Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
Es verdad. Es una anciana muy notable, ¿sabe?
—¿De veras?
El señor Cope no necesitaba que le empujasen demasiado. La leve invitación fue suficiente.
—Doctor Gerard, no tengo inconveniente en decirle que he pensado bastante en esa familia últimamente. En realidad he pensado mucho en ellos. Creo que sería un descanso para mi cerebro hablar con usted de este asunto, si no le aburro.
El doctor Gerard aseguró que no le aburría en absoluto. El señor Jefferson Cope prosiguió lentamente. Su pulcro y afeitado rostro reflejaba perplejidad.
—Le aseguro que estoy un poco preocupado. La señora Boynton, ¿sabe?, es una vieja amiga mía. No me refiero a la anciana señora Boynton, sino a la joven, a la señora de Lennox Boynton.
—¡Ah sí! Esa joven encantadora de pelo negro.
—Exacto. Ésa es Nadine. Nadine Boynton es una persona encantadora, doctor. La conocí antes de que se casara. Entonces trabajaba en un hospital, preparándose para ser enfermera. Pasó unas vacaciones con los Boynton y se casó con Lennox.
—¿Sí?
El señor Jefferson Cope tomó otro sorbo de whisky con soda y prosiguió:
—Quisiera explicarle algo acerca de la historia familiar de los Boynton.
—Me interesa mucho.
—El último Elmer Boynton, un hombre de gran carisma y muy conocido, se casó dos veces. Su primera esposa murió cuando Carol y Raymond eran muy pequeños. Me han dicho que la segunda señora Boynton era muy hermosa aunque no demasiado joven cuando él se casó con ella. Resulta casi increíble que alguna vez haya sido hermosa, sobre todo viéndola ahora, pero quien me lo contó lo sabía de muy buena tinta. En cualquier caso, su marido la admiraba mucho y seguía todos sus consejos. Antes de morir estuvo varios años inválido y prácticamente fue ella quien dirigió el cotarro. Es una mujer muy capaz, con gran talento para los negocios. Y muy concienzuda también. Después de la muerte de Elmer, se entregó por entero al cuidado de los niños. La chica más joven, Ginebra, es su propia hija. Muy linda, con su pelo rojo dorado, pero algo delicada de salud. Pues bien, como le decía, la señora Boynton se dedicó por completo a su familia. Los apartó completamente del mundo exterior. No sé lo que opinará usted, doctor Gerard, pero no me parece un proceder muy sensato.
—Estoy de acuerdo con usted. Es muy perjudicial para el desarrollo mental.
—Exacto, yo no lo hubiera expresado mejor. La señora Boynton protegió a esos niños del mundo exterior y nunca les permitió ninguna relación externa. El resultado es que han crecido... bueno, bastante nerviosos. Son asustadizos... ya me entiende. Incapaces de trabar amistad con nadie. Eso es malo.
—Sí, muy malo.
—Estoy seguro de que la señora Boynton ha obrado de buena fe y de que todo se debe a un exceso de cariño por su parte.
—¿Viven todos en casa? —preguntó el doctor.
—Sí.
—¿Ninguno de los hijos trabaja?
—No. Elmer Boynton era un hombre rico. Dejó toda su fortuna a la señora Boynton mientras viviera, pero se sobreentendía que era para el sostén general de la familia.
—Entonces todos dependen económicamente de ella, ¿no es así?
—Así es. Ella ha hecho lo posible para que vivan en casa y no busquen ningún empleo fuera. Quizá sea lo correcto. Son lo bastante ricos para no necesitar trabajar; pero yo opino que, para el hombre al menos, el trabajo es un estímulo. Por otra parte, ninguno de ellos tiene aficiones. No juegan al golf. No pertenecen a ningún club de campo. No van a bailes ni hacen nada con otros jóvenes de su edad. Viven en una especie de cuartel lejos de todo lugar habitado, en pleno campo. Le aseguro, doctor, que todo eso me parece una equivocación.
—Estoy de acuerdo con usted —aseguró Gerard.
—Ninguno de ellos tiene el menor sentido social. El espíritu de comunidad... ¡Eso es lo que les falta! Puede que sean una familia muy unida, pero están totalmente encerrados en ellos mismos.
—¿Ninguno ha intentado independizarse nunca?
—Que yo sepa, no. Simplemente, se dejan llevar.
—¿Cree que la culpa es de ellos o de la señora Boynton?
Jefferson Cope se movió, inquieto.
—Bueno, en cierto sentido, creo que ella es más o menos responsable. Los ha educado mal. Sin embargo, cuando un joven llega a la madurez, depende de él el obrar según sus propios impulsos. Ningún muchacho debería permanecer ligado a las faldas de su madre. Debería elegir ser independiente.
—Eso podría resultarle imposible —murmuró pensativo el doctor Gerard.
—¿Imposible por qué?
—Existen medios de impedir el crecimiento de un árbol, señor Cope.
—Todos están muy sanos, doctor Gerard —Cope lo miró fijamente.
—La mente puede estar entorpecida y deformada lo mismo que el cuerpo.
—También son inteligentes —continuó Jefferson Cope—. No, doctor Gerard, créame. Un hombre tiene el dominio de su destino en sus propias manos. Un hombre que se respeta a sí mismo se independiza y hace algo con su vida. No se sienta alrededor de su madre a jugar con sus pulgares. Ninguna mujer debería respetar a un hombre que hiciera eso.
Gerard miró curiosamente a su compañero.
—Creo que se refiere particularmente al señor Lennox Boynton, ¿no es cierto? —preguntó.
—Sí, estaba pensando en Lennox. Raymond es sólo un muchacho. Pero Lennox tiene ya treinta años. Ya va siendo hora de que se muestre capaz de hacer algo.
—¿Tal vez es una vida difícil para su mujer?
—¡Claro que es una vida difícil para ella! Nadine es una muchacha excelente. La admiro mucho más de lo que puedo decir. Nunca se ha quejado ni lo más mínimo. Pero no es feliz, doctor Gerard. No podría ser más desgraciada.
—Sí, creo que tiene usted razón —asintió Gerard meneando la cabeza.
—¡No sé lo que piensa usted de esto, doctor Gerard, pero yo creo que el aguante de una mujer debería tener un límite! Si yo fuera Nadine, se lo dejaría claro a Lennox: o se pone a trabajar y demuestra de lo que está hecho o, de lo contrario,...
—¿Cree usted que ella debería abandonarlo?
—Tiene derecho a vivir su propia vida, doctor Gerard. Si Lennox no sabe apreciarla como se merece, hay otros hombres que sí sabrían.
—¿Usted, por ejemplo?
El americano enrojeció. Después miró directamente al francés con sencilla dignidad.
—Es verdad —dijo—. No me avergüenzo de mis sentimientos hacia ella. La respeto y la aprecio profundamente. Todo cuanto deseo es su felicidad. Si fuese feliz con Lennox, yo desaparecería de escena.
—Pero tal como están las cosas...
—¡Tal como están las cosas, estoy cerca de ella! ¡Si me quiere, aquí me tiene!
—¡Es usted el
parfait
gentil caballero andante! —murmuró Gerard.
—¿Cómo dice?
—¡Mi querido amigo, hoy en día la caballería sólo permanece viva en los Estados Unidos! ¡Usted se siente satisfecho sirviendo a su dama sin esperar recompensa! ¡Es admirable! ¿Pero qué es exactamente lo que espera usted poder hacer por ella?
—Mi intención es permanecer a su lado por si me necesita.
—¿Puedo preguntarle cuál es la actitud de la vieja señora Boynton hacia usted?
Lentamente, Jefferson Cope replicó:
—Nunca se puede estar seguro de lo que piensa esa vieja dama. Como ya le he dicho, no le gusta mantener relaciones con extraños. Pero conmigo se comporta de manera diferente. Es siempre muy cordial y me trata casi como a uno de la familia.
—¿De hecho aprueba su amistad con la señora Lennox?
—Sí.
El doctor Gerard se encogió de hombros.
—¿No le parece un poco raro? Secamente, Jefferson Cope respondió:
—Le aseguro, doctor Gerard, que no hay nada deshonesto en nuestra amistad. Es puramente platónica.
—Mi querido amigo, estoy completamente seguro de ello. Le repito, sin embargo, que es extraño que la señora Boynton apoye esa amistad. Verá, señor Cope, la señora Boynton me interesa, me interesa muchísimo.
—Sin duda es una mujer notable. Tiene un carácter y una personalidad muy fuertes. Ya le he dicho que Elmer Boynton hacía mucho caso de sus opiniones.
—Tanto que le pareció bien dejar a sus hijos a merced de ella desde el punto de vista económico. En mi país, señor Cope, es legalmente imposible hacer una cosa semejante.
El señor Cope se levantó.
—En América —dijo— creemos ciegamente en la libertad absoluta.
El doctor Gerard también se levantó. La observación de Cope no le había causado ninguna impresión. La había oído en labios de otros muchos ciudadanos de distintas naciones. La ilusión de que la libertad es la prerrogativa de la raza de cada uno está bastante extendida.
El doctor Gerard era más sabio. Sabía que no podía considerarse libre a ninguna raza, país o individuo. Pero también sabía que hay grados muy diferentes de esclavitud.
Pensativo e interesado, subió a acostarse.
Sarah King se encontraba en el recinto del templo de Haramesh—Sherif, de espaldas a la Cúpula de la Roca. El chapoteo de las fuentes sonaba en sus oídos. Pequeños grupos de turistas pasaban por allí sin turbar la paz de aquella atmósfera oriental.
Resultaba extraño, pensó Sarah, que un jebuseo hubiera hecho de aquella cima rocosa una era y que David la hubiera comprado por seiscientos siclos de oro y la hubiera convenido en un Lugar Santo. Y ahora se escuchaba allí la cháchara de visitantes de todas las nacionalidades.
Se volvió para mirar hacia la mezquita que cubría el sepulcro y se preguntó si el templo de Salomón habría sido siquiera la mitad de hermoso.
Se oyó un ruido de pasos y un pequeño grupo salió del interior de la mezquita. Eran los Boynton, escoltados por un guía muy locuaz. La señora Boynton caminaba entre Lennox y Raymond, que la sostenían. Nadine y el señor Cope iban detrás. Carol venía la última. Mientras se alejaban, ésta se fijó en Sarah. Vaciló. Después, con súbita decisión, dio media vuelta y atravesó presurosa el patio procurando no hacer ruido.
—Perdone —dijo casi sin aliento—. Quiero... Necesito hablar con usted.
—¿Sí? —dijo Sarah.
Carol temblaba violentamente. Estaba muy pálida.
—Se trata de... mi hermano. Ayer noche, cuando habló con él, debió usted de pensar que era muy grosero. Pero no se comportó así intencionadamente... es que... no pudo evitarlo. Por favor, créame.
Sarah tuvo la impresión de que aquella escena era completamente ridícula. Se sentía ofendida en su orgullo y en su buen gusto. ¿Por qué una muchacha desconocida habría de correr, de pronto, a excusarse tontamente con ella por la descortesía de su hermano?
Una seca réplica vacilaba en sus labios... Pero rápidamente su humor cambió. En todo aquello había algo que se salía de lo corriente. Aquella chica hablaba completamente en serio. El sentimiento que había impulsado a Sarah a seguir la carrera de medicina reaccionó ante la necesidad de la muchacha. Su instinto le dijo que ocurría algo muy grave.
—Cuénteme lo que pasa —dijo en tono alentador.
—Él le habló en el tren, ¿verdad? —empezó Carol.
Sarah asintió con la cabeza.
—Sí. O, por lo menos, yo le hablé a él.
—Sí, claro. Tuvo que ser de ese modo. Pero, ayer noche, ¿sabe?, Ray estaba asustado...
Se detuvo.
—¿Asustado?
El pálido rostro de Carol enrojeció.
—Ya sé que suena absurdo, de locos. Es que mi madre... no está bien y no le gusta que hagamos amistades con gente de fuera. Pero yo sé que a Ray le gustaría ser amigo suyo.
Sarah estaba muy interesada por todo aquello. Antes de que pudiera decir nada, Carol prosiguió:
—Sé que todo lo que estoy diciendo suena muy tonto... pero es que somos una familia bastante extraña —lanzó una rápida mirada a su alrededor. Era una mirada de temor.
—No puedo entretenerme más. Podrían echarme de menos.
Sarah se decidió a decirle:
—¿Por qué no ha de quedarse si lo desea? Podemos volver juntas.
—¡Oh, no! —Carol retrocedió—. No puedo hacer eso.
—¿Por qué no? —dijo Sarah.
—De verdad, no puedo. Mi madre se...
—Ya sé que a veces a los padres les cuesta mucho darse cuenta de que sus hijos han crecido —dijo pausadamente Sarah—. Por eso siguen intentando dirigir sus vidas. Sin embargo, es una lástima que los hijos se dejen vencer. Uno tiene que luchar por sus derechos.
—Usted no lo entiende... no lo entiende —murmuró Carol. Sus manos se retorcían nerviosamente.
—A veces, uno cede por temor a las peleas —prosiguió Sarah—. Las peleas familiares son siempre muy desagradables, pero yo creo que la libertad de acción es algo por lo que merece la pena luchar.
—¿Libertad? —Carol la miró fijamente—. Ninguno de nosotros ha sido nunca libre. Nunca lo seremos.
—¡Eso es una tontería! —declaró Sarah con sequedad.
Carol se inclinó hacia ella y tocó su brazo.
—Óigame. Quiero que comprenda —dijo—. Antes de casarse, mi madre, bueno, en realidad es mi madrastra, fue celadora en una cárcel. Mi padre era el gobernador y se casó con ella. Desde entonces, todo ha seguido igual. Ella ha continuado siendo una celadora, la nuestra. Por eso nuestra vida es como la de alguien que está en la cárcel.
Carol volvió a mirar a su alrededor.
—Se han dado cuenta de mi ausencia. Tengo que irme. Sarah la agarró del brazo cuando se marchaba.
—Un momento. Tenemos que vernos otra vez y hablar.
—No puedo. Es imposible.
—¡Sí que puede! —dijo Sarah autoritariamente—. Vaya a mi habitación después de la hora de acostarse. Es la trescientos diecinueve. No lo olvide, trescientos diecinueve. Soltó a la muchacha y Carol corrió a reunirse con su familia.
Sarah se quedó allí parada mirándola fijamente mientras se alejaba. Cuando salió de sus pensamientos, descubrió al doctor Gerard a su lado.
—Buenos días, señorita King. ¿Así que ha estado usted hablando con la señorita Carol Boynton?
—Sí, hemos sostenido la más extraordinaria conversación que pueda imaginarse. Déjeme que le cuente.
Repitió lo esencial de su charla con Carol. Al llegar a cierto punto, Gerard se sobresaltó.
—¿Ese viejo hipopótamo era celadora en una cárcel? Podría ser muy significativo.
—¿Quiere decir que de ahí procede su tiranía? —preguntó Sarah—. ¿La costumbre de su antigua profesión?
Gerard movió negativamente la cabeza.
—No. Eso es abordar la cuestión desde un ángulo equivocado. Esa mujer no ama la tiranía por haber sido celadora en una cárcel. Sería mejor decir que se hizo celadora porque amaba la tiranía. Según mi teoría, fue el secreto deseo de ejercer su poder sobre otros seres humanos lo que la empujó a adoptar esa profesión.