturaleza, tanto menos interesante resulta y más incapaz es como mito de arrojar luz de ninguna clase sobre el mundo. Supongamos por el momento, como lo hace esta teoría, que nada existe realmente que guarde relación con los «dioses» de la mitología: ningún personaje, sólo fenómenos astronómicos y meteorológicos. En ese caso únicamente una mano, la mano de una persona, la mano de un hombre, puede investir a esos elementos naturales de un significado y una gloria personales. Sólo de una persona se deriva personalidad. Acaso los dioses deriven su color y su hermosura de los excelsos esplendores de la naturaleza, pero fue el Hombre quien se los procuró, él los extrajo del sol y la luna y la nube; de él derivan ellos directamente su personalidad; a través de él reciben ellos desde el mundo invisible, desde lo Sobrenatural, el hálito o la sombra de divinidad que los envuelve. No hay una distinción fundamental entre altas y bajas mitologías. Sus individuos viven, si es que viven, según la misma vida, de igual manera que monarcas y campesinos lo hacen en el mundo de los mortales.