Corazón de Ulises (10 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Capítulo V
Estatuas de humo y soldados de hierro

Desde la borda contemplé la ciudad en penumbra, las viejas murallas dormidas que iluminaban las farolas, los minaretes de las mezquitas y los campanarios de las iglesias recortándose, como sombras chinescas, contra el cielo tembloroso, bajo la leve y postrera claridad del día. Tomaba notas sobre la primera visión de Rodas y me preguntaba en qué lugar se habría alzado la estatua del famoso Coloso, aquel gigante de bronce que guardó en la Antigüedad la entrada del puerto.

A mi lado se acodó un hombre joven, recio, alto, barbado y vestido de negro. Señaló mi cuaderno:

—Usted es escritor —afirmó.

—Algo parecido —dije.

—¿Viaja solo?

—Ya lo ve.

—Es mejor para inspirarse, supongo.

—No necesariamente.

—Son ustedes como los marinos: viajeros solitarios.

—Me hubiera gustado ser marino.

—¿Lo intentó?

—Hace años. Pero me rechazaron: soy daltónico.

—Mejor así —añadió el joven—; es preferible ser escritor que marino.

—¿Usted es marino?

—No, yo soy comerciante, tengo una tienda de electrodomésticos en Rodas. Lo era mi padre, y en su familia casi todos los hombres eran también marinos. Ya murió, pero ahora siento que nunca le conocí, que fue un extraño para mí. Siempre estaba fuera de casa. En realidad, los hijos de los marinos somos medio huérfanos. En cambio, si tu padre es escritor, y por mucho que esté fuera de casa, al menos puedes conocerle por lo que dejó escrito. ¿Tiene hijos?

Asentí.

—¿Y les gusta que sea usted escritor?

—No se lo he preguntado, pero no sé hacer otra cosa.

—Se alegrarán de que haya sido escritor cuando ya esté muerto, aunque le vieran poco durante toda su vida. Podrán saber quién era su padre por lo que su alma escribió. Sus libros les hablarán.

—¿Cree que todos los escritores escriben con el alma?

Los altavoces de la cubierta gritaron algo en griego y el joven se alejó después de estrecharme la mano. Guardé el cuaderno, recogí mi bolsa de viaje y descendí a tierra.

No pensaba quedarme mucho tiempo en la isla, sólo lo justo para organizar mi paso a la ya cercana Turquía, cuya línea costera puede distinguirse con detalle desde cualquier altura de la ciudad. Pero aquella primera noche, al pasear por las calles estrechas de la antigua ciudadela amurallada, Rodas me pareció atractiva. Y decidí permanecer en ella un par de días.

Luego, mis proyectos se complicaron otro poco. A la mañana siguiente comencé a oír hablar de Kastellorizon, una pequeña isla más al oriente, en la ruta de Chipre. Había leído algo, muy poco, sobre Kastellorizon, pero en Rodas todo el mundo parecía estar de acuerdo para hablar de ella. Al segundo día de mi llegada a Rodas tenía la impresión de que era inevitable que me fuese a Kastellorizon. Así que, en lugar de comprar billete para un transbordador que me trasladase a Turquía, a menos de una hora de viaje, me hice con otro para el barco de Kastellorizon. Sólo había uno por semana y la navegación duraba casi seis horas. Desde la pequeña y lejana isla podría cruzar a Turquía sin problemas, me informaron en la agencia de viajes.

De modo que debía permanecer en Rodas cuatro días, en espera de mi barco, en lugar de dos, como tenía previsto. Y cruzar luego a Turquía en un punto de la costa mucho más al sur, lo que alteraría también mis cálculos de tiempo para mi periplo griego.

Pero la salsa de los viajes está en salirse de la ruta de cuando en cuando, en echar a andar hacia donde apunta tu corazón, y no seguir con espartana disciplina la línea que has trazado en el mapa. Y Kastellorizon ya se había metido en mi cabeza. La verdad es que no iba a arrepentirme en absoluto, aunque poco o nada tuviera que ver la lejana y pequeña isla con el propósito de este libro.

«Se llega más lejos cuando no se sabe muy bien adónde se va», escribió alguien cuyo nombre no recuerdo.

Aquella primera mañana de Rodas, el viento era fuerte, fresco y húmedo. Desayuné en el vestíbulo de mi pensión, una casa de dos pisos rodeada de un pequeño jardín sembrado de geranios y hogar de una familia de gatos rubios. Nikos, el dueño, me dio conversación mientras yo bebía mi segundo café y fumaba el primer cigarrillo. Durante cerca de veinte años, Nikos había vivido en Chicago, «trabajando duro», y con sus ahorros, al regreso, había comprado el hostal que ahora regentaba. «Se vive bien en Rodas, mejor que en Chicago. Ahora, gracias sobre todo al turismo, ya no hay pobreza en la isla como cuando yo tuve que irme».

Le mostré en el mapa el viaje que planeaba. «¿No es demasiado largo? Debe tener usted muchas vacaciones». Le dije que pensaba escribir un libro. «Entonces es mejor que vaya a las islas pequeñas, no a las grandes. Como Kastellorizon, por ejemplo, que es un buen sitio para escritores y también para viajar en luna de miel. ¿La conoce?» Negué. «Las islas pequeñas», siguió Nikos, «son más tranquilas y menos turísticas, buenas para los artistas y los enamorados. Allí hay silencio y podrá inspirarse más».

Siempre me ha llamado la atención que algunas ideas sean casi lengua común en todo el planeta, por muy lejanos y dispares que sean los países, como eso de la inspiración de los artistas y aquello de que los enamorados necesitan de soledad a su alrededor. A mí me parece, por el contrario, que los libros se escriben con el trasero, es decir: echando horas en la silla y delante del teclado del ordenador, lo mismo que creo que el amor no es incompatible con la afición a tomar copas con los amigos en los bares ruidosos. Pero, esta vez, eso de la inspiración despertó mi curiosidad: ¿estaría esperándome en Kastellorizon?, ¿qué cara tendrían las musas de la pequeña isla?

El aire de poniente rizaba el mar y lo coloreaba en un vivo azul, salpicado con breves golpes de blanca espuma. Paseé por el recinto de la vieja ciudad amurallada. Un perro cojo perseguía palomas escuálidas en la plaza de Ippokratous y los turistas se fotografiaban por turno ante la fuente Kastellana. Los camareros te llamaban desde los cafetines, compitiendo entre ellos para atraerte a sus terrazas. Bajo los pórticos, las tiendas de
souvenirs
exhibían postales, calendarios con luminosas fotografías, camisetas de todos los colores con la palabra Rodas en la pechera, alfombras, chaquetas de cuero y pequeñas réplicas en mármol de las más conocidas estatuas de la Antigüedad griega. Me acerqué a una agencia de turismo para informarme sobre los transbordadores que cruzaban a Turquía. Mientras la simpática y guapa muchacha de la agencia me anotaba en un papel los horarios de salida hacia la vecina Marmaris, la más cercana localidad de la costa turca, vi en la pared, pinchado con una chincheta, el anuncio del transbordador a Kastellorizon. «¿Sólo hay un barco a la semana?», pregunté. «Ah…, si no conoce Kastellorizon, no debe perder la ocasión, es muy hermosa. Lo mejor es ir allí con alguien de quien se esté enamorado». «¿Y cree que es un buen lugar para escritores?», pregunté. «Claro», afirmó con seguridad la chica, «es muy tranquila y por fuerza tiene que inspirar». Le dije que volvería al día siguiente, cuando tuviese decidido adónde ir.

Rodas tiene un aire a Jerusalén. Como en la vieja ciudad sagrada del Oriente Próximo, por Rodas han pasado todas las antiguas culturas y en Rodas han encontrado caldo de cultivo todos los credos. Una verdadera potencia naval en la época clásica, la isla se alió con los persas contra los griegos del continente durante las guerras médicas y permaneció al margen de los avatares de la historia griega en los siglos siguientes. Después de un esplendoroso periodo en la época helenística, Rodas fue sitiada por Demetrios Poliorketes, hijo de uno de los generales de Alejandro que se disputaban el vasto imperio tras la muerte del emperador; y en los días que siguieron al fin del asedio, sus habitantes levantaron el famoso Coloso que cerraba la entrada del puerto, como recuerdo de su victoria. En sus torres lucieron después los pabellones veneciano y genovés, y más tarde se convirtió en plaza de los caballeros de San Juan, una orden de monjes soldados. Los turcos se la arrebataron a los caballeros tras un penoso sitio y muy duras batallas, y ya en nuestro siglo formó parte, con las otras islas del archipiélago del Dodecaneso, del imperio italiano de Mussolini, antes de integrarse al Estado griego tras la II Guerra Mundial.

De modo que en la isla, como en Jerusalén, han dejado su huella paganos, católicos, ortodoxos, musulmanes y también una importante colonia de judíos sefardíes, venidos del norte de África después de su expulsión de España a finales del siglo XV. Y así, sobre el ancho recinto de la ciudad vieja, reconstruida piedra a piedra por los ingenieros de Mussolini, puntean las torres de los templos católicos, alzan sus cúpulas barrigudas las iglesias ortodoxas, hacen cosquillas al cielo los minaretes del islam y, en una estrecha calle del lado oriental, se esconde la pequeña sinagoga judía, donde se recuerda que la gran mayoría de los hebreos de la isla fueron enviados a los campos de exterminio nazi en los años finales de la guerra.

Además, las piedras blanquecinas de sus murallas y de los edificios antiguos tienen en la isla un tono muy parecido a la piedra usada en Jerusalén. Pero Jerusalén es una ciudad dura, violenta, atenazada por el fanatismo de las tres religiones, mientras que Rodas se ha integrado con suavidad al corazón descreído y seguro de la Europa de comienzos del milenio. En Rodas no huele a sacristía, ni a biblias ni a coranes, y mucho menos a pólvora y a sangre. En cierto sentido, Rodas es de nuevo pagana: cada uno con su dios y a lo suyo, sin molestar a nadie. Y en todo caso, venerando todos a un dios universal que carece de iglesias, un dios aburrido que lo iguala todo pero que, al menos, no mata ni hace daño a nadie: el turismo.

El puerto de Rodas es amplio, airoso, con murallas y fortalezas de piedra blanca que guardan el toque grácil de lo italiano, y un precioso paseo sombreado de plátanos. No se sabe a ciencia cierta dónde se alzó el famoso Coloso, erigido en honor del Sol, aunque se decía que, bajo sus monumentales piernas abiertas, cruzaban los barcos para ganar el abrigo del puerto. Lo más probable es que la estatua plantase cada uno de sus broncíneos pies en el mismo lugar donde hoy, sobre dos columnas venecianas, en la entrada de la bocana, dos ciervos esculpidos también en bronce, un macho y una hembra, miran hacia el mar. Sea como fuere, aquel Coloso del que no ha quedado ni rastro asombró durante algo más de medio siglo a cuantos viajeros llegaban a la isla. Era el orgullo de Rodas, su seña de entidad en el universo mediterráneo. Nada había, a los dos lados del mar, en sus islas y en sus litorales, que pudiera competir en grandeza con la imponente estatua, salvo el Faro de Alejandría. Y quizá por esa razón, la historia de la isla, durante siglos, tuvo siempre algo de excepcional, o nunca mejor dicho: algo de colosal.

El Coloso nació como consecuencia de un asedio y le debe a un general derrotado, su sitiador Demetrio Poliorcetes, el dinero que costó fabricarlo. La pasión por la monumentalidad es tan vieja en el corazón de las civilizaciones como lo es la Historia. Raras son las ocasiones, sin embargo, en que los hombres alzan grandes construcciones en nombre del amor. Suelen hacerlo en aras de sus victorias militares. Una buena parte de las mejores obras humanas tienen un trasfondo de sangre. Los griegos no eran una excepción a la norma.

Alejandro Magno murió en el 323 antes de Cristo, a los treinta y dos años, dejando sin cabeza un inmenso imperio que era como un apetitoso pastel para sus ambiciosos generales. Pronto empezó el reparto y, con el banquete, la fragmentación del imperio. Uno de los generales, Antígono, exigió a Rodas, que era un poder naval de suma importancia en las rutas comerciales del Egeo, que se sumara a su causa y declarase la guerra a los reyes Ptolomeos de Alejandría, una dinastía nacida también del desmembramiento del imperio. Y Rodas se negó, entre otras cosas porque sus relaciones de comercio con Egipto le dejaban estupendos beneficios.

El hijo de Antígono, Demetrio Poliorcetes, era un notable estratega y uno de los candidatos más firmes a reunificar el imperio de Alejandro bajo su gobierno. Dispuso una imponente fuerza militar, que según los historiadores de la época superaba los cincuenta mil hombres, y con casi cuatrocientos barcos de transporte y de guerra llegó a Rodas y comenzó el asedio. Dentro, dispuestos a resistir el sitio en una de las ciudades mejor amuralladas del mundo antiguo, había unos veinticinco mil soldados, entre ellos varios miles de esclavos a los que se había prometido la ciudadanía si combatían con valor durante la guerra. Corría el año 305 antes de Cristo.

Demetrio comenzó pronto sus ataques contra los parapetos y los muros de Rodas. Sus catapultas podían lanzar, desde las torres de ataque, piedras de casi trescientos kilos de peso, en distancias de seiscientos metros en tiro directo y de más de un kilómetro en tiro curvo. Eran la artillería de la época y Demetrio poseía dos de estas enormes torres de madera, en las que también se protegían sus arqueros. Los muros de Rodas temblaron bajo una lluvia de piedras y flechazos como pocas se habían visto en el mundo hasta ese momento en la historia de los sitios.

Los asediados, por su parte, mientras aguantaban el pedrisco como podían, realizaron arriesgadas salidas con barcos ligeros, capturando numerosos soldados enemigos e incendiando buques atacantes. Un día, durante la primera fase del asedio, cuando Demetrio tenía ya listos sus arietes para atacar las puertas de la ciudad, se desató un imponente temporal y las dos torres de ataque se desmoronaron. Además, los asaltos de su infantería fracasaban y los muros resistían. Rodas continuaba indemne.

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