Cita con la muerte

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cita con la muerte
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La señora Boynton muere víctima de lo que parece un ataque al corazón y, con ello, hace a su familia el mejor de los regalos: la libertad. Todos tenían razones para desear su muerte, pero ¿alguno de ellos la mató? Hércules Poirot desvelará el misterio y demostrará una vez más que para ver la verdad hay que ser capaz de mirar más allá de las apariencias.

Agatha Christie

Cita con la muerte

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Ormi
30.10.11

Título original:
Appointment With Death

Traducción: José Mallorquí Figuerola

Agatha Christie, 1938

Edición 1985 - Editorial Molino - 238 páginas

ISBN: 84-272-0029-3

A Richard y Myra Mallock,

como recuerdo de su viaje a Petra.

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BOYNTON
(señora): Ex celadora de una cárcel y viuda de Elmer Boynton, que fue gobernador de ese mismo centro.

BOYNTON
(Raymond): Hijastro de la señora Boynton.

BOYNTON
(Carol): Hijastra de la señora Boynton y hermana de Raymond.

BOYNTON
(Lennox): Hermano de Raymond y Carol.

BOYNTON
(Ginebra): Hija de la señora Boynton y hermanastra de Lennox, Raymond y Carol.

BOYNTON
(Nadine): Esposa de Lennox.

CARBURY
(Coronel): Comisario de Amman.

COPE
(Jefferson): Antiguo amigo de Nadine Boynton.

GERARD
(Theodore): Eminente especialista en enfermedades mentales.

KING
(Sarah): Joven doctora en medicina.

MAHMOUD
: Guía beduino.

PIERCE
(Annabel): Institutriz, turista y compañera de viaje de lady Westholme.

POIROT
(Hércules): Famoso detective.

WESTHOLME
(Lady): Turista y miembro del Parlamento inglés.

Primera Parte
Capítulo I

—Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla.

La frase flotó en el aire tranquilo de la noche, por un momento pareció mantenerse allí y después, dejándose llevar, se perdió en la oscuridad en dirección al mar Muerto.

Hércules Poirot permaneció inmóvil durante un minuto con la mano en el tirador de la ventana. Frunciendo el ceño, la cerró con decisión, impidiendo de este modo el paso a cualquier aire nocturno que pudiese ser nocivo. Hércules Poirot había sido educado en la convicción de que todo aire procedente del exterior estaba mejor fuera y de que el aire de la noche era especialmente peligroso para la salud.

Mientras corría pulcramente las cortinas y se dirigía a la cama, sonrió para sí mismo con indulgencia.

"¿Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla."

Era curioso que un detective como Poirot escuchara por casualidad estas palabras en su primera noche en Jerusalén.

—¡Está claro que, dondequiera que vaya, hay algo que me recuerda el crimen! —murmuró para sus adentros.

Seguía sonriendo mientras recordaba una historia que había oído una vez acerca de Anthony Trollope, el novelista. En cierta ocasión, Trollope cruzaba el Atlántico y oyó por azar la conversación de otros dos pasajeros que discutían acerca de la última entrega publicada de una de sus novelas.

—Está muy bien —decía uno de los interlocutores—, pero debería acabar de matar a esa fastidiosa anciana.

Con una amplia sonrisa, el novelista se dirigió a ellos:

—¡Caballeros, les estoy muy agradecido! ¡Iré a matarla enseguida!

Hércules Poirot se preguntaba a qué habrían obedecido las palabras que acababa de escuchar. Tal vez se trataba de una colaboración en una pieza teatral o en un libro. Todavía sonriente, pensó: "Esas palabras podrían ser recordadas algún día y tener entonces un significado más siniestro".

En ese momento recordó haber percibido una peculiar y nerviosa intensidad en la voz, un temblor que hablaba de alguna fuerte tensión emocional. Era la voz de un hombre... o la de un muchacho...

Al tiempo que apagaba la lámpara de la mesita de noche, Hércules Poirot pensó: "Podría reconocer esa voz...".

Acodados en el alféizar de la ventana, con las cabezas muy juntas, Raymond y Carol Boynton tenían la mirada fija en las azuladas profundidades de la noche. Nerviosamente, Raymond repitió las palabras que acababa de pronunciar:

—Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla.

Carol Boynton se estremeció ligeramente. Con voz profunda y ronca, contestó:

—Es horrible...

—¡No es más horrible que esto!

—Supongo que no... Violentamente, Raymond agregó:

—¡Las cosas no pueden seguir así! ¡No puede ser..! Tenemos que hacer algo... y no hay otra cosa que podamos hacer...

—Si pudiéramos marcharnos... —dijo Carol, pero su voz delataba su falta de convicción y ella lo sabía.

—No podemos —la voz de Raymond sonaba vacía y desesperanzada—. Tú sabes que no podemos, Carol.

La muchacha se estremeció.

—Lo sé, Ray. Lo sé.

De repente, Raymond soltó una breve y amarga carcajada.

—La gente dirá que estábamos locos por no ser capaces de irnos y ya está.

—A lo mejor estamos locos —dijo Carol lentamente.

—Quizá. Sí, quizá lo estemos o, en todo caso, lo estaremos pronto... Supongo que algunas personas dirían que ya es así. ¡Aquí nos tienes, planeando con toda tranquilidad y a sangre fría el asesinato de nuestra madre!

—¡No es nuestra verdadera madre! —replicó Carol con aspereza.

—No lo es, es cierto.

Hubo una pausa y luego Raymond preguntó en un tono indiferente:

—¿Estás de acuerdo, Carol? Carol respondió con firmeza:

—Sí, creo que debe morir...

Y entonces estalló de repente:

—¡Está loca! ¡Estoy segura de que está loca! Si no lo estuviese no podría torturarnos como lo hace. Durante años hemos estado diciéndonos: "¡Esto no puede seguir así!". ¡Y ha seguido así! Nos hemos dicho: "Algún día se morirá". ¡Pero no se ha muerto! No creo que muera nunca, a menos que...

Raymond terminó la frase con firmeza:

—A menos que la matemos...

—Sí.

La muchacha apoyó fuertemente las manos sobre el alféizar.

Su hermano prosiguió en un tono frío e indiferente y lo único que delataba la profunda excitación que sentía era un ligero temblor:

—Te das cuenta de por qué tiene que hacerlo uno de nosotros, ¿verdad? Si contamos con Lennox, hay que considerar a Nadine. Y no podemos meter a Jinny en esto. Carol se estremeció.

—¡Pobre Jinny! ¡Estoy tan asustada!

—Lo sé. Las cosas se ponen cada vez peor, ¿verdad? Por eso hay que hacer algo rápido, antes de que pierda totalmente la razón.

Carol se enderezó de pronto, echando hacia atrás un mechón de cabellos castaños que caía sobre su frente.

—Ray —dijo—, tú no crees que esté realmente mal lo que hacemos, ¿verdad? Con el mismo tono desapasionado de antes, Raymond respondió:

—No. Creo que es como matar un perro rabioso. Es algo que hace daño y que debe ser parado. No tenemos otro medio de detenerla.

Carol murmuró:

—Pero de todas formas nos mandarían a la silla eléctrica... Quiero decir que no podríamos explicar cómo es ella... Resultaría increíble... ¡En cierto modo, todo está en nuestras imaginaciones!

—Nadie lo sabrá jamás —dijo Raymond—. Tengo un plan. Lo he pensado todo muy bien. No correremos ningún peligro.

Carol se volvió bruscamente hacia su hermano.

—Ray, no se por qué, pero eres otro. Algo te ha sucedido... ¿Qué es lo que te ha hecho idear todo esto?

—¿Por qué crees que me ha sucedido algo? Raymond volvió la cabeza y clavó sus ojos en la noche.

—Porque es así... Ray, dime, ¿es aquella chica del tren?

—No, por supuesto que no. ¿Por qué tendría que ser ella? Por favor, Carol, no digas tonterías. Volvamos a...

—¿A tu plan? ¿Estás seguro de que es bueno?

—Sí. Creo que sí... Por supuesto debemos esperar a que se presente la ocasión. Y si sale bien, seremos libres, todos nosotros.

—¿Libres? —Carol lanzó un leve suspiro y miró hacia las estrellas. De pronto tuvo una convulsión y rompió a llorar.

—¡Carol! ¿Qué te pasa?

Ella habló entrecortadamente entre sollozos:

—¡Es todo tan hermoso! La noche, el azul del cielo, las estrellas... ¡Si pudiésemos ser tan sólo una parte de todo eso...! ¡Si pudiésemos ser como los demás en vez de ser como somos, extraños, pervertidos y malos!

—Pero lo seremos, seremos... normales. Cuando ella muera.

—¿Estás seguro? ¿No es demasiado tarde? ¿No seremos siempre retorcidos y diferentes?

—No, no, no.

—Me pregunto...

—Carol, si prefieres no...

La muchacha rechazó el abrazo de su hermano.

—No. Estoy contigo. ¡Estoy contigo sin dudarlo! Por los otros, sobre todo por Jinny. ¡Tenemos que salvar a Jinny!

Raymond hizo una breve pausa.

—Entonces, ¿seguiremos adelante? —preguntó.

—Sí.

—Bien. Te diré cuál es mi plan...

Inclinó la cabeza hasta la de su hermana y habló en voz baja.

Capítulo II

La señorita Sarah King, licenciada en medicina, estaba de pie junto a la mesa de la sala de lectura del Hotel Salomón de Jerusalén, removiendo distraídamente los periódicos y revistas. Tenía el ceño fruncido y parecía preocupada.

Un caballero francés, alto y de mediana edad, entró en la sala procedente del vestíbulo y la observó durante un momento antes de acercarse y colocarse al otro lado de la mesa. Cuando sus ojos se encontraron, Sarah esbozó una leve sonrisa, indicando con ello que lo había reconocido. Recordaba que aquel hombre la había ayudado durante el viaje desde El Cairo y que, al no aparecer ningún mozo en la estación, había cargado con una de sus maletas.

—¿Le gusta Jerusalén? —preguntó el doctor Gerard después de que hubieran intercambiado los correspondientes saludos.

—En algunos sentidos, me parece terrible —dijo Sarah. Y añadió—: la religión es muy extraña.

El francés parecía divertido.

—Comprendo lo que quiere decir. —Su inglés era casi perfecto—. ¡Todas las sectas imaginables enzarzadas en luchas y disputas constantes!

—¡Y también los horribles edificios que han levantado! —dijo Sarah.

—Sí, es cierto. Sarah suspiró.

—Hoy me han echado de un sitio porque llevaba un vestido sin mangas —dijo tristemente—. Al Todopoderoso no le gustan mis brazos, a pesar de haberlos creado Él mismo.

El doctor Gerard se echó a reír. Luego dijo:

—Iba a tomar café. ¿Quiere acompañarme, señorita..?

—Mi nombre es King. Sarah King.

—Y éste es el mío... Con su permiso —dijo sacando una tarjeta.

Sarah la cogió y, al leerla, sus ojos se abrieron con sorpresa y admiración.

—¿El doctor Theodore Gerard? ¡Estoy encantada de conocerle! He leído todos sus trabajos, por supuesto. Sus teorías sobre la esquizofrenia son enormemente interesantes.

—¿Por supuesto? —Gerard arqueó las cejas inquisitivamente.

Sarah se lo explicó con cierta timidez:

—Es que yo también estoy en camino de ser doctora, ¿sabe? Acabo de licenciarme en medicina.

—¡Ah! Ya veo.

El doctor Gerard encargó que les sirvieran el café y se sentaron en un extremo del comedor. El francés estaba menos interesado por los conocimientos médicos de Sarah que por los cabellos negros que se le rizaban sobre la frente y por su boca roja y bellamente formada. Le divertía la evidente admiración con que ella lo miraba.

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