Cuentos desde el Reino Peligroso (33 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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De todas formas, el pobre Niggle no obtenía ningún placer de aquella vida. Ni siquiera los que él había aprendido a llamar placeres. No se divertía, desde luego; pero tampoco podía negarse que comenzaba a experimentar un sentimiento de, digamos, satisfacción: a falta de pan... Se había acostumbrado a iniciar su trabajo tan pronto como sonaba una campana y a dejarlo al sonar la siguiente, todo recogido y listo para poderlo continuar cuando fuera preciso. Hacía muchas cosas al cabo del día. Terminaba sus trabajillos con todo primor. No tenía tiempo libre (excepto cuando se encontraba solo en su celda) y, sin embargo, comenzaba a ser dueño del tiempo; comenzaba a saber qué hacer con él. Allí no existía ninguna sensación de prisa. Disfrutaba ahora de mayor paz interior, y en los momentos de descanso podía descansar de verdad.

Entonces, de improviso, le cambiaron todo el horario; casi no le permitían ir a la cama. Lo apartaron totalmente de la carpintería y lo mantuvieron cavando una jornada tras otra. Lo aceptó bastante bien: pasó mucho tiempo antes de que intentase rebuscar en el fondo de su espíritu las maldiciones que casi había olvidado. Estuvo cavando hasta que le dio la impresión de tener rota la espalda, las manos se le quedaron en carne viva y comprendió que era incapaz de levantar una palada más de tierra. Nadie le dio las gracias. Pero el médico se acercó y echó una ojeada.

—¡Basta! —dijo—. Descanso absoluto. A oscuras.

Niggle yacía en la oscuridad, completamente relajado, y como no había sentido ni pensado nada en absoluto, no podía asegurar si llevaba allí horas o años. Fue entonces cuando oyó voces: unas voces que nunca había oído antes. Parecía tratarse de un consejo de médicos, o quizá de un jurado reunido, en una habitación inmediata y seguramente con la puerta abierta, aunque no veía ninguna luz.

—Ahora el caso Niggle —dijo una Voz severa, más severa que la del doctor.

—¿De qué se trata? —dijo una Segunda Voz, que se podría calificar de amable, aunque no era suave; era una voz que destilaba autoridad y sonaba a un tiempo esperanzadora y triste—. ¿Qué le pasa a Niggle? Tenía el corazón en su sitio.

—Sí, pero no funcionaba bien —dijo la Primera Voz—. Y no tenía la cabeza bien encajada; pocas veces se detenía a pensar. Fíjese en el tiempo que perdía, y sin siquiera divertirse. Nunca terminó de prepararse para el viaje. Vivía con cierto desahogo y, sin embargo, llegó aquí con lo puesto, y hubo que ponerlo en el ala de beneficencia. Me temo que es un caso difícil. Creo que debería quedarse algún tiempo más.

—Puede que no le sentara mal —dijo la Segunda Voz—. Pero no hay que olvidar que es un pobre hombre. Jamás se pretendió que de verdad llegase a ser alguien. Y nunca fue muy fuerte. Vamos a ver los registros... Sí. Hay algunos puntos a su favor, en efecto.

—Quizá —dijo la Primera Voz—. Pero pocos de ellos resistirían un análisis exhaustivo.

—Bueno —contestó la Voz Segunda—, tenemos esto: era pintor por vocación; de segunda fila, desde luego. Con todo, una hoja pintada por Niggle posee un encanto propio. Se tomó muchísimo trabajo con las hojas, y sólo por cariño. Nunca creyó que aquello fuera a hacerlo importante. Tampoco aparece en los Registros que pretendiese, ni siquiera ante sí mismo, excusar con esto su olvido de las leyes.

—Entonces no habría olvidado tantas —dijo la Primera Voz.

—De cualquier modo, Niggle respondió a muchísimas llamadas.

—A un pequeño porcentaje, la mayoría muy fáciles; y las calificaba de «interrupciones». Esa palabra aparece por todas partes en los Registros, junto con un montón de quejas e imprecaciones estúpidas.

—Cierto. Pero a él, pobre hombre, le parecieron sin duda interrupciones. Por otro lado, jamás esperaba ninguna recompensa, como tantos de su clase lo llaman. Tenemos el caso de Parish, por ejemplo, que ingresó después. Era el vecino de Niggle. Nunca movió un dedo por él, y en rarísimas ocasiones llegó a mostrar alguna gratitud. Sin embargo, nada en los Registros indica que Niggle esperara la gratitud de Parish. No parece haber pensado en ello.

—Sí, eso es algo —dijo la Primera Voz—, aunque bastante poco. Lo que ocurre, como podrá comprobar, es que muchas veces Niggle simplemente lo olvidaba. Borraba de su mente, como una pesadilla ya pasada, todo lo que había hecho por Parish.

—Nos queda aún el último informe —dijo la Segunda Voz—. El viaje en bicicleta bajo la lluvia. Quisiera destacarlo. Parece evidente que fue un auténtico sacrificio: Niggle sospechaba que estaba echando por la borda su última oportunidad con el cuadro, y sospechaba, también, que no había razones de peso para la preocupación de Parish.

—Creo que le da más valor del que tiene —dijo la Primera Voz— . Pero usted tiene la última palabra. Tarea suya es, desde luego, presentar la mejor interpretación de los hechos. A veces la tienen. ¿Cuál es su propuesta?

—Creo que el caso está ahora listo para un tratamiento más amable —dijo la Segunda Voz.

Niggle pensó que nunca había oído nada tan generoso. Lo de «tratamiento amable» hacía pensar en un cúmulo de espléndidos regalos y en la invitación a un festín regio. En aquel momento, Niggle se sintió avergonzado. Oír que se lo consideraba digno de un tratamiento bondadoso lo abrumaba y lo hizo enrojecer en la oscuridad. Era como ser galardonado en público, cuando el interesado y todos los presentes saben que el premio es inmerecido. Niggle ocultó su sonrojo bajo la burda manta.

Hubo un silencio. Luego la Primera Voz, muy cercana, se dirigió a él:

—Ha estado escuchando —dijo.

—Sí —respondió.

—Bueno, ¿alguna observación?

—¿Puede darme noticias de Parish? —dijo Niggle—. Me gustaría volverlo a ver. Espero que no se encuentre muy mal. ¿Pueden curarle la pierna? Le hacía pasar malos ratos. Y, por favor, no se preocupen por nosotros dos. Era un buen vecino y me proporcionaba patatas excelentes a muy buen precio, ahorrándome mucho tiempo.

—¿Sí? —dijo la Primera Voz—. Me alegra oírlo.

Hubo otro silencio. Niggle se dio cuenta de que las voces se alejaban.

—Bien, de acuerdo —oyó que respondía en la distancia la Primera Voz—. Que comience la segunda fase. Mañana mismo, si usted quiere.

Al despertar, Niggle encontró que las persianas estaban levantadas y su pequeña celda inundada de sol. Se levantó y comprobó que le habían proporcionado ropas cómodas, no el uniforme del hospital. Después del desayuno el doctor le atendió las manos doloridas, dándole un ungüento que enseguida se las mejoró. Le dio además unos cuantos consejos y un frasco de tónico, por si le hacía falta. A media mañana le entregaron una galleta y un vaso de vino; y luego un billete.

—Ya puede ir a la estación —dijo el médico—. Lo acompañará el maletero. Adiós.

Niggle se escabulló por la puerta principal y parpadeó algo sorprendido. Había un sol radiante. Además, había esperado salir a una gran ciudad, a juzgar por el tamaño de la estación. Pero no fue así. Se encontró en la cima de una colina, verde, desnuda, barrida por un viento vigorizador. No había nadie más por allí. Lejos, al pie de la colina, vio brillar el tejado de la estación.

Caminó hacia ella colina abajo con paso rápido, pero sin prisa. El maletero lo descubrió enseguida.

—Por aquí —dijo, y condujo a Niggle a un andén donde se encontraba, listo ya, un tren de cercanías muy coquetón: un solo coche y una pequeña locomotora, muy relucientes los dos, limpios y recién pintados. Parecían a punto para un viaje inaugural. Incluso el carril que se veía ante la locomotora parecía nuevo: brillaban los raíles, los cojinetes estaban pintados de verde, y las traviesas, al cálido sol, dejaban escapar un delicioso olor a brea fresca. El coche estaba vacío.

—¿Adonde va este tren, mozo? —preguntó Niggle.

—Creo que no han colocado aún el cartel de destino —dijo el mozo—. Pero lo encontrará satisfactorio. —Y cerró la puerta.

El tren arrancó al punto. Niggle se recostó en el asiento. La pequeña locomotora avanzaba entre borbotones de humo por el fondo de un cañón de altas paredes verdes, al que un cielo azul servía de dosel. No parecía haber pasado mucho tiempo, cuando la locomotora dio un silbido; entraron en acción los frenos y el tren se detuvo. No había estación ni cartel indicador, sólo un tramo de peldaños que subía por el verde talud. Al final de la escalera se abría un postigo en un seto muy cuidado. Junto a él estaba su bicicleta: por lo menos parecía la suya y llevaba una etiqueta amarilla atada al manillar, con la palabra NIGGLE escrita en grandes letras negras.

Abrió la puerta de la barrera, saltó a la bicicleta y se lanzó colina abajo, acariciado por el sol primaveral. Pronto comprobó que desaparecía el camino que había venido siguiendo y que la bicicleta rodaba sobre un césped maravilloso. Era verde y tupido; podía apreciar, sin embargo, cada brizna de hierba. Le parecía recordar que en algún lugar había visto o soñado este prado. Las ondulaciones del terreno le resultaban en cierta forma familiares. Sí, el terreno se nivelaba, coincidiendo con sus recuerdos, y después, claro está, comenzaba a ascender de nuevo. Una gran sombra verde se interpuso entre él y el sol. Niggle levantó la vista y se cayó de la bicicleta. Ante él se encontraba el Árbol, su Árbol, ya terminado, si tal cosa puede afirmarse de un árbol que está vivo, cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen en aquel aire que Niggle tantas veces había imaginado y que tantas veces había intentado en vano captar. Miró el Árbol, y lentamente levantó y extendió los brazos.

—Es un don —dijo. Se refería a su arte, y también a la obra pictórica; no obstante estaba usando la palabra en su sentido más literal.

Siguió mirando el Árbol. Todas las hojas sobre las que él había trabajado estaban allí, más como él las había intuido que como había logrado plasmarlas. Y había otras que sólo fueron brotes en su imaginación y muchas más que hubieran brotado de haber tenido tiempo. No había nada escrito en ellas; eran sólo hojas exquisitas; pero todas llevaban una fecha, nítidas como las de un calendario. Se veía que algunas de las más hermosas y características, las que mejor reflejaban el estilo de Niggle, habían sido realizadas en colaboración con el señor Parish: no hay otra forma de decirlo.

Los pájaros hacían sus nidos en el Árbol. Pájaros sorprendentes: ¡qué forma de trinar! Se apareaban, incubaban, echaban plumas y se internaban gorjeando en el Bosque, incluso mientras los contemplaba. Entonces se dio cuenta de que el Bosque estaba también allí, abriéndose a ambos lados y extendiéndose en la distancia. A lo lejos reverberaban los montes.

Después de algún tiempo, Niggle se dirigió hacia la espesura. No es que se hubiese cansado ya del Árbol, pero ahora parecía tenerlo todo claro en su mente, y lo comprendía, y era consciente de su crecimiento aunque no estuviese contemplándolo. Mientras caminaba descubrió algo curioso: el Bosque era, por supuesto, un bosque lejano, y sin embargo él podía aproximarse, incluso entrar en él, sin que por ello perdiese su peculiar encanto. Antes no había conseguido nunca entrar en la distancia sin que ésta se convirtiese en meros alrededores. Se añadía así un considerable atractivo al hecho de pasear por el campo, porque al andar se desplegaban ante él nuevas distancias; de modo que ahora se lograban perspectivas dobles, triples, e incluso cuádruples, y ello con doblado, triplicado o cuadruplicado encanto. Podías seguir andando hasta lograr reunir todo un horizonte en un jardín, o en un cuadro (si uno prefería llamarlo así). Podías seguir andando, pero acaso no indefinidamente. Al fondo estaban las

Montañas. Se iban aproximando, muy despacio. No parecían formar parte del cuadro, o en todo caso sólo como nexo de unión con algo más, algo distinto entrevisto tras los árboles, una dimensión más, otro paisaje.

Niggle paseaba, pero no se limitaba a vagar. Observaba con detalle el entorno. El Árbol estaba completo, aunque no terminado. («Justo todo lo contrario de lo que antes ocurría», pensó.) Pero en el Bosque había unas cuantas parcelas por concluir, que todavía necesitaban ideas y trabajo. Ya no era necesario hacer modificaciones, todo estaba bien, pero había que proseguir hasta lograr el toque definitivo. Y en cada momento Niggle veía la pincelada precisa.

Se sentó bajo un árbol distante y muy hermoso: una variedad del Gran Árbol, pero con su propia identidad o a punto de alcanzarla, si recibía un poco más de atención. Y se puso a hacer cabalas sobre dónde empezar el trabajo y dónde terminarlo y cuánto tiempo le llevaría. No pudo concluir todo el esquema.

—¡Claro! —dijo—. ¡Necesito a Parish! Hay muchas cosas de la tierra, las plantas y los árboles que él entiende y yo no. No puedo concebir este lugar como mi coto privado. Necesito ayuda y consejo. ¡Tenía que haberlos pedido antes!

Se levantó y caminó hasta el lugar en que había decidido comenzar el trabajo. Se quitó la chaqueta. En aquel momento, medio escondido en una hondonada que lo protegía de otras miradas, vio a un hombre que, con cierto asombro, paseaba la vista en derredor. Se apoyaba en una pala, pero estaba claro que no sabía qué hacer. Niggle lo saludó:

—¡Parish! —gritó.

Parish se echó la pala al hombro y vino hacia él. Aún cojeaba un poco. Ninguno habló; simplemente se saludaron con un movimiento de cabeza, como solían hacer cuando se cruzaban en el camino; sólo que ahora se pusieron a caminar juntos, agarrados del brazo. Sin una sola palabra, Niggle y Parish se pusieron de acuerdo sobre el lugar exacto donde levantar la casita y el jardín que se les antojaban necesarios.

Mientras trabajaban al unísono, se hizo evidente que Niggle era el más capacitado de los dos a la hora de distribuirse el tiempo y llevar a buen término la tarea. Aunque parezca extraño, fue Niggle el que más se absorbió en la construcción y jardinería, mientras que Parish se extasiaba en la contemplación de los árboles y especialmente del Árbol.

Un día Niggle estaba atareado plantando un seto; Parish se encontraba muy cerca, echado sobre la hierba y observando con atención una bella y delicada flor amarilla que crecía entre el verde césped. Niggle había sembrado hacía algún tiempo un buen número entre las raíces de su Árbol. De pronto, Parish levantó la vista. Su cara resplandecía bajo el sol mientras sonreía.

—¡Esto es extraordinario! —dijo—. En realidad yo no debía estar aquí: gracias por hablar en mi favor.

—¡Bah, tonterías! —dijo Niggle—. No recuerdo lo que dije, pero, de todas formas, no tuvo importancia.

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