Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
Con suma gravedad, el doctor continuó:
—Hay cosas muy extrañas enterradas en el subconsciente. Ansia de poder, anhelos de crueldad, deseos salvajes de destrucción. Todo ello es la herencia del pasado más ancestral de nuestra raza. Todo está ahí, señorita King, la crueldad, el salvajismo, la lujuria... En nuestra vida consciente, cerramos la puerta a esas cosas y las negamos, pero a veces son demasiado fuertes.
Sarah se estremeció.
—Lo sé.
—Hoy en día podemos verlo mirando a nuestro alrededor —continuó Gerard—, en los credos políticos, en la conducta de las naciones. Asistimos a un retroceso, una reacción contra el humanitarismo, la piedad, el espíritu de hermandad. Los programas políticos suenan bien a veces, un régimen sabio, un gobierno benéfico, pero se imponen por la fuerza, sobre una base de crueldad y temor. ¡Esos apóstoles de la violencia están abriendo la puerta, están liberando el antiguo salvajismo, el viejo gusto por la crueldad gratuita! Es enormemente difícil. El hombre es un animal con un equilibrio muy precario. Tiene una necesidad primordial: sobrevivir. Avanzar con demasiada rapidez es tan fatal como quedarse atrás. ¡Tiene que sobrevivir! ¡Quizá está obligado a conservar algo de su antiguo salvajismo, pero definitivamente no debe divinizarlo!
Hizo una pausa. Entonces, Sarah dijo:
—¿Cree que la vieja señora Boynton es una especie de sádica?
—Estoy casi seguro de ello. Creo que disfruta haciendo daño. Pero no un daño físico, sino mental. Es un tipo de sadismo mucho más raro y mucho más difícil de tratar. Le gusta controlar a otros seres humanos y le gusta hacerles sufrir.
—¡Es detestable! —dijo Sarah.
Gerard contó a Sarah su conversación con Jefferson Cope.
—¿Y ese hombre no se da cuenta de lo que sucede? —preguntó pensativa.
—¿Cómo podría? No es un psicólogo.
—Cierto. ¡No posee nuestra desagradable inteligencia!
—Exactamente. Su temperamento es el propio de un americano normal, agradable, honrado y sentimental. Prefiere creer en el bien y no en el mal. Se da cuenta de que los Boynton viven en un ambiente equivocado, pero supone que la señora Boynton actúa guiada por un cariño mal entendido y no por maldad.
—Seguramente, eso la divierte.
—¡No es difícil imaginar que sí!
—¿Y por qué no rompen con ella? —preguntó Sarah con impaciencia—. Podrían hacerlo.
Gerard negó con la cabeza.
—No, en eso se equivoca. No pueden. ¿No ha visto nunca el viejo experimento del gallo? Se traza una raya en el suelo con tiza y se obliga al gallo a apoyar el pico sobre ella. El gallo cree que está atado. No puede levantar la cabeza. Lo mismo les pasa a esos desgraciados. Recuerde que esa mujer los ha manipulado desde que eran niños. Y su dominio ha sido mental. Los ha hipnotizado y les ha hecho creer que no pueden desobedecerla. Ya sé que muchos dirían que eso es una estupidez, pero usted y yo sabemos que no lo es. Les ha hecho creer que es inevitable que dependan de ella completamente. ¡Hace tanto tiempo que están en la cárcel, que si la puerta estuviese abierta ni siquiera se darían cuenta! ¡Uno de ellos al menos, ya ni siquiera desea ser libre! Y todos tendrían miedo de la libertad.
—¿Qué ocurrirá cuando ella muera? —preguntó Sarah con un gran sentido práctico.
Gerard se encogió de hombros.
—Depende de lo que tarde en ocurrir. Si sucediera ahora... quizá no fuese demasiado tarde. El chico y la chica todavía son jóvenes, impresionables. Creo que podrían volver a ser personas normales. Es posible que en el caso de Lennox la cosa haya ido ya demasiado lejos. Me parece un hombre que ha perdido ya la esperanza, que vive y aguanta embrutecido como una bestia.
Sarah replicó impaciente:
—¡Su mujer debería haber hecho algo! ¡Debería haberle sacado de esto!
—Quizá lo probó y fracasó.
—¿Cree usted que también es víctima del mismo hechizo? Gerard movió negativamente la cabeza.
—No, no creo que la anciana tenga ningún poder sobre ella, y por ese motivo la odia, un odio amargo. Fíjese en sus ojos.
Sarah frunció el ceño.
—No acabo de entender a esa joven. ¿Sabe lo que está pasando?
—Creo que seguramente se la ha ocurrido pensarlo.
—¡A esa mujer habría que asesinarla! —dijo Sarah—. Yo le recetaría arsénico en el té del desayuno.
Después añadió bruscamente:
—¿Y qué pasa con la más joven? Me refiero a la del cabello rojo dorado y la fascinante y vacía sonrisa.
Gerard frunció el ceño.
—No sé. Ahí hay algo raro. Por supuesto, Ginebra Boynton es hija de la vieja, su propia hija.
—Sí. Eso debería variar las cosas, ¿o no? Muy despacio, Gerard replicó:
—No creo que cuando la manía por el poder (y el gusto por la crueldad) se han apoderado de un ser humano, éste pueda dejar al margen a nadie. Ni siquiera a sus más allegados y queridos.
Permaneció en silencio durante un momento y después añadió:
—¿Es usted cristiana,
mademoiselle
?
—No lo sé —respondió Sarah con lentitud—. Solía pensar que no era creyente. Pero ahora, no estoy segura. Siento que si pudiera barrer todo esto —gesticuló violentamente—. todos los templos y las sectas y las iglesias que luchan ferozmente las unas contra las otras, podría tal vez contemplar la serena figura de Cristo cabalgando sobre un burro hacia Jerusalén... y creer en Él.
En tono grave, el doctor Gerard dijo:
—Yo creo al menos en uno de los principales dogmas de la fe cristiana: conformarse con un lugar humilde. Soy doctor y sé que la ambición, el deseo de triunfar, de tener poder, es la causa de la mayor parte de los males que afectan al alma humana. Si el deseo se realiza, conduce a la arrogancia, a la violencia y a la saciedad; y si no se realiza a si no se realiza, entonces basta acudir a todos los asilos para enfermos mentales que existen. ¡Son el mejor testimonio de lo que sucede! Esos lugares están llenos de seres humanos que no pudieron resistir el saberse mediocres, insignificantes, inútiles, que inventaron vías para escapar de la realidad y ello hizo que los encerraran y los apartaran de la vida para siempre.
Abruptamente, Sarah replicó:
—Es una lástima que la vieja Boynton no esté en un manicomio. Gerard negó con la cabeza.
—No, su lugar no está entre los fracasados. Es mucho peor que eso. Ella ha triunfado. ¿No se da cuenta? Ha cumplido su sueño.
Sarah se estremeció y gritó apasionadamente:
—¡Estas cosas no deberían pasar!
Sarah estuvo preguntándose todo el día si Carol Boynton acudiría aquella noche a su cita.
Sospechaba que no. Temía que Carol reaccionase negativamente después de las confidencias que le había hecho por la mañana.
Sin embargo, se preparó para recibirla. Se vistió con una bata de satén azul, sacó su lamparilla de alcohol y puso agua a hervir.
Pasada la una de la madrugada, cuando estaba ya a punto de desistir de esperarla y de irse a la cama, alguien llamó a la puerta. La abrió y se retiró rápidamente para dejar entrar a Carol.
—Temía que se hubiera acostado —dijo la muchacha sin aliento.
—¡Oh, no! La estaba esperando —en su actitud, Sarah mostraba una calculada naturalidad—. ¿Quiere tomar un poco de té? Es auténtico Lapsang Souchong. Fue a buscar una taza. Carol estaba muy nerviosa e insegura, pero después de tomar el té y una galleta se calmó un poco.
—Es gracioso —dijo Sarah sonriendo.
Carol la miró un poco estupefacta.
—Sí —dijo sin gran convencimiento—. Supongo que lo es.
—Como las fiestas de medianoche que solíamos celebrar en el colegio —continuó Sarah—. Supongo que usted no debe de haber ido al colegio.
Carol negó con la cabeza.
—No. Nunca hemos salido de casa. Teníamos una institutriz. Varias institutrices. Nunca se quedaban demasiado tiempo.
—¿No salieron nunca para nada?
—No. Siempre hemos vivido en el mismo sitio. Este viaje es el primero que he hecho en mi vida.
Como sin darle importancia, Sarah aventuró:
—Debe de haber sido una aventura muy interesante para ustedes.
—¡Oh, sí! Ha sido todo como un sueño.
—¿Qué fue lo que decidió a su madrastra a venir al extranjero?
La sola mención del nombre de la señora Boynton alteró a Carol. Sarah dijo rápidamente:
—Estoy a punto de empezar a ejercer como médico, ¿sabe? Acabo de licenciarme. Su madre, o mejor dicho su madrastra, me interesa mucho, desde el punto de vista clínico. Yo diría que es un caso patológico.
Carol la miró fijamente. Aquél era sin duda un punto de vista desconcertante para ella. Sarah había hablado como lo hizo con una intención deliberada. Se daba cuenta de que para su familia la señora Boynton aparecía como una especie de ídolo obsceno y poderoso. La finalidad de Sarah era desposeerla de su aspecto más terrorífico.
—Sí —dijo—. Se trata de una especie de enfermedad, de delirio de grandeza que se apodera de algunas personas. Se vuelven autócratas e insisten en que todo se haga tal como ellas dicen. El trato con este tipo de enfermos es muy difícil.
Carol dejó la taza sobre la mesa.
—¡Estoy tan contenta de poder hablar con usted! —exclamó—. Realmente, creo que Ray y yo nos hemos vuelto un poco raros. Nos hemos resentido mucho de todas estas cosas...
—Hablar con un extraño es siempre bueno —dijo Sarah—. Dentro del círculo familiar se tiene tendencia a exagerar.
Después, como quien no quiere la cosa, preguntó:
—Si no son ustedes felices, ¿cómo no han pensado nunca en marcharse de casa?
Carol pareció sobresaltarse.
—No. ¿Cómo íbamos a pensarlo? Quiero decir que... mamá nunca nos lo permitiría.
—Pero ella no podría impedírselo —dijo Sarah suavemente—. Son ustedes mayores de edad.
—Yo tengo veintitrés años.
—Exactamente...
—Pero, aun así, no sabría cómo... Quiero decir que no sabría adónde ir ni qué hacer. Parecía aturdida.
—No tenemos dinero, ¿sabe?
—¿No tienen amigos a quienes recurrir?
—¿Amigos? —Carol movió negativamente la cabeza—. No, no conocemos a nadie.
—¿Ninguno de ustedes ha pensado nunca en abandonar la casa?
—No, no lo creo. No podríamos.
Sarah cambió de tema. El desconcierto de la muchacha le parecía muy penoso.
—¿Quiere usted a su madrastra? —preguntó. Carol negó lentamente con la cabeza.
—La odio —susurró—. Lo mismo que Ray... A menudo hemos... hemos deseado que muriera.
Sarah volvió a cambiar de tema.
—Hábleme de su hermano mayor.
—¿Lennox? No sé qué le ocurre. Ahora ya apenas habla. Va por el mundo como si estuviese dormido. Nadine está muy preocupada por él.
—¿Aprecia a su cuñada?
—Sí. Nadine es distinta. Siempre es buena. Pero es muy desgraciada.
—¿A causa de su hermano?
—Sí.
—¿Hace mucho tiempo que están casados?
—Cuatro años.
—¿Y siempre han vivido en la casa?
—Sí.
—¿Le gusta eso a su cuñada?
—No.
Hubo una pausa. Luego Carol explicó:
—Hace cuatro años hubo un gran lío. Como ya le he dicho, en casa ninguno de nosotros sale para nada. Paseamos por los jardines, pero eso es todo. Sin embargo, Lennox salía de noche. Iba a bailar a un sitio llamado Fountain Springs. Al enterarse mamá se enfureció terriblemente. Fue horroroso. Entonces pidió a Nadine que viniese y se quedase con nosotros. Nadine era prima lejana de papá. Era muy pobre y estudiaba para enfermera. Estuvo con nosotros un mes. ¡No puede imaginarse lo mucho que nos alegraba tener a alguien de fuera en casa! Ella y Lennox se enamoraron y mamá dijo que era mejor que se casaran en seguida y siguiesen viviendo con la familia.
—¿Y Nadine estuvo de acuerdo? Carol vaciló.
—No creo que le entusiasmara la idea, pero en realidad no le importaba demasiado. Más tarde quiso marcharse, con Lennox, por supuesto...
—Pero no se fueron —dijo Sarah.
—No. Mamá no quiso ni oír hablar de ello. Carol hizo una pausa y luego prosiguió:
—No creo que a mamá le siga gustando Nadine. Nadine es... rara. Nunca se sabe lo que está pensando. Trata de ayudar a Jinny y a mamá eso le desagrada.
—¿Jinny es su hermana menor?
—Sí. Su verdadero nombre es Ginebra.
—¿También ella es... desgraciada? Carol movió dubitativamente la cabeza.
—Últimamente Jinny se ha portado de una forma muy rara. Siempre ha estado un poco delicada de salud y mamá la está fastidiando continuamente; eso empeora las cosas. Y ya le digo, Jinny ha estado muy rara estos últimos tiempos. A veces... me asusta. No siempre sabe lo que hace.
—¿La ha visitado algún médico?
—No. Nadine lo propuso pero mamá no lo permitió... y Jinny se puso histérica chillando que no quería ver a ningún doctor. Estoy muy preocupada por ella.
De pronto Carol se puso en pie.
—No quiero entretenerla más. Ha sido usted muy amable dejándome que le hablase de todo esto. Debe de considerarnos una familia muy extraña.
—Oh, en realidad, todo el mundo es extraño —replicó Sarah suavemente—. Vuelva otra noche. Y si quiere, traiga a su hermano.
—¿Me lo permite?
—Sí. Hablaremos y urdiremos algún plan secreto. Me gustaría que conocieran ustedes a un amigo mío, el doctor Gerard, un francés muy agradable.
La sangre afluyó a las mejillas de Carol.
—¡Es fantástico! —exclamó—. ¡Ojalá no se entere mamá de esto!
—¿Por qué habría de enterarse? —dijo Sarah y en seguida añadió—: ¿Qué le parece mañana por la noche a la misma hora?
—¡Oh, sí! Seguramente pasado mañana nos marcharemos.
—Entonces queda fijada la cita para mañana. Buenas noches.
—Buenas noches y muchas gracias.
Carol salió de la habitación de Sarah y se deslizó silenciosamente por el pasillo. Su dormitorio estaba situado en el piso superior. Cuando llegó, abrió la puerta y se quedó petrificada en el umbral. La señora Boynton estaba sentada en un sillón junto a la chimenea vestida con una bata roja. Un grito leve se escapó de la garganta de Carol Boynton.
—¡Oh!
Dos ojos negros taladraron los suyos.
—¿Dónde has estado, Carol?
—Yo...
—¿Dónde has estado?
Era una voz ronca y apagada, cargada de aquel tono amenazador que siempre hacía latir el corazón de Carol con un terror fuera de toda razón.