Corazón de Ulises (11 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Pero Demetrio era un general paciente. Y ordenó la construcción de la máquina de guerra más poderosa inventada hasta entonces: el Helépolis. Por carambolas de la historia y de la guerra, el Helépolis sería el padre del Coloso.

Era una torre móvil que se deslizaba sobre ruedas de madera de roble. Así lo describe Lawrence Durrell: «Su base era cuadrada y más ancha que la parte superior. Ha habido tesis diferentes en cuanto a sus verdaderas dimensiones. Diodoro dice que medía 45 metros de alto por 22 de ancho. Más tarde, Vitrubio calculó su peso en 125 toneladas […]. Tenía nueve pisos de alto y se erguía por encima de las murallas de Rodas. Estaba repleto de catapultas, de garfios y puentes levadizos que podían lanzar su infantería sobre los parapetos que no había logrado escalar. Crujía y rechinaba al avanzar, pero funcionaba… y lo que es más sorprendente, albergaba una tripulación de tres mil cuatrocientos hombres para hacerlo marchar. En común con las máquinas de sitio de la época, poseía una fuerte cubierta exterior de mimbres y tejidos de cuero. El piso superior era un refugio para arqueros, y el de abajo llevaba tanques de agua manejados por bombas y mangas fabricadas con intestinos de vaca. A ambos lados del Helépolis, se habían añadido
galápagos
de refuerzo [una especie de tanque acuático de la Antigüedad], con arietes y galerías cubiertas para que los zapadores pudieran trabajar».

Helépolis rompió una torre defensiva el primer día de su asalto y abrió una brecha en el muro, pero la infantería de Demetrio no logró penetrar en Rodas. Cuando la torre avanzó de nuevo, unos días después, los de Rodas soltaron sus aguas fecales desde las alcantarillas y el espesor del canal atascó al monstruoso atacante. Todo esto son, posiblemente, leyendas a caballo entre la realidad y la leyenda. Pero en cualquier caso, el Helépolis acabó inmovilizado. Sus tripulaciones lo abandonaron y la terrible máquina de guerra quedó convertida en una torre vacía.

Demetrio había perdido la batalla. Pero era un sabio político y dialogó para lograr una justa paz que no fuese humillante. Todo el mundo quería la paz, a comenzar por los rodios. Y así, Demetrio se retiró mientras los dirigentes de la ciudad sitiada aceptaban ser sus aliados en todas sus campañas, excepto aquellas que se dirigieran contra los Ptolomeos de Egipto, que habían aportado soldados y víveres para la defensa.

Y aquí comienza la historia del Coloso. Aquella gran máquina de guerra, el Helépolis, quedó abandonado en las puertas de la ciudad como regalo de Demetrio a los defensores. Los rodios lo pasearon como un trofeo por las calles de los suburbios arruinados tras el asedio. Y respetaron la última voluntad del sitiador: que con el dinero que lograran por la venta de las piezas de la gigantesca torre levantarían una estatua para conmemorar el valor de los luchadores de Rodas. ¿Verdad o leyenda? Con Grecia nunca se sabe en estos casos.

Nos fascina el mundo griego porque jamás podremos estar seguros de que todo lo que nos cuentan fuera cierto. Nunca puede uno fiarse del rigor de los hombres poéticos, y los griegos lo eran en demasía. Cuando se leen los textos de aquellos hombres poéticos, uno siempre se pregunta: ¿qué es la certeza, dónde reside la realidad, dónde empieza la vida y dónde termina el sueño? Los griegos dibujaron en el aire esa línea imposible, esa raya transparente que nada separa, y que nos hace pensar que todo cuanto es no existe en realidad, mientras que lo que inventamos puede convertirse en algo tangible. ¿O es que acaso no forma ese empeño parte de nuestra vida cotidiana?, ¿no sobrevivimos sobre ese impulso tan necesario como vesánico?

Helépolis fue despedazado y vendido por trozos. La construcción del Coloso, financiada con el dinero obtenido por la torre de Demetrio, quedó encargada al escultor Cares de Lindos, quien tardó doce años en fundir el bronce y montar las piezas. Se dice que medía más de treinta metros de altura y que cada uno de sus dedos era mayor que una escultura de tamaño natural. El Coloso no era otro que el dios Sol, el Helios griego, y pesaba más de veinte toneladas.

Su vida fue corta, tan sólo cincuenta y seis años. En el 227 a.C, un terremoto lo derribó y sus pedazos permanecieron desperdigados en la entrada del puerto durante varios siglos. No volvió a construirse porque los sacerdotes del Oráculo de Delfos aconsejaron a los dirigentes de Rodas que no lo hicieran, ya que alzarlo de nuevo podría acarrear a la isla, según ellos, desgracias mayores. Luego, en el VII d.C, un judío de Siria compró al peso aquella enorme cantidad de bronce inservible y se lo llevó a su patria para fundirlo y revenderlo a mejor precio. Necesitó noventa camellos para su transporte. Es más que probable que hiciera un buen negocio.

La más imponente estatua de la Antigüedad helena se esfumó de la Historia, como si no pesase, como si hubiera sido modelada en aire. Pero el fantasma del Coloso está en el alma de Rodas. Sigue siendo su seña de identidad. Y en las tiendas de
souvenirs
, uno puede comprarse pequeños colosos broncíneos, un despatarrado y vigoroso muchacho cuya cabeza coronan los rayos del sol. Pura invención, por supuesto, ya que no ha quedado ningún rastro que nos muestre cómo fue el diseño del original. Pero conociendo el alma de los griegos, siempre nos quedará la duda de si el Coloso existió en verdad o es sólo mera leyenda.

Me gustaba vagabundear, en los días de Rodas, por las estrechas calles de la ciudadela, sentarme en las tabernas donde los jubilados juegan al
tabli,
que es como llaman los griegos al
backgammon
, su entretenimiento favorito. Muchas de esas pequeñas vías tienen un techado de enredaderas y de flores, que trepan por alambres de un lado al otro de la calle. Las noches huelen en la isla a madreselvas y magnolias.

Me gustaba entrar en las mezquitas, fisgar en el interior de la sinagoga, echar una ojeada a la capilla ortodoxa de San Pantaleimon, donde siempre arden decenas de velitas de luces amarillas al pie de los dorados iconos, y caminar entre las tumbas rotas del cementerio turco de Murad-Rais, un lugar abandonado donde crecen altos eucaliptos y encuentras huesos humanos en los sepulcros profanados. En Rodas tienes la sensación de que todo está abierto, de que te está permitido traspasar cualquier puerta, incluso las de las casas particulares. Es una ciudad que invita a pasear llevado en brazos de una cierta pereza. Allí el tiempo parece diluirse, como si no existiera, o como decía Durrell: «Los días pasan [en Rodas] con la misma fluidez con que los frutos caen de los árboles». Al mismo tiempo, los siglos del pasado parecen dormir en la isla, en lugar de estar muertos, como si la gente siguiese transitando en el presente a través de las edades. ¿Cuántos centenares de años tiene aquel gato de pelo gris? ¿Y las palomas? Son escuálidas, sucias, de aspecto piojoso. La paloma resulta un bicho algo odioso en casi todas partes, pero más aún en Rodas. Yo tenía la impresión, viéndolas caminar con pasos torpes alrededor de las fuentes, de que eran animales carroñeros, parientes alados de las ratas. La paloma blanca de Picasso tiene en esta isla griega lejanos primos que, estoy casi seguro, son animales sanguinarios y carnívoros.

A la caída de la tarde me sentaba a tomar una jarra de vino blanco en el Besara, un pequeño cafetín donde en ocasiones podía escuchar música en vivo, el son alegre del
santuri
tañendo
sirtakis
. Me hice amigo de la camarera, una jovial mulata, hija de un liberiano y de una griega, muchacha alta y fuerte y, en cierta manera, un poco colosal. Se llamaba Eva.

—Mi sueño es ir a África —decía—; soy medio africana y nunca he pisado la tierra de mis orígenes.

Le dije que yo conocía bien África.

—¿Y qué país me recomienda? No quiero ir a Liberia, me han contado que es muy peligrosa.

—Vaya a Tanzania, es la esencia de África.

—¿Encontraré animales salvajes?

—Se hartará de animales.

—Me muero por ver un león en libertad, es mi animal favorito. ¿Y el suyo?

—Cualquiera menos las palomas de Rodas.

—Tiene razón, son pájaros estúpidos.

—Tráigase un león de África, a ver si acaba con todas ellas.

La chica rió mostrando una dentadura marmórea y colosal, capaz de triturar un bando entero de palomas.

La larga calle de los Caballeros, que asciende sobre un suelo adoquinado hasta el palacio del Gran Maestre, marca la fisonomía de la Rodas de hoy, la Rodas medieval rescatada por los ingenieros y arquitectos de Mussolini. El chiflado dictador que quiso reconstruir un imperio mediterráneo y recuperar el espíritu de Roma para su propia causa se gastó una fortuna en rehabilitar Rodas. Lo hizo bien, con tanta exactitud que la ciudad actual parece casi artificial, una especie de Disneylandia plantada en el Mediterráneo. Debe ser el único legado decente que aquel despótico payaso ha dejado al mundo.

Y esa Rodas medieval rescatada de las ruinas logra revivir un capítulo de la historia de la isla tan insólito como asombroso. Aquellos monjes soldados, aquellos caballeros que ocuparon Rodas durante dos siglos, fundaron una especie de Estado en todo punto original. Los caballeros de San Juan, como a sí mismos se llamaban, alzaron muros, fortalezas y palacios en nombre de Dios, mientras las calles de su ciudadela eran el escenario de todos los pecados humanos. El relato de sus hazañas, de sus victorias y sus derrotas, es una verdadera novela de aventuras. Como siempre sucede en Rodas, la de los caballeros es una peripecia teñida de exageración; colosal, en suma.

Una de las más famosas normas de la Antigüedad clásica fue aquella grabada en el friso del templo de Apolo, en Delfos: «Nada en exceso». Cuesta creer que fuera un griego quien la pronunció. Porque Grecia es todo lo contrario: es la pasión desbocada, es el exceso sin bridas, es la aventura de la razón lanzada cuesta abajo y sin freno del que poder echar mano. La filosofía, el arte, la poesía y la historia de este pueblo están escritos sin paracaídas. Ver a un joven moderno haciendo
puenting
le hubiera dado risa a cualquier griego. Porque ellos sí que saltaron en verdad al vacío, sin cuerda alguna que les sujetara.

Lo hicieron con su pensamiento, retando la brutalidad de sus dioses irracionales y caprichosos. Lo hicieron con su poesía, ideando hombres y mitos ejemplares que pudieran servir, al menos, como pequeña norma para transitar dignamente por los senderos injustos e infelices de la vida. Buscaron un canon de belleza en su arte propiamente humano: la belleza del hombre idealizado hasta la altura de un dios, no la belleza de un dios desdeñoso de los hombres inferiores. Pintaron su propia historia con la pasta de los sueños, y lo hicieron siempre armados de coraje.

Cualquier tarea que emprendieran la dictaba el exceso. Fueron audaces. Y contagiaron, y quizá todavía contagian, a cualquiera que se acerca a sus territorios. Porque todo arte supremo, toda civilización que se precie de sí misma, debe ser, antes que nada, excesiva y audaz.

No eran griegos aquellos caballeros de San Juan, pero el aire de la isla debió de embriagarles e imbuirles de un espíritu excesivo. De otra manera, se comprende malamente su enloquecida aventura.

El origen de esta orden de caballería está en Jerusalén, durante los días en que los cruzados ocupaban la ciudad. La fecha de su fundación no es muy precisa, pero Elias Kollias, en su libro sobre los caballeros de San Juan, señala que existía al menos dos siglos antes de que llegaran a Rodas. Su fundador fue un noble francés llamado Pierre Gérard, y los objetivos de la orden, en ese tiempo, eran tan sólo filantrópicos, dedicando su actividad, principalmente, al sostenimiento de hospitales. El sucesor de Gérard, Raymond de Puys, la organizó ya como un cuerpo militar y se nombró a sí mismo gran maestre. Junto con los templarios, los de San Juan se convirtieron enseguida en los campeones de la lucha contra el islam, dentro del espíritu medieval que alentó la aventura de las cruzadas.

Expulsados al fin, dos siglos después, de Tierra Santa, los caballeros buscaron un nuevo emplazamiento para su orden y pusieron los ojos en Rodas. La conquistaron con facilidad en 1309, venciendo a los bizantinos, y ocuparon también en pocos meses la mayoría del archipiélago del Dodecaneso. Una vez dueños de la isla, pasaron a llamarse caballeros de Rodas.

Desde su asentamiento en Rodas, los monjes-soldados actuaron como un poder independiente y en todo punto original, quedando como la avanzadilla oriental del mundo cristiano, como el valladar al expansionismo turco, sostenidos por los reyes y emperadores católicos y, desde luego, por el Vaticano. Sus riquezas se multiplicaron cuando la orden de los Templarios se disolvió y su patrimonio quedó en manos de los de Rodas, y además de eso obtenían enormes fortunas ejerciendo como piratas en una ancha región del Egeo. Se decía que eran tan ricos como toda la Iglesia junta. Asaltaban los barcos egipcios y turcos, e incluso los venecianos y genoveses, asesinaban a las tripulaciones de «infieles», tomaban sus riquezas y enviaban las naves al fondo del mar. Sus principios fundacionales, servir a la fe cristiana y ayudar a los pobres, tenían poco que ver con la realidad de sus acciones. Además de quebrantar su voto de pobreza, se saltaban a la torera los de castidad y obediencia, ya que vivían en el disfrute del placer sexual sin excesivos tapujos y, fuera de la disciplina de la orden, no obedecían a otra norma que la ley del más fuerte. Eso sí, se cuidaban de mantener buenas relaciones con el Papa y enviarle fastuosos presentes. Los habitantes de la isla aceptaron de buen grado su gobierno, puesto que las migajas de las riquezas de aquellos monjes soldados les procuraban un alto nivel de vida.

Desde que los caballeros conquistaron la isla hasta su caída a manos de los turcos, dos siglos después, los miembros de la orden sí que conservaron con celo una característica importante: nunca cedieron en su rígido espíritu militarista y no dejaron de ser «una torre de fuerza disciplinada que se elevaba, erecta, en un mar embravecido», tal como apunta Lawrence Durrell en su libro
Reflexiones sobre una Venus marina
. Los dos largos y duros asedios que sufrieron en el final de su dominio de la isla, rodeados por poderosos ejércitos turcos, y su valor en el combate, demuestran hasta qué punto continuaron siendo una pequeña potencia militar, por mucho que olvidaran los principios religiosos que inspiraron su fundación.

Los caballeros se reclutaban entre las familias de la nobleza europea y la edad mínima para alistarse era los quince años. Constituían una especie de internacional aristocrática y su idioma oficial era el latín; pero se organizaron por grupos nacionales a los que llamaron
tongues
(lenguas). Cada uno de estos
tongues
tenía su propio albergue, todos ellos construidos a lo largo de la actual calle de los Caballeros. El sistema de nacionalidades funcionaba de una manera sutil, y si alguna vez hubo luchas internas, como la rebelión contra Villaret, nunca fue por causas que tuvieran que ver con el origen nacional. Las siete «lenguas» que se repartían el pastel, en los comienzos de la orden de Rodas, eran las de Provenza, Auvernia, Francia, Italia, Aragón (que incluía a todos los caballeros que llegaban de España), Inglaterra y Alemania. En el Concilio General de 1461, siendo gran maestre el español Pedro Zacosta, la «lengua» de Aragón se dividió en dos: una que siguió llamándose de Aragón (catalano-aragonesa) y la nueva que pasó a ser la
tongue
de Castilla, que quedó como octava en jerarquía, dada su menor antigüedad. Es curioso notar que, si bien los caballeros hablaban en ocho lenguas, se entendían muy bien, unidos por la fe, la riqueza y el latín. A los conquistadores, cuando hay dinero sobrado para todos, les traen al pairo los problemas del nacionalismo.

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