Authors: Javier Reverte
Antiguas leyendas griegas señalaban que, al menos una vez en su vida, todos los hombres yacían con una diosa, en muchas ocasiones sin saberlo, y a menudo mientras dormían. Yo esperé a Afrodita aquella noche en vano, bajo el aire sensual que emanaba de las tierras somnolientas de Citerea y que penetraba en mi camarote. Si al fin subió al transbordador en el que yo viajaba, lo cierto es que no entró en mi cabina. Tal vez otro pasajero más joven y más apuesto tuvo mejor suerte que yo.
En todo caso, ¡cuán relajante resulta una religión en la que los dioses son también pecadores!
Dice Lawrence Durrell que Creta es, probablemente, la más griega de las islas de este país, pero a mí me parece, con el debido respeto a tan espléndido escritor, que es la menos griega de todas. Allí se huele a África y se siente el aroma de Asia, en tanto que a Grecia cuesta verla por más que uno se empeñe en buscarla. Ahora es, además, un isla turística, uno de los destinos que aparecen con mayor frecuencia en los catálogos de las agencias de viajes. Inundada de chicos mochileros,
hippies
tardíos y excursionistas centroeuropeos, sembrada de pizzerías y macdonald's, encontrar el alma griega en la isla cuesta casi tanto como dar con una aguja en un pajar. Si se quiere ver, por ejemplo, la airosa y tradicional figura del cretense vestido de negro, alta y ceñida bota de cuero, puñal en la cintura y redecilla cubriendo los cabellos canos, mejor es acercarse a una tienda de postales que dedicarse a andar por los campos de Creta en pos de lo imposible.
Llegué a eso de las cinco y media de la madrugada, mucho antes del amanecer, al puerto de Souda, en el lado occidental del norte de la isla. Desde allí tomé un autobús que me llevó a Canea y, alrededor de las seis de la mañana, me encontré en una plazuela rodeada de acacias, en el centro de la ciudad desierta, a solas con mi bolsa de viaje. Son ésos, quizá, los mejores instantes de los viajes, porque no sabes muy bien adónde irás ni que harás en las siguientes horas, y estás como suspendido en el vacío, alejado del tiempo y en un espacio que se te antoja irreal. O sea: tienes hondas sensaciones de libertad.
Fumé un par de cigarrillos sentado en un banco, mientras pensaba que me hubiera gustado llegar a Creta con lluvia, entrar en un cafetín y ser abordado por un hombre que se pareciese a Anthony Quinn y se presentase como Alexis Zorba. Supongo que le hubiese contratado de inmediato para que me enseñara a bailar el
sirtaki
y a tañer el
santuri
.
A eso de las siete, cuando la claridad intentaba ya abrirse paso en el cielo, algunos madrugadores habitantes comenzaron a asomar en las calles de Canea. Pregunté a un viejo y me indicó que había algunos hoteles un par de manzanas más arriba. Y logré acomodo en el primero en el que entré, un modesto y limpio hostal en el centro mismo de la ciudad.
Desde mi balcón, en el segundo piso, veía los altos árboles, los quioscos de cigarrillos y golosinas aún cerrados, cafetines todavía vacíos y media docena de estatuas, diseminadas entre la arboleda, que representaban a los héroes de la lucha por la independencia cretense. Era una mañana de aire húmedo que prometía calor. Dormí hasta las diez y, cuando de nuevo volví a abrir el balcón, la plaza se había convertido en una algarabía de gente, coches y motocicletas. Y el sol pegaba de firme, implacable y duro, sobre Canea.
Como en muchos otros lugares de Grecia, la historia de Creta funde en sus orígenes narraciones legendarias con datos que ha ido alumbrando la arqueología. En el caso de esta isla, todo empezó con un toro. Y así lo cuenta la leyenda:
Reinaba en Creta un poderoso soberano, llamado Minos, cuya flota dominaba el mar Mediterráneo, desde las costas de África y de Asia hasta el litoral oriental europeo. Minos residía en un palacio ideado por el arquitecto Dédalo y en su interior había un laberinto de tan complejo diseño que quien allí entraba no podía salir jamás. En sus galerías habitaba un feroz monstruo, el Minotauro, un ser con cabeza de toro y cuerpo de hombre. Había nacido de un encuentro sexual entre la esposa de Minos, Pasifae, y un toro blanco que el dios Poseidón había hecho surgir del mar y entregado al rey de Creta para que lo sacrificase en su honor. Minos no cumplió la orden del dios y, como castigo, Poseidón hizo que Pasifae se enamorase del toro y que, disfrazada de vaca, copulase con el animal.
El terrible hijo de aquel amor pecaminoso asoló la isla, matando numerosos habitantes y devorándolos. Por fin, consiguieron encerrarlo en el laberinto. Pero cada tres lunas era necesario sacrificar un hombre, por lo general un ladrón o un asesino, y ofrecerlo al monstruo para que calmase su apetito.
Si así no lo hacían, el Minotauro abandonaba su cubil y de nuevo sembraba la muerte en la ciudad y los campos circundantes.
El hijo mayor de Minos, Androgeo, viajó a Atenas, y sin que las leyendas expliquen muy bien cómo, fue asesinado en la ciudad. El dolor y la cólera del rey cretense estallaron cuando recibió la noticia del crimen, y en poco tiempo armó una flota que trasladó un poderoso ejército a Atenas, rindiendo la ciudad en unos días.
Minos impuso muy duras condiciones de paz a los atenienses, entre ellas la obligación de pagar un tributo humano: siete muchachos y siete muchachas de Atenas debían ser enviadas cada nueve años a Creta para que los devorase el Minotauro. Así hubo de aceptarlo Egeo, el rey ateniense. Y en consecuencia, cada vez que se cumplía el plazo, el Tribunal de Justicia de la ciudad procedía a realizar el sorteo entre los muchachos y las muchachas de Atenas para enviar catorce de ellos a morir a Creta. El barco que los trasladaba a la isla llevaba velas negras en señal de luto.
En el tratado de paz, sin embargo, Egeo había logrado que Minos aceptase una condición: si uno de los jóvenes atenienses enviados al sacrificio lograba matar al Minotauro, Atenas dejaría de pagar para siempre su tributo. Tal eventualidad parecía de todo punto imposible, y no sólo a causa de la fuerza sobrehumana del monstruo, sino porque, además, los muchachos atenienses entraban al laberinto desarmados, por orden expresa de Minos.
Dos veces cumplió Atenas su penosa obligación. Cuando el plazo del tercer envío se cumplía, un hijo del rey Egeo, el valiente y apuesto Teseo, dio un paso al frente, antes de que el tribunal procediese al sorteo, y se ofreció como voluntario para formar parte del tributo a Minos. El padre no logró hacerle desistir, y al fin convino con su hijo en que, si conseguía matar al Minotauro y regresar a la ciudad, desplegaría velas blancas en la nave en lugar de negras.
Teseo y sus compañeros de infortunio llegaron a Creta y fueron encerrados en una casa cercana a un jardín donde solían pasear las dos hijas de Minos, Ariadna y Fedra. Un día, Ariadna vio a Teseo y se enamoró de inmediato de él. Le hizo llamar, sin que Minos se enterase, y le entregó una espada mágica, con la que podría combatir contra el Minotauro, y también un ovillo de hilo. Ariadna explicó a Teseo que debería atar el extremo del hilo a la entrada del laberinto e ir deshaciéndolo conforme avanzara en el interior de las galerías, hasta llegar al cubil del monstruo, de modo que pudiera encontrar la salida después de matarlo. Ariadna le hizo prometer a Teseo que, si tenía éxito, la llevaría con él a Atenas y se casaría con ella.
Al siguiente día, Teseo fue conducido a la entrada del laberinto. Entró resuelto, y cuando ya no le veían sus guardianes, ató el hilo a un pilar y siguió adentrándose en aquel dédalo de oscuros pasillos y recovecos. Los rugidos del monstruo levantaban ecos pavorosos. Pero el valor de Teseo no flaqueó. Al entrar en una gran sala, el Minotauro y el joven se encontraron frente a frente y el monstruo atacó sin dilación. Y Teseo le atravesó con la espada mágica y lo mató. Luego, siguiendo el hilo de Ariadna, encontró con facilidad la salida. Cuando asomó a la luz, cubierto con la sangre del hombre-toro, sus compañeros rehenes le aclamaron y Ariadna le abrazó y le cubrió de besos.
Minos cumplió su promesa: liberó a los jóvenes atenienses y eximió del tributo a Atenas. Y en las sentinas del barco que habría de llevarle con los otros rehenes de regreso a Atenas, Teseo ocultó a Ariadna, y también a su hermana Fedra, que le pidió huir con ellos.
El viaje de vuelta fue accidentado. Una tormenta desvió el barco a la isla de Naxos. Y allí, Ariadna fue abandonada por Teseo. No obstante, la princesa tuvo suerte y salió ganando de aquella aventura: poco después de ser abandonada en Naxos, la encontraría el joven dios Dioniso, que la hizo su esposa y la llevó con él en su largo viaje por la Tierra y, más tarde, a vivir toda la eternidad en el Olimpo.
Teseo, en la euforia del regreso al hogar, olvidó cambiar las velas negras por las blancas, y su padre el rey Egeo, que esperaba en el puerto, pensando que su hijo había muerto al distinguir el velamen negro de la nave, se arrojó al mar y se ahogó. Desde aquel día, el mar griego quedó bautizado con el nombre del infeliz monarca.
Teseo se casó con Fedra, y quizá fuese esta otra princesa la razón de fondo por la que el príncipe ateniense abandonó a Ariadna en Naxos. Luego, el héroe siguió protagonizando numerosas acciones memorables que la mitología recoge, y llegó a ser casi tan famoso como Hércules.
La civilización minoica creció en Creta a partir del 3000 a.C, aproximadamente, un periodo esencial para la formación del espíritu griego, no tanto por la aportación de valores propios, o por el impulso del pensamiento o de las artes genuinamente cretenses, como por su carácter de puente cultural. A través de Creta, que fue una gran potencia marítima y comercial, llegaron a Grecia muchos de los saberes, las ciencias y las técnicas de Egipto y de Asia. Creta expandió en las tierras y las islas de Grecia cuanto recibía de fuera. Y los griegos lo transformaron con su genio en un universo propio.
La leyenda del Minotauro nos deja ver la fuerza militar y política que poseía el rey Minos y el vasallaje que le rendían las ciudades del norte, las ciudades griegas y, en particular, Atenas. Y en cierto sentido nos relata también cómo un héroe, Teseo, liberó del yugo cretense a los europeos. La realidad es que Creta comenzó su declive como potencia militar y política cuando los aqueos de Micenas, antes de que Agamenón alcanzase el trono, conquistaron la isla y quemaron los fastuosos palacios de sus reyes, entre los años 1400 y 1200 a.C. Homero, en la
Odisea
, habla de Creta como una tierra famosa por sus cien ciudades, aunque conociendo las tendencias homéricas hacia lo hiperbólico uno puede imaginar que, donde escribe ciudades, es probable que debiésemos decir poblachos. Micenas sucedió a Creta en el dominio del mar, se apoderó de su cultura y sus riquezas, y a su vez dominó el Egeo y un buen pedazo de la geografía griega, hasta que se desangró en la guerra de Troya en el año 1184 a.C. y fue ocupada por los invasores dorios, alrededor del 1000 a.C.
Creta, pues, transmitió más que creó. Aportó, no obstante, leyendas que nutrirían la imaginación griega, como la de Teseo, un héroe en la estela de Hércules y precedente de los personajes homéricos de la
Ilíada
. Y le daría también a la civilización helena su dios principal, Zeus. Además de eso, levantó el palacio de Cnosos, una de las obras más fastuosas de la ingeniería de todos los tiempos.
Como muchos otros héroes de la mitología, Teseo estaba emparentado con los dioses y poseía fuerza, valor y, por lo general, bastante buena suerte. Teseo es, como Hércules y Perseo, una figura a caballo entre los dioses y los hombres, uno de aquellos semidioses cuya leyenda les sitúa por encima de las cualidades de los mortales. En ese mismo universo, mitad humano y mitad divino, podrían figurar los Argonautas que acompañaron a Jasón en la expedición a la Cólquide, en el extremo oriental del mar Negro, en busca del Vellocino de Oro. La siguiente generación de héroes es la de los guerreros de Troya, los Aquiles, Áyax, Agamenón, Héctor, Patroclo y otros cuantos. Su parentesco con los dioses ya no es tan directo, aunque sea posible encontrarlo aún en su genealogía. Y comienzan a tener rasgos más humanos, como la cólera que invade el pecho de Aquiles cuando muere su gran amigo Patroclo o el sentimiento de deshonor que empuja a Áyax al suicidio. El tercer escalón del héroe es Ulises, desgajado en muchos aspectos del mundo de valores de la
Ilíada
y convertido, al final de la
Odisea
, en alguien que nos resulta próximo, un tipo que, aun siendo excepcional, siente y padece como todos nosotros y que es por ello el primer personaje que huele a hombre en el largo viaje de la literatura. A partir de Ulises, los héroes pertenecen a la realidad de la Historia, como Alejandro Magno, aunque estos últimos hombres griegos, ya históricos, siguen alentando en su pecho un mundo de valores rescatado de la lejana mitología y de los gloriosos días de la épica.
Quiero decir, sencillamente, que la Historia primitiva, en Grecia, es hija de la leyenda, esto es: de la literatura; y que la realidad griega, la carne de la vida, nace de la poesía, de la imaginación, que es hija de la realidad, y de la voluntad de crear. Por eso, en el Egeo, «todo límite se sutiliza», como bien sabía Kazantzakis. Y por eso, la audacia del talento griego no conocía límites, porque nació, como también señalaba el gran escritor cretense, de algo tan «valioso, heroico y desesperado» como fue «el sagrado sentir de lo poético».
Permanecí en la ciudad un par de días, tiempo más que suficiente para pasear y comer pescado en su magnífico puerto veneciano y deleitar los sentidos en el atardecer desde las escolleras. Creo que pocas veces en mi vida he visto una invasión de turistas semejante a la de Canea, lo que me provocaba una actitud de desaliento. Los que viajamos a menudo quisiéramos ser el turista único, cosa a todas luces injusta e imposible, y no conozco a casi nadie que acepte, cuando viaja, ser llamado turista. El turismo es un fenómeno imparable de nuestros días y, en su demérito, hay que decir que avanza como un
bulldozer
volviendo el mundo uniforme. Pero al mismo tiempo, los turistas rompen las fronteras del mundo, muestran allá donde van que no hay tanta diferencia entre las almas por el hecho de haber nacido en otro lugar y hablar una lengua distinta. Y ellos mismos aprenden, además, a ver que el hombre es uno y que las diferencias de piel, de credo o de idioma no nos hacen mejores o peores. En ese sentido, el turismo es un hecho liberador.
Una de las cosas buenas del turismo es que regala a quien lo practica una honda sensación de libertad por unos cuantos días. Por ejemplo, te permite ataviarte como te da la gana, sin miedo al vestuario, a los amarillos chillones que no te atreves a ponerte en tu lugar de residencia, a las bermudas de flores, las camisetas moradas y los sombreros verdes. En muchos lugares, ves tropas de turistas que parecen una riada de banderas de colores vivos, sin temor al ridículo. En África, por ejemplo, raro es el viajero que no se viste de Clark Gable al estilo
Mogambo
. Michelines, celulitis y varices no se ocultan en las playas. Ni por supuesto escotes generosos, lo que te permite también ser turista de otro tipo de monumentos que las catedrales.