Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
—Comprendo.
—¡Aquella noche en Jerusalén todo parecía a punto de estallar! Ray estaba fuera de
sí. Ni él ni yo podíamos más y nos parecía lógico, de verdad nos parecía lógico, planear lo que planeamos. Mamá... ¡Mamá estaba loca! No sé cuál es su opinión, señor, pero le aseguro que en ciertas circunstancias matar a alguien puede parecer una acción correcta, incluso noble.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, eso les ha parecido a muchos, lo sé. La historia es buena prueba de ello.
—Así es como nos sentíamos Ray y yo aquella noche... —golpeó la mesa con la mano—. Pero no lo hicimos. ¡Claro que no lo hicimos! ¡Al día siguiente, todo nos pareció absurdo, melodramático, sí, también malvado La verdad... la verdad, señor Poirot, es que mamá murió de muerte natural, de un ataque al corazón. Ray y yo no tuvimos nada que ver.
—¿Me jura,
mademoiselle
, por la salvación de su alma, que la señora Boynton no murió como resultado de nada que ustedes hicieran contra ella? —dijo Poirot.
Carol levantó la cabeza. Con voz firme y profunda, dijo:
Juro por la salvación de mi alma que no le hice jamás el menor daño...
Poirot se recostó en su sillón.
—Perfectamente —dijo.
Hubo un silencio. Poirot acariciaba pensativo su enorme bigote. Luego dijo:
—¿En qué consistía exactamente su plan?
—¿Qué plan?
—Usted y su hermano debían de tener un plan.
Mentalmente, Poirot contó los segundos que transcurrieron antes de que Carol respondiera. Uno, dos, tres.
—No teníamos ninguno —dijo al fin Carol—. No llegamos tan lejos.
Hércules Poirot se levantó.
—Eso es todo,
mademoiselle
. ¿Querría tener la bondad de enviarme a su hermano?
Carol se puso en pie. Durante un minuto permaneció indecisa.
—Señor Poirot, ¿me cree?
—¿Acaso he dicho lo contrario?
—No, pero...
Se interrumpió.
—¿Querrá decirle a su hermano que venga? —repitió el detective.
—Sí.
Se dirigió lentamente hacia la puerta. Al llegar a ella, se detuvo y se volvió hacia él.
—¡Le he dicho la verdad! —declaró apasionadamente—. ¡Se lo juro!
Hércules Poirot no contestó.
Carol Boynton salió lentamente de la habitación.
Poirot observó el gran parecido existente entre los dos hermanos en cuanto Raymond Boynton entró en la habitación.
Su rostro era severo y firme. No parecía nervioso ni asustado. Se dejó caer en una silla y, mirando duramente a Poirot, preguntó:
—¿Y bien?
—¿Ha hablado usted con su hermana? —dijo suavemente Poirot.
Raymond asintió.
—Sí, cuando me dijo que viniera. Comprendo que sus sospechas están justificadas. ¡Si alguien oyó nuestra conversación aquella noche, el hecho de que mi madrastra muriera tan de repente ha de resultar por fuerza sospechoso! Lo único que puedo decirle es que aquella conversación fue... la locura de una noche. Los dos estábamos bajo una tensión nerviosa insoportable. Todo ese fantástico plan para dar muerte a mi madrastra fue algo así..., ¿cómo podría decirlo?, ...algo así como una válvula de escape.
Hércules Poirot inclinó la cabeza.
—Es posible —dijo.
—A la mañana siguiente, por supuesto, todo nos pareció absurdo. ¡Le juro, señor Poirot, que no volví a pensar en el asunto!
Poirot no contestó.
Apresuradamente, Raymond continuó:
—Sí, ya sé que eso es fácil de decir. No puedo esperar que crea en mi palabra sin más. Pero tenga usted en cuenta los hechos. Hablé con mi madre poco antes de las seis. A esa hora estaba viva y se encontraba bien. Fui a mi tienda, me lavé cuidadosamente y me reuní con los demás en la carpa. Desde aquel momento, ni Carol ni yo nos movimos de allí. Todo el mundo pudo vernos. Debe convencerse, señor Poirot, de que la muerte de mi madre fue natural. Un paro cardíaco. ¡No puede ser otra cosa! Había muchos criados por allí, yendo y viniendo. Cualquier otra idea es absurda.
—¿Sabe usted, señor Boynton, que la señorita King opina que cuando ella examinó el cadáver, a las seis treinta, su madre llevaba muerta al menos una hora y media o probablemente dos horas? —dijo Poirot.
Raymond lo miró fijamente. Parecía haber perdido el habla.
—¿Sarah dijo eso? —acertó a replicar.
Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Qué tiene que decir ahora?
—Pero... ¡Eso es imposible!
—Es la declaración de la señorita King. Ahora usted viene y me dice que su madre estaba viva sólo cuarenta minutos antes de que ella examinara el cadáver.
—¡Es que lo estaba! —dijo Raymond.
—Tenga cuidado, señor Boynton.
—¡Sarah tiene que estar equivocada! Debe de haber algo que no tuvo en cuenta. La refracción del sol en la roca... ¡Algo! Le aseguro, señor Poirot, que mi madre estaba viva antes de las seis y que yo hablé con ella.
Poirot permaneció impasible.
Raymond se inclinó hacia delante con aire serio.
—Señor Poirot, sé lo que debe de parecerle, pero considérelo desde un punto de vista más justo. Usted es parcial. Es lógico que lo sea. Vive inmerso en una atmósfera de crímenes. ¡Cualquier muerte repentina tiene que parecerle un posible asesinato! ¿No se da cuenta de que no puede confiar en su sentido de la proporción? Todos los días muere alguien, especialmente personas que tienen el corazón enfermo. Y en esas muertes no hay nada siniestro.
Poirot suspiró.
—Veo que quiere enseñarme mi oficio.
—No, claro que no. Pero creo que tiene usted ciertos prejuicios, por culpa de aquella desafortunada conversación. No hay nada en la muerte de mi madre que pueda levantar sospechas, excepto aquella desgraciada e histérica conversación entre Carol y yo.
Poirot movió negativamente la cabeza.
—Está usted en un error señor Boynton —dijo—. Hay algo más. Está el veneno que le robaron al doctor Gerard de su botiquín.
—¿Veneno? —Ray miró fijamente a Poirot—. ¡Veneno!
Echó hacia atrás su silla. Parecía completamente estupefacto.
—¿Es eso lo que usted sospecha?
Poirot le concedió unos minutos. Luego, con calma, casi con indiferencia, dijo:
—Su plan era distinto, ¿no?
—Sí —contestó maquinalmente Raymond—. Por eso... Esto lo cambia todo... No puedo... no puedo pensar con claridad.
—¿Cuál era su plan?
—¿Nuestro plan? Era...
Raymond se paró de golpe. Sus ojos se volvieron suspicaces y se puso repentinamente a la defensiva.
—Creo que no le diré nada más —declaró.
—Como quiera —dijo Poirot.
Observó cómo el joven salía de la habitación.
Atrajo hacia él su cuaderno de notas y, con menuda y pulcra letra, anotó:
"R. B. 5.55"
Luego, tomando una gran hoja de papel, empezó a escribir. Finalizada su tarea, se echó hacia atrás con la cabeza inclinada hacia un lado y releyó lo que había anotado. Era lo siguiente:
Los Boynton y Jefferson Cope abandonan el campamento 3.05 (ap.)
El doctor Gerard y Sarah King abandonan el campamento 3.15(ap.)
Lady Westholme y la señorita Pierce abandonan el campamento 4.15
El doctor Gerard regresa al campamento 4.20 (ap.)
Lennox Boynton regresa al campamento 4.35
Nadine Boynton regresa al campamento y habla con la señora Boynton 4.40
Nadine Boynton deja a su suegra y se va a la carpa 4.50 (ap.)
Carol Boynton regresa al campamento 5.10
Lady Westholme, la señorita Pierce y el señor Jefferson Cope regresan al campamento 5.40
Raymond Boynton regresa al campamento 5.50
Sarah King regresa al campamento 6.00
Descubren el cadáver 6.30
—Muy curioso —murmuró Hércules Poirot.
Dobló la lista, fue hasta la puerta y mandó llamar a Mahmoud. El voluminoso guía era muy hablador. Las palabras salían de su boca como un río que se desborda.
—Siempre, siempre me echan la culpa. Cuando pasa algo, siempre dicen mi culpa. Cuando lady Ellen Hunt tuerce su tobillo bajando del Lugar del Sacrificio, mi culpa, aunque lleva zapatos de tacón y al menos tiene sesenta años, o puede setenta. ¡Mi vida, una desgracia! ¡Ah! ¡Cuántas humillaciones e injusticias nos hacen judíos..!
Por fin, Poirot consiguió controlar su verborrea y entrar en materia.
—¿Cinco y media, dice? No, creo ningún sirviente por allí entonces. Usted sabe, la comida tarde, a las dos. Y después limpiar todo. Después de la comida dormir toda la tarde. Sí, americanos no toman té. Nosotros, todos a dormir a las tres y media. A las cinco, yo que soy alma de eficiencia, siempre, siempre, siempre yo miro por comodidad de damas y caballeros, yo sirvo, salgo porque sé es hora que damas inglesas quieren té. Pero nadie estaba. Todos a pasear. Para mí, eso muy bien, mejor que de costumbre. Puedo volver dormir. A seis menos cuarto, empieza problema. Señora inglesa grande, señora muy grande, vuelve y quiere té, aunque chicos están poniendo la cena. Hace escándalo, dice agua debe estar hirviendo. ¡Yo sé qué hago! ¡Ah, caballero! ¡Qué vida! ¡Qué vida! Hago lo que puedo... siempre mi culpa, yo...
Poirot preguntó acerca de las quejas.
—Hay otro pequeño asunto. La señora muerta se enfadó con uno de los criados. ¿Sabe usted con cuál y por qué?
Mahmoud elevó sus manos al cielo.
—¿Podría saber yo? Naturalmente no. Vieja señora no quejó a mí.
—¿Podría averiguarlo?
—No, caballero. Sería imposible. Ninguno de los chicos admitiría. ¿Vieja señora enfadada, dice? Entonces chicos no dirían, naturalmente. Abdul dice Mohammed, y Mohammed dice Aziz y Aziz dice Aissa, y así. Todos son muy estúpidos beduinos, no entienden nada.
Tomó aire y prosiguió:
—Ahora yo, yo tengo beneficio de educación en misión. Yo recito a usted Keats, Shelley...
A Poirot le dio un escalofrío. Aunque el inglés no era su lengua materna, sabía hablarlo suficientemente bien como para que le hicieran daño los oídos al escuchar la extraña manera de hablar de Mahmoud.
—¡Soberbio! —dijo a toda prisa—. ¡Soberbio! Pienso recomendarle como guía a todos mis amigos.
Consiguió escapar de la elocuencia del árabe. Después llevó su lista al coronel
Carbury, a quien encontró en su oficina.
Carbury retorció un poco más su corbata y preguntó:
—¿Ha conseguido algo?
—¿Quiere que le cuente una teoría mía? —dijo Poirot.
—Si quiere —dijo el coronel Carbury y suspiró. De una forma u otra, había escuchado muchas teorías a lo largo de su vida.
—¡Mi teoría es que la criminología es la ciencia más fácil del mundo! Lo único que hace falta es dejar hablar al criminal. Más tarde o más temprano te lo dice todo.
—Creo recordar que ya dijo usted algo por el estilo en otra ocasión. ¿Quién le ha dicho algo?
—Todo el mundo.
Brevemente, Poirot relató las entrevistas que había tenido aquella mañana.
—¡Hum! —dijo Carbury—. Sí, ha sacado en limpio un par de cosas. ¡Lástima que todas señalen en distintas direcciones! ¿Tenemos caso o no lo tenemos? ¡Eso es lo que quiero saber!
—No.
Carbury volvió a suspirar.
—Me lo temía.
—Pero antes de que llegue la noche, tendrá usted la verdad —declaró Poirot.
—Bueno, eso es lo que me prometió —dijo el coronel Carbury—, y la verdad es que dudaba de que lo lograse. ¿Está seguro?
—Completamente.
—Le envidio la confianza en sí mismo —comentó el otro.
Si había un brillo en sus ojos, Poirot pareció no darse cuenta. Sacó su lista.
—Impecable —señaló el coronel Carbury en tono aprobatorio.
Se inclinó sobre el papel. Después de un minuto o dos, dijo:
—¿Sabe lo que pienso?
—Me encantaría que me lo dijera.
—Pues que el joven Raymond Boynton no es el culpable.
—¡Ah! ¿Eso cree?
—Sí. Está claro como el agua lo que pensaba. Teníamos que haberlo considerado fuera de toda sospecha. Como en las novelas de detectives, es la persona hacia la que apuntan todos los indicios. ¡Desde el momento en que usted le oyó decir que iba a cargarse a su madre, teníamos que haber pensado que eso, justamente, significaba que era inocente!
—¿Lee usted novelas de detectives?
—A miles —declaró el coronel—. Supongo que usted podría hacer lo que hacen los detectives de los libros, ¿no? —añadió utilizando el tono de un colegial melancólico—. Podría hacer una lista con los hechos más significativos, cosas que parecen no querer decir nada, pero que son importantísimas. Ya sabe a lo que me refiero.
—¡Ah! —dijo Poirot amablemente—. ¿Le gustan ese tipo de historias detectivescas? Por supuesto que lo haré, será un placer para mí.
Cogió una hoja de papel y escribió rápida y limpiamente:
DETALLES SIGNIFICATIVOS
La señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital.
El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica.
A la señora Boynton le causaba un enorme placer impedir que su familia se divirtiera con otras personas.
La tarde en cuestión, la señora Boynton animó a los miembros de su familia para que se marcharan y la dejaran sola.
La señora Boynton practicaba con asiduidad el sadismo psicológico.
La distancia entre la carpa y el lugar donde estaba sentada la señora Boynton era aproximadamente de doscientos metros.
Al principio, el señor Lennox Boynton dijo que ignoraba la hora en que había regresado al campamento, pero más tarde reconoció haber puesto en hora el reloj de pulsera de su madre.
El doctor Gerard y la señorita Ginebra Boynton ocupaban tiendas contiguas.
A las seis y media, cuando la cena estuvo lista, un criado recibió la orden de ir a avisar a la señora Boynton.
El coronel examinó la lista con gran satisfacción.
—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Justo lo que yo quería decir! Una relación de hechos complejos... y aparentemente irrelevantes. ¡El toque maestro! Por cierto, observo un par de omisiones notables. Pero supongo que ése es el cebo para los bobos, ¿no es cierto?
Los ojos de Poirot brillaron, pero no respondió.
—En el punto dos, por ejemplo —dijo el coronel Carbury tentadoramente—. "El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica". Sí, y también echó de menos una solución concentrada de digital o algo así.