Cuentos desde el Reino Peligroso (27 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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cayendo sobre mis manos, con los ojos cegados

y la espalda arqueada, reptando por el suelo.

Me arrastré hasta un bosquecillo que se erguía tranquilo

entre muertas hojas, con sus ramas desnudas.

Allí, por fin, agotado, me senté meditando:

roncaban los buhos en sus casas profundas.

Un año, y un día más, me quedé en el lugar:

oí escarabajos en los podridos troncos,

en el musgo las arañas, tejiendo, se agitaban,

junto a mis rodillas se extendían los hongos.

Al final llegó la aurora a mi noche de sombras;

vi que mi cabello colgaba, largo y gris.

«¡Aunque me incline la edad, debo encontrar el mar!

¡Estoy extraviado, y el camino perdí,

pero dejad que me marche!» Tropecé en ese instante;

me alcanzó la sombra cual murciélago en caza;

vino un viento abrasador que en mi oído vibró,

e intenté cubrirme con espinosas zarzas.

Fatigadas las rodillas, con las manos heridas,

el peso del tiempo podía en mí notar,

cuando la lluvia en mi cara se tornó agua salada,

y sentí el olor de las algas y el mar.

Las aves del mar llegaron con gemidos y llantos;

y vinieron voces desde cuevas heladas,

el ladrido de las focas, el gruñir de las rocas,

y pozos profundos engullendo las aguas.

Llegó el invierno deprisa; me hundí en una neblina,

y llevé mis años a la orilla del mar;

había nieve en el viento, escarcha en mis cabellos;

en la última costa cayó la oscuridad.

Me esperaba todavía mi barca a la deriva,

subiendo en las aguas, agitando la proa.

Exhausto me tendí en ella y huimos de esas tierras,

cruzando los mares y saltando las olas,

esquivando viejas quillas cubiertas de gavinas

y grandes navios cargados de luz pura

que regresaban a puerto, oscuros como cuervos,

quedos como nieve en la noche profunda.

Entre las casas cerradas el viento murmuraba;

las calles desiertas. Me senté en un portal,

y allí donde la llovizna zanja abajo corría

mi pequeña carga arrojé sin piedad:

granos de arena apretados en mis ávidas manos,

y en silencio, muerta, una concha marina.

Nunca más oiré doblar la campana de mar,

nunca más mis pies pisarán esa orilla.

Nunca más esos lugares, pues por tristes pasajes,

por ciegas callejas y por largas calzadas

con mis harapos camino. Sólo me hablo a mí mismo;

pues siguen callados los que a mi lado pasan.

16
El último navío

A las tres la noche ya estaba muriendo

y Fíriel fuera miraba;

un gallo dorado erguido a lo lejos

un canto claro elevaba.

El alba era pálida; los árboles pardos;

las aves, al despertarse piaban;

las hojas venía arrastrando

una brisa fresca y suave.

Vio crecer la luz desde la ventana

e iluminarse la hierba:

el rocío gris, intenso, brillaba

en las hojas y en la tierra.

Sus pies descendieron como blanca nieve;

veloces se deslizaron

sobre el verde prado: bailaban alegres

de rocío salpicados.

Bajó entonces Fíriel al río corriendo

con su túnica enjoyada;

se apoyó en un tronco, curvo, sauce viejo,

y observó un temblor del agua.

Cayó un rayo azul y se zambulló:

un martín pescador, raudo;

el banco de lirios se desparramó,

los juncos se balancearon.

De pronto, una música hasta ella llegó;

en sus hombros centelleaba

su cabello, libre, derramado al sol,

al calor de la mañana.

Oyó soplar flautas, oyó arpas tañidas;

jóvenes voces de viento

trayendo canciones claras, cristalinas;

y campanas a lo lejos.

Vio acercarse un barco de blanco esplendor,

de proa erguida, elevada,

con oro en los remos y en el espolón;

unos cisnes lo guiaban.

Venían remando las hermosas gentes

de la Tierra de los Elfos;

de plata y de gris; tres resplandecientes

con coronados cabellos.

Alzaban su canto siguiendo las olas,

llevando en sus manos arpas:

«Los campos son verdes, largas son las hojas,

y todas las aves cantan:

con auroras de oro una y otra vez

se iluminará esta tierra,

y una y otra flor veremos nacer,

sin que el trigal envejezca».

«¿Hacia dónde vais, hermosos remeros,

embarcados, por el río?

¿Acaso al crepúsculo? ¿A un lugar secreto,

en el gran bosque escondido?

¿Poderosos cisnes en su vuelo os llevan

al Norte, a habitar las olas,

a las islas frías de costas de piedra,

donde lloran las gaviotas?»

Responden del barco: «¡No! Marchamos lejos

por el último camino;

dejamos atrás estos grises puertos,

desafiando al mar sombrío.

Vamos donde siempre crece el Árbol Blanco,

hacia la última ribera,

Hogar de los Elfos donde está brillando

sobre la espuma la Estrella».

«¡Abandona ya los mortales campos;

la Tierra Media dejemos!

Vuela una llamada desde el campanario

en el Hogar de los Elfos.

Aquí se marchitan las hierbas, el sol,

la luna, y las hojas caen;

nosotros oímos, lejana, esa voz

que nos empuja a este viaje.»

Dejaron los remos, viendo a la doncella:

«¡Fíriel, Fíriel!», exclamaron.

«¿Oyes la llamada? ¡Niña de la Tierra!

Queda sitio en nuestro barco,

sólo para uno: llevarte podemos.

Tus días rápidos pasan.

Niña de la Tierra, bella como un Elfo,

oye la última llamada».

Fíriel los veía desde la ribera,

osando dar sólo un paso;

profundo se hundieron sus pies en la arena,

y se detuvo, mirando.

Se alejó la nave, susurró al pasar

rozando las aguas, lenta;

«¡No puedo partir!», la oyeron llorar,

«¡Yo soy hija de la Tierra!».

Y sobre su túnica, al estar de vuelta,

ninguna joya brillaba

bajo el techo oscuro y bajo la puerta,

en la sombra de la casa.

Ciñó su jubón de marrón rojizo,

trenzando el largo cabello,

y volvió al trabajo, a paso cansino.

El sol se fue diluyendo.

Todavía fluyen en los Siete Ríos

los años, uno tras otro;

y pasan la nube y el sol con su brillo,

y se agitan, temblorosos, el sauce y el junco.

Pero nunca más

hacia el oeste pasaron como antes,

los barcos, en agua mortal;

y se acallaron sus cantos.

El herrero de Wootton Mayor

H
abía una vez un pueblo, no hace mucho tiempo para los de buena memoria, ni muy distante para los de largas zancas. Llevaba el nombre de Wootton Mayor, porque era más grande que Wootton Menor, a pocos kilómetros de distancia en la espesura del bosque; aun así no era muy importante, aunque gozaba por entonces de prosperidad y contaba con un buen número de vecinos buenos, malos y regulares, como es habitual.

Era, a su manera, un pueblo notable, bien conocido en todos los contornos por la destreza de su gente en distintos oficios, pero sobre todo por su arte culinario. Disponía de una gran Cocina, propiedad del Ayuntamiento, y el Cocinero Mayor era todo un personaje. La Residencia del Cocinero y la Cocina lindaban con el Gran Pabellón, el edificio más amplio y antiguo del lugar, y el más hermoso. Estaba hecho de buena piedra y buena madera de roble, y bien cuidado, aunque ya no mostraba las pinturas y dorados que había lucido en épocas pasadas. En él tenían lugar las reuniones y debates de los lugareños, los festejos populares y reuniones familiares. Así que el Cocinero siempre se hallaba atareado, pues a su cargo corría el menú propio de todas estas ocasiones. En cuanto a las muchas fiestas que a lo largo del año se celebraban, la comida se juzgaba adecuada si era abundante y sabrosa.

Una festividad en particular era esperada por todos con especial interés, porque era la única del invierno. Duraba una semana, y al atardecer del último día se ofrecía una gran fiesta, llamada de los Niños Buenos, a la que no se convidaba a muchos. Faltaban, sin duda, algunos que merecían estar invitados, y por error se llamaba a otros que no eran dignos; así son las cosas, por mucha atención que intenten poner los que velan por tales asuntos. De cualquier forma, era el azar de la fecha de nacimiento lo que sobre todo determinaba que un niño tomase parte en la Fiesta de los Veinticuatro, ya que sólo se celebraba una cada veinticuatro años y únicamente se invitaba a veinticuatro muchachos. Todos esperaban que el Maestro Cocinero se luciera de forma especial en ocasión semejante, y además de otros muchos bocados apetitosos era costumbre que preparase una Gran Tarta. De su buen acierto (o de todo lo contrario) dependía casi exclusivamente que su nombre se recordase, pues rara vez, si alguna había habido, un Cocinero Mayor ocupaba su cargo el tiempo suficiente para preparar una segunda Tarta.

Llegó, sin embargo, una ocasión en que el entonces Cocinero Mayor (para sorpresa de todos, pues esto nunca había ocurrido antes) anunció de pronto que necesitaba unas vacaciones; y se marchó sin que nadie supiera dónde; y cuando algunos meses después regresó, parecía un tanto cambiado. Había sido un hombre afable, al que le agradaba ver divertirse a los demás, si bien él mismo era serio y de pocas palabras. Ahora se mostraba más jovial, y a menudo hacía y decía las cosas más graciosas; y en las fiestas solía entonar canciones jocosas que nadie esperaba en boca de un Cocinero Mayor. También trajo consigo un aprendiz, y eso dejó sorprendido al pueblo.

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