Corazón de Ulises (15 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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—Es inofensivo, un pobre chiflado —dijo Helena.

—¿Le conoce?

—Estuve ayer un rato con él. Se llama Giorgios. Vivió muchos años en Australia, perdió a su mujer en un accidente y enloqueció. La gente le trata bien, despierta compasión.

Helena se levantó y gritó algo en griego al demente. El hombrecillo nos miró, Helena le dijo algo más, y Giorgios se volvió, tomó una bandurria que apoyaba al lado de la silla y caminó hacia nosotros a trompicones.

—Siéntate con nosotros y cántanos algo, Giorgios —dijo Helena.

Mirándonos con ojos muy vivos, el loco tomó asiento y acomodó su
boudzuki
en los brazos. Se arrancó a cantar mientras tañía una melodía insensata. Los movimientos de sus dedos sugerían que alguna vez, en otro tiempo, quizá supo tocar el instrumento. Cantaba en incomprensible inglés una balada que podía ser un canto de amor, y sus ojos parecían viajar hacia algún lugar lejano de su memoria, nadando en una húmeda melancolía. Cantaba como un gato al que le han pisado el rabo mientras Helena tarareaba en una imposible segunda voz. Del canto de aquel loco emanaba una nostalgia desgarrada, un grito chirriante y tierno al mismo tiempo. Tal vez, en el torbellino de imágenes inconexas que poblaban su cabeza, vislumbraba el rostro de la mujer que amó.

Luego, a mitad de una estrofa, Giorgios pegó un monumental rasgueo a la bandurria y cortó la canción. Aplaudimos. Otros aplausos se unieron desde las mesas vecinas.

—Muy bien, Giorgios, muy bien —dijo Helena—. Este amigo es español; ¿sabes alguna canción de su tierra?

Y el hombrecillo se arrancó a cantar, en un idioma indescifrable, algo que podía parecerse al corrido mexicano
La Cucaracha
. Helena se incorporó bramando en griego. Y yo me uní al insólito orfeón aullando en español.

La hermosura de muchos pequeños pueblos del Mediterráneo, como Kastellorizon, no está en su paisaje, ni en sus playas, ni en la bondad de su clima. Su belleza más honda reside en la capacidad de integrar a todas sus gentes en un suave círculo de convivencia, un blando colchón de vida en común. Los locos, los bobos, los incapaces, los ancianos…, todos tienen su lugar, incluso hay sitio para los gatos sin dueño y los perros vagabundos. El tonto y el demente mueven a la risa y tal vez son, en ocasiones, objeto de bromas de poco gusto, pero tienen siempre protección y encuentran con frecuencia cariño. Es probable que la esperanza de un mundo mejor haya que buscarla en esos pequeños lugares perdidos, cálidos y amables, y no en las pavorosas y gigantescas ciudades donde los hombres han renunciado a conocerse entre ellos, mientras se temen los unos a los otros.

Dos noches después llegaba el barco de Rodas, soltaba en Kastellorizon un puñado de viajeros y recogía a los que dejaban la pequeña isla de regreso a la isla de los caballeros de San Juan. Helena se iba. Cenamos juntos en una terraza cercana al muelle donde debía atracar el transbordador. Con nosotros se sentaban Andrea y su hija, que también se iban, y esta vez nos acompañaba el marido, un tipo de aire enfermizo que no hablaba.

—Es un fastidio que las vacaciones terminen —decía Helena—. Otra vez a fregar y a guisar sin descanso. Pero tengo ganas de ver a mis hijas. La madre es muy importante para los hijos, en tanto se hacen grandes. Nosotras sabemos, mejor que los padres, cuándo están bien y cuándo no. Yo lo leo en su cara. No sé cómo será en España, pero en Chipre el más querido es el pequeño, el
micró
. El mayor es siempre el más frágil.

Llegó el barco y acompañé al grupo hasta el muelle, cargando con la pesada bolsa de Helena. Al pie de la panza abierta del buque, ella me tomó las manos y me besó en las mejillas. Fueron dos besos exactos y en su sitio, marcados con vigor sobre mi piel, en nada parecido a ese amago de beso con que los hombres y las mujeres nos saludamos y despedimos en las grandes ciudades. Todo en Helena era preciso y rotundo: sus besos, su inglés y sus opiniones.

—Volveremos a vernos —sonreía bajo su bella mirada entristecida—. En los viajes es bonito enamorarse alguna vez, aunque sólo sea un poquito, ¿no le parece?

Y se alejó con pasos tambaleantes camino de la pasarela del barco, vencida por el peso de su voluminosa bolsa y de su maltratado cuerpo. La boca del tiempo, en forma de transbordador, la engulló para siempre.

Segunda Parte
Caminos de aire

«Lo perdurable es la obra de los poetas».

FRIEDRICH HÖLDERLIN

Capítulo VII
Mi patria está en el cielo

El mapa de Turquía tiene la forma de un vigoroso bisonte que sestea sobre el blando lecho del mar. Es un país de geografías implacables, de una anatomía que no ofrece concesiones. Siempre resulta exacto, no acepta ambigüedades. Cuando decide ser suave, lo es hasta empalagar, como sus pasteles de miel. Y cuando es bronco, te despierta inquietud, como si la armadura de sus montañas escondiera un corazón incapaz de alentar piedad alguna. Su litoral mediterráneo alterna las playas amables y los broncos acantilados, con un patio trasero donde las inhóspitas cordilleras cobijan valles dotados de gentil feracidad. Es una tierra insólita que te sorprende en cada recodo de los caminos, ahora dulce y somnolienta, al poco agreste y arisca.

En esta franja costera del Mare Nostrum, y también a lo largo del litoral de ese océano interior que es el mar Negro, hubo numerosas colonias griegas durante casi tres mil años, desde los días del esplendor de las dinastías micénicas hasta los años veinte de nuestro siglo. Ahora ya nadie habla griego por estos pagos. Pero aquellos que gusten de oír las voces de la historia humana, por fuerza escucharán aquí el eco de una gran palabra: filosofía.

Pues fueron estas tierras el lugar en donde nació el pensamiento racional de Occidente, donde se alumbraron las primeras reflexiones del hombre huido de las celdas de la magia y de la divinidad. Aquí brotó la idea sobre la que los hombres seguimos nuestra navegación sin fin, dejando atrás los siglos y en busca de otros nuevos. Fue una idea que ahora palpita incorporada a nuestra vida cotidiana y que nos parece tan sencilla como fuera de toda duda: que el hombre puede explicarse el mundo usando de su desnuda inteligencia, a espaldas de Dios. Es probable que, en el largo deambular de la especie humana por la Tierra, nunca su audacia haya llegado tan lejos. Aún hoy, muchos sienten vértigo ante tal desafío.

A este pedazo de Turquía arrimado al Egeo se le conoció desde antiguo como Asia Menor. Bajo un punto de vista geográfico, puede que sea una pequeña Asia; pero si se piensa en medidas del espíritu, debería llamarse Asia Mayor.

Desde Kastellorizon crucé a la costa turca una luminosa mañana, en el barco del capitán Niko. Apenas veinte minutos después de dejar atrás la isla de los escritores y de los enamorados desembarcaba en Kas, antaño un pequeño pueblo de pescadores y hoy un emplazamiento turístico repleto en los estíos de turistas alemanes, ingleses e italianos. Treinta años antes yo había viajado por estos litorales en un destartalado autobús, durmiendo en pensiones humildes y nadando en playas donde no había junto a mí otros seres vivos que los peces y las gaviotas. Ahora, en torno a las aldeas pesqueras, el paisaje se ha poblado de hoteles, de bungalós y de agencias donde se ofrecen excursiones de buceo y la práctica del windsurf. Turquía se ha incorporado al tren de la industria del ocio, aunque en mucha menor medida todavía que las costas griegas, italianas, francesas y españolas.

Me fui derecho a la estación de autobuses. Y tuve suerte: diez minutos después, dejaba Kas a bordo de uno de ellos y rumbo al norte. Era un magnífico vehículo, dotado de aire acondicionado y en el que, a cada poco, un gentil chaval uniformado ofrecía a los viajeros colonia y vasos de agua. Es una de las paradojas de Turquía: nación pobre y con muy baja renta per cápita, cuenta con un imponente servicio de autobuses que envidiarían muchos países de muy superior nivel de vida. Se dice que hay cien mil, y casi todos nuevos.

Han cambiado las pequeñas aldeas de pescadores, pero las carreteras, salvo algunos parches y remiendos, son las mismas que treinta años atrás: estrechas, mal asfaltadas y sinuosas, con rebaños de cabras que surgen de pronto a la salida de una curva, y devencijadas camionetas que te obligan a circular durante kilómetros detrás de ellas, tragando humaredas. Subía y bajaba la carretera, asomándose al mar en súbitos acantilados, cimbreándose entre velludos pinares o echándose tierra adentro hacia los valles donde verdeaba el maíz y brillaban los frutos en los árboles. Y siempre vigilante, más allá, a nuestra derecha, una alta cortina de hoscas montañas.

El autobús, como antaño, se detenía en cada pueblo del camino. Descendían pasajeros y entraban otros nuevos. En su mayoría eran aldeas feúchas, sin otra gracia que la esbeltez del minarete azul y blanco de una pequeña mezquita.

Comí un par de bocadillos de queso agrio en una parada en el camino y, a primera hora de la tarde, me apeaba en Söke, un desangelado pueblo alejado de la costa y situado a mitad de camino entre las ruinas de las antiguas Mileto y Éfeso, las dos ciudades que tuvieron a gala ser patria, la una de la filosofía natural y la otra de uno de los más grandes metafísicos de la Antigüedad. Son como dos pequeños vaticanos, sin altares ni sacerdotes, de los pequeños hombres libres.

Los «siglos oscuros» nos han dejado pocos datos, por no decir que casi ninguno, sobre los años que siguieron al derrumbamiento del universo aqueo cantado por Homero, el fin de aquel mundo de valores de Aquiles y Agamenón, del periodo fecundo donde se sentaron las bases de un modo de comportamiento estético que impregnaría el alma de Grecia, su filosofía, su moral y su arte. Alrededor del 1200 a.C, los dorios, los «hombres del hierro», arrasaron los palacios de la civilización aquea, de la edad del bronce, y con ellos toda su cultura. Los dorios no traían una cultura de sustitución, y la civilización caballeresca y aristocrática de los aqueos vencidos sobrevivió en las leyendas del pueblo, se hizo voz en la poesía oral y se hizo letra en los poemas de Homero y de Hesíodo cuando se produjo el milagro de la palabra escrita. Hacia el siglo VIII a.C, la cultura aquea resucitaba en grandes poemas escritos que se recitaban en fiestas populares y en celebraciones solemnes. ¿Pero en qué geografías se escuchaban sus rimas?

Mucho de lo que sabemos de Grecia transita entre la bruma y una buena parte de cuanto opinamos a propósito de su vieja civilización son sólo, en buena medida, hipótesis construidas sobre una base mínima de datos, a menudo inconexos y con frecuencia sin sentido. Lo que conocemos de los antiguos griegos, y mucho más aún de su primitiva filosofía, nos ha llegado en su mayoría a través de fragmentos, de obras incompletas, de interpretaciones posteriores, de historias oídas a terceros y de juicios interesados. Hay casi tantas teorías sobre el universo griego como especialistas en su civilización. Así que, al hablar de Grecia, navegamos por lo general en las tinieblas. Como es lógico, ahí reside el problema: que no son muchas nuestras certezas sobre aquella luminosa civilización. Pero existe, al mismo tiempo, una ventaja: que todos tenemos el derecho de alumbrar nuestra propia visión del mundo griego. La mejor manera de conocer a Grecia no es otra que amarla. Y ya se sabe que en el amor, medio ciego y medio visionario, uno recibe del otro en la misma proporción que lo que pone de su parte.

No obstante, parece cierto que, alrededor del año 1000 antes de Cristo, multitudes de griegos escaparon del continente y del Peloponeso huyendo de los dorios. La Historia ha calificado a ese periodo como la «migración egea». Y si bien es verdad que ya existían, desde siglos anteriores, colonias griegas en regiones de la actual Siria, de Egipto y de la propia Turquía, la gran oleada de exiliados se produjo huyendo de los invasores de la edad del hierro. Debían ser estos dorios señores de horca y cuchillo, conquistadores implacables que esclavizaban a cuantos se ponían a su paso y que no respetaban norma caballeresca alguna, por mucha estética que la adornara. Venían del norte, descendiendo de Tracia y de Beocia, y su equipaje no era más que su formidable armamento. Respetaron a Atenas, que supo aliarse con ellos. Pero arrasaron todo lo demás, en especial las poderosas ciudades micénicas del Peloponeso.

Los griegos que huyeron a la invasión se llevaron consigo, no sólo a sus familias y las pertenencias que lograron reunir, sino también una tradición cultural fundada en los valores del mundo aqueo. Se llevaron sus apellidos, y con ellos, a sus dioses y a sus héroes. Y se llevaron sus canciones, su tradición de poemas épicos transmitida oralmente de generación en generación. Viajaron a Sicilia y fundaron las colonias de lo que más tarde se llamó la Magna Grecia, la Grecia grande. Viajaron al Asia Menor, a la franja de la costa oriental de la actual Turquía. E incluso, hasta Egipto, donde su influencia y fuerza llegaron a poner en peligro el poder casi divino de los faraones. Fue tal la oleada migratoria, tan violento el cambio, que todo el Mediterráneo oriental quedó patas arriba, hasta el punto de que ni un solo imperio de los siglos anteriores salió indemne del trance. Los hititas, por ejemplo, fueron borrados de la Historia. Aquellos griegos que huían de los temibles dorios eran, a su vez, una experimentada tropa militar que se llevaba por delante a otros pueblos mucho más atrasados que ellos en el arte de la guerra.

Pero en aquellos años tumultuosos, en aquella edad de huida en busca de otras tierras, los griegos ganaron muchas cosas. Al hacerse viajeros a la fuerza, hubieron de perfeccionar sus técnicas de navegación y se convirtieron en los mejores marinos de su tiempo. Mientras escapaban de los guerreros del hierro, aprendían la cultura de otros pueblos, las sabidurías de los egipcios, de los fenicios y de los asirios. Obligados a buscarse la vida para subsistir, levantaron ciudades que se convirtieron, al paso de los años, en nuevas metrópolis conquistadoras.

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